martes, 1 de noviembre de 2022

Cartagena y yo

 

Por Manuel García Cartagena

 

Escena 1


Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el profesor y poeta Pedro Mir se quedó conversando con algunos de sus alumnos a la salida de una de sus clases de Estética en la UASD.

En un descuido suyo, aproveché para preguntarle qué le había parecido mi librito Mar abierto, del cual le había obsequiado días atrás un ejemplar. Como fino conocedor de la naturaleza humana que era, Pedro Mir ni siquiera tosió antes de soltar que le había parecido muy bien, pero que, en su opinión, yo tenía que hacer algo para acortar mi nombre, puesto que el que había puesto en la portada de mi libro le parecía muy largo: Manuel Ramón García Cartagena. Acto seguido, ante la risa de todos, comenzó a sugerirme nombres como “Manuel Ramín”, “Manuel Ramo” y otras variaciones del mismo estilo.

Que los maestros se burlaran de sus alumnos era algo sumamente frecuente en aquella época, pero no es de eso que quisiera hablar aquí, sino de que, a ese consejo de Pedro Mir le debo haber caído en cuenta de que el nombre de un autor, sobre todo si es literario, no es un signo cualquiera, y comencé a pensar seriamente en hacerme de un seudónimo.

Escena 2


Mañana de un sábado de principios de los 80. Poco tiempo después de lo anterior. Tres señores a los que entonces sólo había visto juntos únicamente por televisión entraron y saludaron, vestidos de traje y corbata, por la puerta de la librería La Trinitaria. Uno de ellos era Andrés L. Mateo, a quien conocía por haberlo visto en los pasillos de la UASD; el otro era el escritor Pedro Peix, y el tercero, el poeta Tony Raful, a quien también había visto en la UASD.

Saludé a Mateo, y seguí revisando libreros. Ya no recuerdo de qué manera sucedió, pero, en un momento, Raful se me acercó y me lanzó a quemarropa la primera pregunta (la falsa): “¿Tú eres Cartagena, verdad?” A mi respuesta afirmativa le siguió otra pregunta (la verdadera): “¿Y es verdad que tú eres sobrino de doña Aida Cartagena Portalatín?”

Era la primera vez que me veía obligado a responder por una vinculación que, a decir verdad, nunca tuvo para mí mucha importancia. De hecho, creo que esa precisamente fue la razón de que alguien (no una “inteligencia gris”, por cierto, sino, como mucho, alguna parda estolidez), se dedicó a hacer correr cobardemente la bola de que a mí me molestaba que me vincularan a la que fuera en vida hermana paterna de mi abuelo materno, es decir, mi tía abuela materna.

No obstante, como en aquella época —ni extralúcido que fuera— desconocía hasta qué punto algunos códigos sociales constituyen un tabú en una sociedad tan provincianamente conservadora como la dominicana, me limité a constatar que, cada vez que precisaba, a modo de respuesta: “Ella era la hermana de padre de mi abuelo materno”, pasaba un ángel o se rompía algún plato en algún rincón del horizonte cuadrado.

Hasta que una noche —supongo, pues siempre he sido más lúcido de noche que de día— me dije que a mis compatriotas la verdad siempre les cae peor que la mentira, y decidí cambiarme el nombre por otro “de guerra”, como se decía en una época pasada, antes de que ese sintagma pasara a connotar otra cosa. O dicho de otro modo: decidir poner en práctica el consejo de Pedro Mir.

Escena 3


Como había crecido escuchando el mismo chiste pendejérrimo: “¿Carta ajena? ¿Y de quién es la carta?”, sabía perfectamente que no había ningún heroísmo en el acto de soportar estoicamente el bullying (la cuerda, se decía entonces), desde el colegio hasta la universidad, sin estallar de alguna manera que no siempre era poética.

De nada sirve, en esos casos, poner cara de culo, pues, como se sabe, no hay nada más necio que un necio que pretende hacerse el chistoso. Por suerte para mí, alguien que considera un chiste esa forma de imbecilidad tampoco es muy inteligente, y por eso, durante los primeros meses luego de que comenzara a publicar artículos y poemas en los suplementos literarios de los ochenta bajo el nombre de G.C. Manuel, muy pocos se imaginaban que detrás de ese nombre estaba yo.

Mientras duró, aquella fue para mí una experiencia inédita, el sueño de la mayoría de los dominicanos que eran como yo: convertido en un extraño, no solo publicaba, sino que peroraba sobre esto, aquello y lo de más allá. Creo que fue la única época en toda mi historia como escritor dominicano en que me he sentido auténticamente feliz de ejercer lo que, para mí, ha sido a la vez un oficio, una profesión, un medio y un modo de vida.

Escena 4


Una noche, en el Rafle’s Pub, días después del lanzamiento del libro El ojo del arúspice, del poeta José Mármol. Acodado en el bar, consumía un gin & tonic, que era el trago que siempre pedía cada vez que iba allí cuando, a mis espaldas, escucho el inicio de una conversación entre un hombre y una mujer acerca del libro de Mármol.

Luego de los elogios al libro, el hombre le pregunta a la mujer qué le había parecido el texto que aparecía al final. Sin dudarlo, la mujer elogió el texto y el hombre agregó que pensaba que el autor era extranjero. En ese momento, me doy vuelta y saludo al difunto Humberto Frías y a la profesora italiana Vanna Ianni, pero no digo nada acerca de que G.C. Manuel era yo. Luego continúo consumiendo mi trago.

Según quien cuente la historia, el protagonista pasa, de ser el yo, a ser una de las circunstancias: curiosa manera de escindirse únicamente explicable por el hecho de haber sido pensada por un hombre de ideas acomodaticias y de doble tirante, como algunos cajones: Ortega Y (¿notaron la mayúscula?) Gasset. Culpas son del yo, y no de las circunstancias. O viceversa.

No obstante, un apellido es un apellido, aunque, por lo menos en nuestra cultura, por lo general son dos: el paterno y el materno, de manera que, como circunstancia, todo apellido es bastante “yoico”, y como fórmula del yo, resulta lo suficientemente circunstancial como para justificar cualquier medida que implique la toma de distancia respecto a sus implicaciones sociales.

En las sociedades hispánicas, en efecto, la esquizofrenia es la madre de la razón social individual. Esa, y no otra, es la raíz de nuestro gusto por los apodos, los alias o los “nicks” —como dicen ahora nuestros sobrediplomados menos educados. Si el nombre es el que “da el ser”, como presuponía Platón, entonces todos los que en los países hispánicos portamos varios nombres y dos apellidos estamos dotados de una poco envidiable multiplicidad óntica. Razón de más para que resulte sospechoso cualquier empleo exclusivo de una de esas marcas nominales que parezca empeñada en obliterar a todas las demás.

Esa es, ridículamente resumida, una parte de la parte publicable de mi experiencia como Cartagena. Mis hermanos, que por suerte son todos más inteligentes que yo, saben que nunca me ha interesado representar a nadie, ni siquiera a mí mismo, pues pienso que, fuera del campo de lo puramente jurídico, hay que sentirse muy poquita cosa como persona para aspirar a convertirse en el representante de otra, aunque sea uno mismo.

Como me formé en la religión del trabajo, nunca he considerado un privilegio ser un apellido. Y ciertamente, el cultivo de esa religión es otra de las pendejadas con las que he tenido que cargar durante una buena parte de mi vida, ya que, como se sabe, del dios del trabajo, llamado Ponos, se dice que era hermano de Algos (“Dolor”), Lete (“Sueño), Limos (“Hambre”) y Horkos (“Maldición”) y por tanto, fue engendrado por la diosa Eris (“Discordia”) por sí sola, lo cual significa que Ponto solo tenía un apellido.

Por supuesto, como yo, de divino solo tengo la calvicie, me paso el tiempo dudando entre buscarme un nuevo nombre para comenzar otra historia o escribir nuevas historias en las que me invente otras maneras de ser. Y todo porque, a decir verdad, nada me resulta más difícil que convencer a mis lectores de que lo mío no tiene nombre.

Pero claro, esa es otra historia.

jueves, 27 de octubre de 2022

Los palimpsestos de René Rodríguez Soriano

Por Manuel García Cartagena

1.



Podemos considerar los palimpsestos algo parecido a una tecnología povera de escritura. 

Dicha tecnología se impuso a partir del siglo VII d.n.e., en la época en que resultaba sumamente difícil  hacerse con un buen alijo de papiros nuevos, y no precisamente por culpa de los impuestos decretados por alguno de los mil veces difamados gobernantes que aspiraban a casarse con la Gloria, mítica mujer que desplazó a la famosa Helena de Troya en cuanto a la calidad —aunque no en cuanto al número— de sus pretendientes se refiere, sino porque el comercio del papiro debía hacerse desde Egipto, atravesando mares, montañas, valles, etc. 

Debido a esto, entre los materiales que comenzaron a usarse como sustitutos del papiro en ese período en virtud de la escasez destacaban la vitela, o pergamino fabricado a partir de la piel de ovejas o de reses, y la piel humana

Y puesto que estos dos materiales se prestaban mejor a ser reciclados, poco a poco fue ganando adeptos entre escribas y escribanos la práctica de frotar con piedra pómez sus superficies escritas para luego escribir de nuevo sobre ellos.

Desde entonces, todo escritor de ficciones que conozca mínimamente su oficio apostará siempre más a la capacidad de olvido de sus lectores que a su memoria, pues sabe que sus cada vez más escasas posibilidades de éxito se juegan precisamente en esos instantes en que la memoria (o la razón) cede ante el influjo emotivo de las palabras. 

De ese modo, si por mala suerte su texto fuese a caer bajo los ojos de algún memorioso, lo más probable es que este último termine indiferenciando su texto sin tomarse siquiera el trabajo de singularizarlo aunque sea un poquito mediante una lectura asnal. En cambio, si su lector es capaz de olvidar, sencillamente podría suceder cualquier cosa. Olvidar, por ejemplo, que un cuento es un cuento, un relato un relato, y una crónica una crónica…, y que todo cuento, todo relato y toda crónica tiene raíces aéreas, oídos terrestres, sangre petrificada en vetas que se surten en ese magma raro que hasta hace poco se llamaba la tradición literaria..

No sonría: René Rodríguez Soriano es un escritor que echa suertes con las letras de la misma manera en que otros Rodríguez batean jonrones. Es un escritor crónico, como diría Carpentier, pero en el sentido benedettiano (aunque de tendencia Croce), pues su ars poética nunca ha sido teórica (palabra que hoy parece designar al diablo de los diletantes, que es el verdadero nombre de todos los talleristas), sino más bien pragmática: sus textos se explican a sí mismos de la misma manera en que una cerilla se explica por la llama que produce al ser frotada. Y punto. 

Por esa razón, si titula Crónicas crónicas este libro que publica en 2019 en Mediaisla, hay que ponerle ojo a ese título y tratar de contar cuántos rebotes da la piedra antes de hundirse en el mar. O si no… 

Para ser crónica, a “Leer en el parque”, el primer texto del libro, por ejemplo, le sobran referencias literarias y buena parte de la hermosa guasa-guasa poética que lo teje. Al mismo tiempo, le faltan dos o tres latas de sudor (con o sin, en las axilas, una capa de Deportes o Sudorina), algo de chicle, cinco o seis tatuajes de la mano de Fátima y de otras cosas por el mismo estilo. 

Entre una alusión y otra a Benedetti (y ya no Benedetto) y a Borges, este texto nos propone de manera velada una versión alternativa de la “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar, un autor que, ciertamente, ni siquiera aparece mencionado aquí, puesto que se trata precisamente de otro de esos “olvidos” necesarios: Creo que no es justo leer en el parque, nos dice el narrador al final de este texto en primera persona, uno estorba a la gente que viene, en libertad, a disfrutar del aire libre, a descansar. 

Se me ocurre que una manera de leer los textos que componen este libro de René Rodríguez Soriano podría consistir en tratar de identificar los nombres de aquellos autores (o lo que en este caso es casi lo mismo: los títulos de aquellos textos que han sido estratégicamente borrados con la piedra pómez de la metaficción). 

Esto así porque, desde más de un punto de vista, la verdadera crónica que nuestro autor establece en esos textos es la de una lectura incesante. ¿Cómo pasar de largo, por ejemplo, ante esa hermosa frase que subtitula la primera parte de este libro: “Mundos de este reino”, sin reconocer la anástrofe, o figura por inversión, que la remite al título de la famosa novela de Alejo Carpentier: El reino de este mundo? Crónicas crónicas contiene muchas otras referencias veladas a obras como esta. 

Así lo demuestra el narrador del segundo texto del libro, titulado “Días de ira”, quien acumula “citas” (perdón por este palabro) una tras otra de manera casi er(ó/rá)tica. De hecho, tal parece que, en este texto, todo aquello que no es “cita” es solo pre-texto. Si es así, habría que invertir el esquema lógico, y considerar que prima aquí la intención de subordinar el relato a la referencia, afirmación esta última que, hace apenas treinta años, habría bastado para que el lector se planteara seriamente la continuidad de su lectura…

Distinto es el caso del tercer texto, titulado “Lo demás, el silencio”, ya que aquí, la enunciación en primera persona del singular y los verbos conjugados en pretérito imperfecto intentan apoyar en los lectores la idea de que una crónica es una “narración histórica en que se sigue el orden consecutivo de los acontecimientos”, como dice doña RAE. 

Y claro, como esto último también se puede decir de cierto tipo de relatos (realistas), la confusión se hace monja que enciende, pues sor prende. Nuevamente, pues, el escritor (ojo:  no hablo de la persona del autor, sino de la función textual cuya naturaleza solamente se puede entender llamando un poco al “diablo”, quiero decir, haciendo un poco de teoría, razón por la cual miro discretamente hacia otra parte) apela a la capacidad de olvido de su lector. 

Lo olvidado en este caso es la diferencia entre el concepto hispánico de crónica y aquello que lo diferencia de la versión anglosajona del mismo concepto (chronicle: a historical account of events arranged in order of time usually without analysis or interpretation [Merriam-Webster]). En efecto, quién sabe por qué caminos andarían hoy los países hispánicos si los autores de aquellas otras crónicas (coloniales, quiero decir) se hubiesen tomado la pena de auto censurarse evitando incluir en sus textos “análisis o interpretación” de los hechos contados. 

El caso es que lo que ocurrió fue justamente lo contrario: aquellas antiguas crónicas funcionaron como auténticos muros de Facebook o de Instagram, ya que todo el que vino a América dotado con cierta capacidad de escribir —lo cual, como se sabe, en ninguno de nuestros países fue el caso de una legión, ni siquiera de una minoría, sino de una élite— intentó contar lo suyo con mayor o menor fortuna analítica o interpretativa.

El cuarto texto es también un relato en el que el narrador asume la postura autobiográfica como modo de producción textual de efectos de real. Retendré aquí la frase con la que ese narrador en primera persona cierra el relato: El mal del tiempo es ese olvido que, entre estampidas, me hace olvidar cómo se olvida. 

Porque en efecto, (y ahí está, ¡oh muerte!, tu aguijón): cualquier cosa que nos haga olvidar cómo se olvida constituye un remedo de la muerte. Digámoslo de una buena vez: el único olvido verdadero es la muerte. Es ella la que nos hace olvidar cómo se olvida. El otro nombre del falso olvido es la vida, ese palimpsesto. Olvidar cómo se olvida equivale a no volver a postular la existencia propia según el dualismo presencia/memoria. 

Perforar el himen de lo real equivale a romper la delgada membrana de miedos que separa los días entre sí. Sólo así la nostalgia podrá perder de golpe todo su poder de seducción y, con ella, buena parte de una literatura que pretende viajar al presente cómodamente instalada en el asiento de atrás, sin darse cuenta de que hace tiempo que ese vehículo se detuvo.

Y esto es precisamente lo que comienza a manifestarse en “Venturoso animal”, el quinto texto del índice, el cual es un híbrido de artículo periodístico y prosa de ensayo subjetivo que tiene por tema la felicidad humana, designada bajo los términos de un “insólito animal”. De hecho, buena parte de los demás textos que componen el índice se inscriben en esta vertiente textual incubada al calor de estos tiempos neoliberales que tanto detestan a las teorías que les recuerdan sus imposturas y sus reduccionismos. 

Dicha vertiente nace de la insistente manía de pretender igualar a todos los textos olvidando sus especificidades respectivas, como si fuera posible pedirles a los espacios virtuales que sean más democráticos que las sociedades reales. Y no digo que un artículo periodístico no pueda ser considerado, llegado el caso, un texto literario. Lo que sí digo es que eso está muy lejos de constituir la situación en que se encuentran la mayoría de los textos periodísticos a consecuencia del pragmatismo comunicativo contemporáneo. Pero claro, eso solo puede probarse llamando al “diablo”. Por esa razón ni  siquiera lo intentaré aquí.


2.


Dividido en cinco partes subtituladas “Mundos de otro reino”, “De duendes y aguaceros”, “Así en la tierra como en el suelo”, “Más allá del bien y del mall” y “Memorias del surdesarrollo”, este libro de René Rodríguez Soriano  titulado Crónicas crónicas constituye una especie de “segunda parte” de otro libro publicado en 2011 por la Editora Nacional bajo el título Tientos y trotes

Como en este último, resulta evidente en Crónicas crónicas una voluntad de explorar los límites expresivos de lo que quisiera llamar aquí la prosa pragmática —artículos de opinión, ensayos, entrevistas—, pero sobre todo a partir de su confrontación con otras zonas textuales hasta hace poco consideradas “marginales” de la prosa literaria: la estampa, la crónica, el artículo humorístico, etc.

Así las cosas, los sesenta y ocho textos que componen el índice de Crónicas crónicas constituyen una muestra bastante elocuente de lo que viene a ser el ejercicio de la escritura cuando la asume René Rodríguez Soriano: una perpetua búsqueda de difuminar, hasta hacerlos desaparecer, los límites entre los distintos géneros expresivos, literarios o no, por la vía de la inoculación en el torrente verbal de los inefables fluidos de una escritura poética cuyo arsenal retórico se encontraba ya presente, en su gran mayoría, en los poemas de este autor dominicano. Y si insisto en oponer lo literario a lo no literario es precisamente porque, en la obra en prosa de René, esa oposición es crucial.

En efecto, fiel a su lectura de Barthes —quien parece ocupar un lugar preponderante en sus altares de culto al diablo teórico—, Rodríguez Soriano se coloca entre los escasos autores dominicanos que han comprendido la necesidad de concebir la escritura como una búsqueda perpetua del placer. Así se explica el atildado preciosismo que caracteriza una de las escrituras más personales de todas las surgidas en el curso de la década de 1970 en la literatura dominicana. 

Pero ojo: el adjetivo “personal” trasciende aquí la frívola referencialidad autobiográfica propia de esos discursos solipsistas que el recetario posmoderno ha logrado convertir en el plato del día. Quienes aún no lo conocen deben saber que René no es uno de esos escritores que suelen quedarse chapoteando a la orilla del océano de la escritura sin decidirse a penetrar mar adentro, allí donde tocar fondo es, más que una metáfora, la única manera de atrapar el sentido. 


Todo lo contrario: el mismo autor de Nave sorda se etiquetó a sí mismo en múltiples ocasiones como un autor degenerado, alguien que sabía que los productos de la auténtica práctica escritura no son precisamente ni chicha, ni limonada, ni confesiones, ni invenciones, ni crónicas, ni relatos, ni discursos, ni literatura, sino solamente (que no es lo mismo que “simplemente”) escritura: producto de la práctica subjetiva del decir-vivir. 

René sabía, además, que ninguna práctica de la escritura puede ser auténtica si no se apoya al mismo tiempo sobre una práctica de la lectura: por eso lleva varias décadas especializándose en sus textos en una profunda y sistemática labor de destripaje de otros textos, puesto que ningún escritor puede aspirar a ser verdaderamente un escritor si antes no se ha convertido en un molino de palabras ajenas como cualquier Jack el retextador.

Es cierto, no obstante, que al emerger a la superficie después de haberse pasado un tiempo en la lectura de sus textos, nos puede quedar en la boca un regusto a helado de chicle, a cosa artificial. Desde mi punto de vista, la razón es que, siendo René un escritor de oficio, para él no existe nada que pueda ser considerado demasiado light, es decir, demasiado espurio como para que no pueda ser objeto de un tratamiento semiótico. Por eso, al igual que la de Neruda o la de Francis Ponge cuando escribían aquellos poemas dedicados a objetos comunes y triviales de la vida cotidiana, el único propósito de la escritura de René parece ser la escritura de René. 

Después de todo, por las razones que ya he dicho más arriba, una parte importante de su escritura se apoya sobre el borrado de otras escrituras anteriores. Un borrado que, del lado de la lectura, tiene el poder de convertir en placer aquello que (tal vez) solo es olvido o desconocimiento. Y si eso no es magia, que venga alguien y encienda la luz.

viernes, 14 de octubre de 2022

¿Cuál es la calle que hace esquina con el humanismo?


A simple vista parecería que, entre todas las formas que puede asumir el acto de frecuentar las calles de nuestra ciudad, la más peligrosa es la de practicar una caminata en solitario. No obstante, solamente después de haber conducido algún vehículo motorizado durante cierto tiempo por las calles de Santo Domingo resulta posible comprender por qué es necesario explorar con urgencia la posibilidad de que existan otros planetas dotados de vida inteligente, e incluso cooperar para que tenga éxito cualquiera de las misiones que actualmente se encuentren mejor encaminadas en ese sentido. 

Se diría que el déficit de atención que afecta a la mayor parte de nuestros conductores es una herencia de los conquistadores, ya que el mismo Cristóbal Colón, en su Diario de navegación, dejó escrito el relato de todos los problemas que tuvo el timonero de su carabela Santa María mientras navegaba en las inmediaciones de la isla Española hasta que finalmente la encalló cerca de la costa norte.  

El caso es que la experiencia de desplazarse por nuestras calles conduciendo un automóvil debería enseñarse en las facultades de teología como una de las pruebas incontrovertibles de la existencia de Dios, lo cual bastaría para explicar de manera satisfactoria la acendrada confusión entre la religión y la superstición que caracteriza la mentalidad contemporánea del pueblo dominicano. 

Lamentablemente, algunos casos particularmente fatales han terminado derrumbando las convicciones mejor establecidas en ese sentido, y han apuntalado en su lugar la creencia de que en la única circunstancia en que cualquier persona se convierte en un superhéroe en nuestro país es cuando sujeta en sus manos el volante de un vehículo en marcha. 

Por supuesto, abundan todavía los ingenuos que suponen que, por haber leído algún pasaje de Herodoto, de Ovidio o de Pascal, tienen más posibilidades de llegar sanos y salvos a su destino. En el fondo, no obstante, cualquiera podría demostrarles sin mucho esfuerzo a estos bobos que tal suposición es absolutamente falsa, pues no hay formación extraordinaria, coeficiente intelectual, destreza física, dotación genética, acumulación de capitales, característica étnica, convicción religiosa o configuración astrológica que sea capaz de garantizar la seguridad vial de quienes transitan por nuestras calles, y en esa materia ya no cabe ni siquiera la más remota posibilidad de duda o contradicción. 

De manera parecida, después de pasarse varios años conduciendo por las calles de Santo Domingo, cualquiera podría comprender fácilmente por qué razón la palabra humanismo terminó expresando entre nosotros sentidos que nada tienen que ver con su acepción original. En una ciudad, en efecto, la manera en que fluye el tránsito traduce y pone de manifiesto mejor que ningún otro aspecto de la vida colectiva la condición humana de los habitantes de esa ciudad. 

Considérese primero el estado de nuestras calles, pues, como se sabe, son estas las que determinan la ruta del Estado dominicano (“la calle siempre será la calle”, dijo Xiomara Fortuna): en la República Dominicana, el poder político nace en la calle, por eso resulta imposible no ver la dosis de venganza implícita en el descuido rancio: hoyos a los que los vecinos les celebran sus cumpleaños, esquinas convertidas en vertederos, sumideros e imbornales perpetuamente obstruidos por los desperdicios que se arrojan a calles y aceras y los lagos de agua lluvia que se forman de acera a acera en todas nuestras “avenidas” producto de la incuria, etc. 

Es por eso que lo peor que uno puede hacer mientras se encuentra atrapado en su vehículo en un entaponamiento mientras afuera cae un torrencial aguacero es ponerse a escuchar la radio. 

Quienes cometen ese error, en efecto, no tardarán en escuchar los comentarios de decenas de especialistas que afirman que “al dominicano se le ablanda la mollera cuando llueve”, que “desde que caen tres gotas de lluvia el tránsito se complica más porque el nuestro es un país caliente” o que “no hay que pedirle mangos a la piña, ni conductores inteligentes y responsables a la ciudad de Santo Domingo” porque “todos los problemas de nuestro tránsito los provoca la falta de educación de nuestra población”, aunque también es verdad que “desde que un dominicano pisa un territorio extranjero ya se ha leído doscientos libros y es más educado que cualquiera”. 

Con sol o con lluvia, motorizado o a pie, el tránsito es una vía rápida hacia la deshumanización de la sociedad dominicana. 

Por eso no se explica que, a pesar de ser conocedores de esto, nuestros urbanistas se las hayan arreglado para convertir nuestras principales calles en verdaderas rutas infernales, y no solamente para los transeúntes, sino para los mismos ciudadanos motorizados que a diario deben enfrentarse con todo tipo de personajes miserables y auténticamente carroñeros, comenzando por los mismos agentes “fiscalizadores” (nunca mejor dicho) y terminando por un verdadero ejército de pedigüeños, vendedores de toda clase de chucherías, y mequetrefes que arrojan esponjas sucias sobre el parabrisas para luego ofrecer limpiarlo con esas mismas esponjas, etc.

Todo lo anterior nos permite comprender por qué la idea del “humanista” que nuestra sociedad ha preferido hacerse es apenas un calco de la de “humanitario”, o sea, una persona de probidad intachable, éticamente correcta, políticamente conservadora y bien aparcada a la derecha en el campo religioso. Esta idea, a pesar de no ser más que una majadería mezclada con moralina de la más rancia estofa, evita poner el dedo en esa llaga supurante que es la cada vez más compleja red de factores que incidentan, estorban, torpedean y obliteran la humana capacidad de pensar. 

Y como, luego de la muerte de Platón, nada impide que alguien incapaz de pensar sea considerado “bueno”, se le otorga de buen grado el título de “humanista” a cualquier persona que se considere ética o moralmente inocua, de la misma manera que se le entrega una licencia de conducir a cualquiera que opte por sentarse a bordo de un vehículo, ponerlo en marcha y salir por ahí dando tumbos a fabricar desastres. 

Sobre todo si es más bruto que una guagua a pedales. 


viernes, 22 de septiembre de 2017

Odalís Pérez escribe sobre Los trabajos de la nada, de Manuel García Cartagena


Los trabajos de la nada de Manuel García Cartagena, no es solo un libro de poemas, sino también de noemas y ritmemas contradictorios e irónicos por las cardinales que inventa y trata de destruir al mismo tiempo. Tropos y antitropos o metatropos surgen de la íntima poeticidad de un texto que resuena, recorre y transforma su propia estructura flexible y decible como experiencia logográfica.
Las indicaciones, incisiones, cortes y fluencias generan disonancias y asonancias poéticas que parecen violentar los tonos amenazantes de un tipo de poesía basada en normas poéticas formas inerciales y conjeturales del poema en Hispanoamérica. La poesía crea, en este libro, deslizamientos y vuelos que no acogen suspensiones o pulsos débiles de lenguajes, sino que, por el contrario, producen elementos de una travesía que motiva fuerzas de expresión e interpretación de mundos, acuerdos o desacuerdos humanos y a veces “demasiado humanos”.
La concentración de voces en este libro avanza como cuerpo y movimiento que conforman el código y el transcódigo, cuyo lugar (¿lugares?) es el orden mismo de la anti-representación de estructuras aparentemente descohesionadas y que el mismo tiempo crean un espacio de funciones verbales expresivas. El código, el transcódigo nacen con sus funciones de lengua, lenguaje y comunicación expresiva.
El poemario está compuesto por tres partes tituladas “Transcódigo”, “El espejo del aire” y “R.D. para en(volver)”. El desborde poético-lingüístico de las tres partes del opus se debe al código que impulsa el habla del poema, justificado por la relación poiesis-noesis-estesis, toda vez que el principium verbal adquiere su tamaño expresivo en la creación matriz del texto (Tekton: suma de lexis y poien) germinal en tempo y ritmo: «[…] y el código era la fuente, la inverosímil matriz de toda verosimilitud / Íncubo inocuo, súcubo inicuo punta de báculo, / zócalo de puentes y otras corrientes inexistentes» (p. 9)
¿Qué era el código para la lectura y metalectura del principio poético?
«El código era la mirada dedosa, táctil, invisible
y jamás mirada.
Era el código más ubicuo que el aire
Más cierto que la tierra…» (ibídem)
¿Qué sucedió después?
“Comenzó el mundo a poblarse
de soledades como historias:
ceros enumerables y unos preteridos.
Un código obtuso se disfrazó de caverna:
herido en el cuello…
De nadie era la espera, y ajena la esperanza” (ver p. 10)
En efecto «cuando el ojo se hizo mundo recodificándolo todo», la semiosis del poema se convirtió en poiemata fundador de espacios verbales y la fluencia, unida a la cópula y de esta manera la fuerza rebasa los límites de una dicción deseosa de imágenes libres y marcadas por un automatismo logocrático e integrador al orden mismo del poema, dicho desde el código instructor, creador y destructor. Lo que no prohíbe vuelos, figuras bizarras y conmovedoras del lenguaje poético, asumido esta vez por el poeta Manuel García Cartagena. Si el principio de subversión del código, también alegorizado en el poema, provoca cierto lingüisticidad-poeticidad del poien-poiemata, ello se debe al mecanismo de transformación que desde el cero al uno, y desde la voz al tiempo se construyen como pulso y movimiento de una poética de la paradoja, el deseo sentiente y la signatura propia de un lenguaje desbordante y desbordado como “cosa” verbal expansiva, infusa y difusa.
Los trabajos de la nada forma parte de lo que hemos llamado “la poesía del ahora” en la República Dominicana, esto es, una poesía transformadora del ya viejo y desgastado estatuto del poema sin alas, pulso, uso líquido, suma de palabras correspondiente a cierto membración repetitiva sin cauce significante que ha presentado sus “síntomas” circunstanciales en el proceso poético dominicano de los últimos veinte años del siglo XX, pero también en todo el trayecto del siglo XXI documentado hasta el momento.
Anteriormente (2016), Manuel García Cartagena públicó su Manicomio de papel, una aventura cuyo campo de fuerza estilístico-poético adelanta aquello que hemos denominado “el poema semiótico” del ahora, siendo su espacio-tiempo el de la extensión sentiente del lenguaje. La conjunción semioverbal del poemario conduce al juego imaginario y estético-trascendental del presente espacio significante, titulado Los trabajos de la nada.
En efecto, las 95 páginas que conforman el conjunto, o, más bien, la conjunción poética y postpoética del libro, presenta el campo de batalla de un lenguaje poético demoledor, pero fascinante en su rutario expresivo y estilístico. El llamado verso ha perdido en este libro su estatuto autoritario y preceptivo para reconocer otros tonos, timbres e intensidades metalingüísticas y diríamos que metasemióticas, si partimos de la técnica la lectura que propone como eje integrador su autor.
El ámbito que en libertad de interpretación le sugiere, “le pide” al lector el poemario mismo es indicador de una poética idiolectal que desafía cualquier intento taxonómico o “clasificador” de sombras y máscaras antológicas. Es inevitable en este sentido leer textos como: “Creación de partitura lógica” (p. 10), “WYS ≠WYG” (p. 11), “Formato de disco” (p.12), “Esc” (p. 14), “Desprogramación (prueba número 27890)”, |Verificación de errores del sistema”  (p.18), “Masa crítica” (p. 22) y “Transpathos” (p. 23), entre otros.
Sin embargo, es importante orientar y orientarse en la lectura de este espacio poético y en la aventura idiolectal del mismo. Se trata de asumir la oposición lengua-lenguaje como paradoja y metonimia en el movimiento referido por principio al personaje código, particularizado como generador y matriz del poemario:
«El código es el comienzo:
en el principio fue el código,
antes incluso que la vibración.
El código luego se dijo a sí mismo
y así surgió la vibración.
Código y vibración se dicen mutuamente.
Idioma del código es todo lo que vibra,
Y si el código y la vibración se co-dicen,
¿qué ser puede ser el ser
si no es capaz de vibrar?
Vibra abriendo sordas hondas
el código que se co-dice perpetuamente.
Este es el comienzo y el fin de todo código» (id. p. 24)
İndudablemente, Los trabajos de la nada es una presencia poética que, justo en este momento de nuevas batallas creacionales y metapoéticas, violenta y deconstruye la historia misma del discurso poético dominicano. El código-eje y el código-lenguaje, “ambos a dos”, negativizan el significante poético, haciendo del espacio-tiempo-intencionalidad un triple movimiento autotrascendente, inductivo y postformal en sus acuerdos y des-acuerdos textuales. De ahí su instrucción-intuición de lectura y poeticidad abiertamente semiopoética y lúcidamente esquizoide.
Tanto lo-que-dice, como lo-que-no-dice o desmiente el poeta en este libro irónico, paradójico, alegórico, pero sobre todo sentiente, constituyen un campo dialógico y metaestructural seductor, integrador y codificador de máscaras, cenizas, pseudouniversos estetizantes, falsos florilegios y egolatrías verbales arrogantes.
La clínica de una crisis, así como la crisis de una crítica postmoderna se enfrentan hoy en lo que se anuncia y enuncia en Hospital de día. Particularidades de la clínica de Gustavo Fernando Bertram (comp.) (2004), donde los conceptos de paranoia, angustia, obsesión, urgencia subjetiva, elongación simbólica, ironía y conjuro, conforman series, planillas, encuadres dialécticos y fuerzas de significación que le permiten el “habla-hablar al sujeto de la interpretación y la razón dominante.
Más adelante García Cartagena introduce el “Codificio” (p. 25), donde asistimos a una definición del código basada en el nivel percepto-sensible del código («El código no es la mente; es la duda./ La mente es el deseo, fuente de la duda./ La duda se hace código, y una vez codificado, el código se otrifica»).
Otredad. Alteridad. Ruidos verbales. Ictus sintácticos. Textura de poetemas y narratemas participan de estados cognitivos y fuerzas de lenguajes que prometen desde la lectura y la metalectura, un cohesionado expesor de sentido, transgresión y búsqueda de modos intencionales visibles en la textualidad poética del libro en cuestión.
Todo el tejido textual, vocal e icónico que muestra y se organiza en el libro como metatexto poético, satisface la mirada interna y externa que procrea y facilita el orden-contraorden visional de Los trabajos de la nada. (Ver, “Codimaginar”, “Código roto”, “Multiplicado por O”, “Ceroescritura”, “Deslectura”, “Desescritura”, “Excodificación instantánea”, “Terminal cero”, “Transcódigo”, “Demolición”, “Transescritura”, “Cántico cuántico al microprocesador de mentiras” y otros, ver pp. 25-46).
La travesía de Las trabajos de la nada involucra diversos grados de recepción en el marco de un lectorado caribeño y, por supuesto, caribeño latinoamericano y continental. El presente libro de Manuel García Cartagena se convierte en un código y un metacódigo de función L y LW que se orientan a un ahora plural.
Como estructura sincrónica y poliédrica el poeta no quiere evitar el trasunto poético, la textura verbal, el sentido del eje, lo vinculante de la forma-sentido, la estructura poética de superficie y la estructura poética de profundidad. Lo que implica forma-sentido en este estado de mundo y significación es el propio fin del poema, así como el argumento vital del libro, extendido como “jardín de senderos que se bifurcan” en una lectura “timpanizada” del texto, sus progresiones verbales y metaverbales. Una revelación del yo-proyecto babélico, se hace legible allí donde la pluralidad poética se patentiza en los puntos fuertes del texto (“Pequeña guía para iluminarse sin peligro”, “El espejo del aire”, “Consciencia del límite”, “Teoría de las cuerdas, soneto”, “Monólogo del figurante”, “La batalla de la poesía contra la mierda”, “Satori en un punto muerto”) dicho texto es zarandeado por sus propios signos, anotaciones, soluciones materiales y formales comprendidas por el ojo mismo que lee, observa y se nutre de imágenes perdidas en el tiempo de la ironía, la paradoja y todo el manual o guía para el iluminado: ¿Satori?: «Ya hay suficiente contrasentido en querer algo para encima querer iluminarse»). ¿Qué significa querer iluminarse? «[...] es como estar a bordo de un taxi conducido por un ciego […]» (p. 49).
En el espacio de la anti-representación que sugiere la «Pequeña guía para iluminarse sin peligro y disfrutarlo», el poeta advierte que (tomando en cuenta, o, a partir del satori): «Si ha llegado a este punto de su lectura, probablemente ya tiene usted recorrido más de la mitad del camino que conduce a la iluminación y ni siquiera lo sabe. En fin como dicen, nada resulta más adecuado para alcanzar una buena iluminación que un estado permanente de apatía rayano en la neurosis, pues solo el ser que se abandona en caída libre en mitad, de su propio cielo interior es capaz de experimentar un impulso hacia arriba directamente proporcional a la intensidad de su fracaso» (Ver, pp. 51-52).
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¿Poema semiótico? ¿Poesía de lenguaje o lenguaje de la poesía? ¿Semiosis ilimitada del poema? Los trabajos de la nada de Manuel García Cartagena es un verdadero antimanual para el poeta y la poesía del ahora.

viernes, 18 de agosto de 2017

Corruptos profesionales y corruptos amateurs, o por qué nadie habla nunca de lo que hay que hablar en primer lugar

Siempre he considerado digna de admiración a la gente que, sabiendo qué es lo que hay que hacer, e incluso careciendo en muchos casos de las herramientas necesarias para acometer esa empresa en las mejores condiciones, se propone un día, en lugar de quejarse del lamentable espectáculo que ofrece la desidia general, poner manos a la obra y hacer aquello a lo que tantas personas le sacan el cuerpo, a pesar de estar ubicadas tal vez en mejor posición que ellos.
Vecinos que un buen día juntan medios y modos para tapar a cuenta propia los hoyos que afean sus calles y afectan sus vehículos; profesores que dedican horas de trabajo suplementarias a la nivelación de sus alumnos con o sin pedir remuneración a cambio (pues mucha gente parece sorprenderse todavía de que los profesores tengan, además, que pagar sus facturas), y amantes del arte y la literatura que dedican tiempo y esfuerzo a escribir libros que luego nadie leerá. Gente como esa me deja, lo confieso, verdaderamente estupefacto, y me pone a recordar los días de mi infancia en los que nunca podía tener en mis manos un radio de transistores sin que me pasara por la cabeza la idea de querer desarmarlo para ver cómo algo tan pequeño podía hablar y cantar tan bien.
Conste que no pretendo hacer aquí un elogio de la autarquía. Lo que no puedo aceptar es permanecer cruzado de brazos mientras veo pasar los últimos años útiles de una vida que bien pudo haber servido para otra cosa. Considero, eso sí, que no es lo mismo ser un sueco que hacerse el sueco, así como tampoco es lo mismo ser un diputado que hacerse el diputado, ni ser un escritor o un profesor que hacerse el escritor o el profesor. De ninguna manera se puede aceptar como buena y válida la confusión entre ambos, aunque el imitador cobre lo mismo o más que el original. O si no, trate de ir usted a que le cure una bronquitis alguien que finge ser un médico, y después hablamos. Claro está, en este punto, importa muy poco que ambos, el usurpador y el original pretendan “amar” por igual el oficio en cuestión: es por sus hechos (o sus obras) por lo que cada uno de nosotros debería poder seguir distinguiendo al profesional del simple amateur.
¿Tengo que precisar que, donde más arriba me refería a los amantes del arte y la literatura hablaba exactamente de eso: de los amateurs? Podría objetarse, ciertamente, que es precisamente a esa condición a lo que todos nosotros, sin excepción, nos hemos visto reducidos en esta época ingrata, incluso los que tenemos dos, tres e incluso cuatro grados universitarios en áreas de Humanidades.  Si me equivoco, que levanten la mano los literatos dominicanos: poetas, cuentistas, novelistas o dramaturgos —incluyendo entre ellos a los más premiados— que estén en capacidad de demostrarse a sí mismos que no son simples amateurs de un oficio del que nunca han podido vivir como auténticos profesionales. Sí, porque, por lo menos en mi época, lo normativo era oponer los amateurs a los profesionales, y cualquier otra cosa era simple chulería.
Es cierto, sin embargo, que la culpa no es del tiempo sino… de otra cosa. Recientemente me he encontrado sumamente simpático el comentario en las redes de un profesor dominicano de filosofía —que, por lo visto, todavía no se ha enterado de que, por lo menos en América latina, la filosofía no es una verdadera “profesión”, como tampoco lo es la literatura— quien hablaba inter pares sobre algo que interesaba a «nosotros (sic) los profesionales de la filosofía». Lo que sí vale la pena decir sin tener que peinarse la lengua no es que los filósofos son “más decentes” que los literatos, sino que solo alguien revestido con esa osadía propia de los locos intentaría “opinar” de filosofía sin haber estudiado, mientras que abundan, por el contrario, los opinantes literarios que parecen tomarse más en serio sus logomaquias peripatéticas que la inmensa mayoría de los literatos universitarios.
Cierto, la estrecha alianza entre el lumpenaje y la poesía —cuya última fecha de nacimiento conocida data de la famosa “Comuna de París”— hizo posible que prácticamente cualquiera se sintiera con derecho a reclamar un puesto en la “República de las Letras”, sin ni siquiera haber leído los libros que todo el mundo debería leer antes de comenzar a escribir. A ello contribuyó el Surrealismo y su maquinaria de propaganda replicada por las bocinas del anarco-trotskysmo, la cual aseguraba que la poesía estaba «al alcance de todos los inconscientes». Claro, los surrealistas estaban en campaña porque habían comprendido que, en el período de entre-deux-guerres, había demasiados bobos que engañar. Fueron ellos, de hecho, quienes le sacaron la última gota al Romanticismo agonizante: no en balde, sus descubrimientos y técnicas fueron recuperados, no por las escuelas y academias, sino por la publicidad, la verdadera garganta profunda de las sociedades occidentales.
No obstante esto, es fuerza reconocer que, ni en Europa ni en los Estados Unidos de América —a pesar del poderoso empuje del empirismo protestante que allí predomina—, la democratización de la producción literaria ha conducido nunca a la obliteración de la formación académica. En Francia, por ejemplo, aquello que decía Jean-Paul Sartre en 1947 acerca de los escritores franceses sigue siendo más o menos cierto en 2017: «[…] en Francia, donde el bachillerato es un diploma de burguesía, no se admite que alguien piense en escribir sin ser por lo menos bachiller» (Sartre, J.-P.: 1947, p. 206). Claro, el nuevo fenómeno de esta época neoliberal es que el campo literario se ha visto enturbiado por una apertura mercadológica sin precedentes que ha llenado de ranas la pecera. ¿Nostalgia de un mundo perimido? ¿Ganas de hacer la literatura great again, o simple vocación para llamar pan al pan, y estraperlo al estraperlo? Personalmente, yo me inclino por esto último.
Resulta simultáneamente curioso y revelador, en efecto, que en la República Dominicana —el lugar por donde la cultura europea entró al resto de América—, la  confusión entre el amateurismo y la profesionalidad haya permeado tan profundamente a todo el campo literario. Cualquiera diría, en efecto, que aquí nadie estudió nunca literatura de verdad, y que tampoco hay nadie aquí con capacidad para demostrarles a unas autoridades que cada día se entrecomillan más a sí mismas que sus cacareados “planes decenales de educación”, sus “currículos” y la inmensa mayoría de las ejecutorias que se vienen aplicando en el campo educativo dominicano desde 1995 hasta la fecha no solamente han resultado más dañinas para todo lo que se refiere a la configuración de nuestro campo literario, sino que han aumentado hasta niveles vergonzosos la brecha entre la educación pública y la privada.
Dicho así, parecería que se trata de uno de esos conflictos entre el “bien” y el “mal” como los que tanto les gusta a los estudios de Hollywood. Pero no. Aquí también tenemos universidades auto entrecomilladas. Como soy egresado de dos de ellas y he trabajado como profesor “a destajo” en por lo menos otras tres, podría usarlas como ejemplo de eso a lo que me gustaría llamar las causas locales de nuestra propia versión dominicana de la decadencia de las Humanidades, al margen del fenómeno de la globalización y de la imposición del paradigma neoliberal en los distintos contextos socioculturales. Evidentemente, no está entre mis objetivos hacer aquí semejante cosa, y no solo porque, como dice el refrán “quien levanta su falda enseña su nalga” —a pesar de que, por ahora, todavía prefiero usar pantalones—, sino sobre todo porque, en 1996, el país cayó bajo el modelo neoliberal, lo cual implicó el desmontaje acelerado (como si fuera a acabarse el rollo de una vieja película) de toda la tradición sociocultural dominicana y la puesta en marcha de otra cosa que todavía, veintidós años después, no se sabe bien qué es.
Lo que sí se sabe, no obstante, es que, en el curso de la más grande operación de suplantación efectiva que nuestra sociedad ha conocido desde la dictadura trujillista, hemos visto a tantos personajillos escalar puestos y subir escaños que, con solo mencionar dos o tres nombres, bastaría para que se me acusara públicamente de “resentimiento” —sin que a nadie le importe que este sea, precisamente, el mismo viejo “insulto” que se inventó la burguesía francesa, cuya mentalidad Balzac describió a la perfección en novelas como Papa Goriot y Las ilusiones perdidas, y sin que a nadie le importe tampoco que no vivamos en una novela de Balzac, sino en una sociedad que hasta mediados de 1980 era apenas una aldea donde todo el mundo se conocía.
Parecería, en efecto, que quienes últimamente acusan de “resentidos” a los que protestan por la corrupción que impera en nuestro país nunca han leído a Balzac. A pesar de que se llenan la boca (y los bolsillos) proclamando a los cuatro vientos su “amor” por el arte y la literatura.
Con lo que sí es seguro que todos ellos cuentan es con que, cuando una persona sensata abre los ojos para descubrir que hay tantas cosas por hacer en el país donde viven, de lo último que esa persona tiene ganas es de ponerse a criticar por aquí y por allá como un descosido. Por eso precisamente es que los usurpadores han podido treparse tan rápidamente a la mata de la importancia, porque hasta ahora han vivido convencidos de que la mayoría de las personas decentes de esta sociedad están sumamente hipotecadas o piensan que quienes critican al gobierno no son como ellos, es decir, no son “personas decentes”. Saben que, en cualquier barrio o sector dominicano por donde se mire, siempre serán tan solo dos o tres gatos quienes quieran ensuciarse las manos tapando un simple hoyo en el pavimento, pues el resto de las personas está esperando que otros vayan a resolverles sus problemas, como aquellos profesores que otorgan notas excelentes a sus alumnos, a sabiendas que no las merecen, basándose en el criterio de que “la vida se encargará de quemarlos”.
Es así como nos hemos pasado los últimos veinticinco años esperando que “el que venga atrás arree”. Poco a poco hemos venido viendo nacer, en el curso de este último cuarto de siglo, una distinción inédita entre los corruptos profesionales (quienes están en el poder) y los corruptos amateurs (todos nosotros). Los primeros, es decir, los profesionales, son aquellos que se las agencian para procurarse capital económico y simbólico a su paso por cualquiera de las fuentes (públicas o privadas) de poder. Los segundos (los amateurs) son aquellos que se resignan a vivir aceptando como buenos y válidos todos los hechos de los primeros, y que cada día prefieren amputarse aún más su derecho a exigir un tratamiento justo de parte de quienes les gobiernan.
Para que la resultante de esta oposición continúe siendo nula, resulta indispensable mantener al pueblo alejado de toda forma de instrucción literaria auténtica, mientras se lo engatusa con toda suerte de diplomitas, premios, ferias y otros reconocimientos que apuntalen el sentido “espectacular” de la cultura. ¿No es paradójico, en efecto, que el Ministerio de Cultura se encargue de impartir “talleres literarios” teniendo incluso a su cargo una “Dirección General” para esos fines, mientras el Ministerio de Educación se despacha unos currículos de educación primaria y secundaria en los que la literatura ha perdido toda su extensión gnoseológica y se propone, entre otras cosas, que un “madrigal” tiene el mismo estatuto textual que un anuncio publicitario? Nadie debería soprenderse, puesto que el mismo ministro de cultura, Sr. Pedro Vergés, es filólogo —y de los buenos, según me han dicho—, mientras que el ministro de educación es arquitecto. ¿Consideras, Sancho, que mi amigo Ramón podría desenredarme este entuerto? 
La situación es la siguiente: en nuestro país, el currículum es un documento llamado a regir con valor de ley a todo el universo educativo dominicano, y no solamente al sector público. No obstante, aunque dicha ley curricular se cumple de manera irrestricta en la casi totalidad de las escuelas públicas dominicanas, son muy pocas las del sector privado que se ajustan a sus criterios. De ese modo, cuando se somete a los centros educativos dominicanos a las pruebas estandarizadas extranjeras, nadie se sorprende de que la mayoría de los centros que las aprueban sean del sector privado. Hasta ahora, el sistema educativo dominicano ha venido operando dentro de este esquema, no obstante, como se puede comprender, semejante asimetría entre la educación pública y la privada es el caldo de cultivo donde se cocina una cuantiosa fractura social para un futuro no muy lejano.
No obstante, ¿saben qué pasaría si de repente un día, como decía Pavese, las “personas decentes” de nuestra sociedad comenzaran a pensar en voz alta? En primer lugar, contemplaríamos el súbito eclipse de un millón de soles de pacotilla que solo alumbran porque están conectados directamente a cualquiera de nuestras plantas generadoras (he ahí una de las razones imaginarias de nuestros interminables apagones); en segundo lugar, nos regalaríamos con el enmudecimiento súbito de la cáfila entera de “opinantes” y demás papanatas empoderados a los que, para nuestra suerte, nadie ya les hace caso pero igual continúan cobrando; y en tercer lugar, todos nosotros volveríamos a escuchar con placer la radio de nuestro país sin temor de quedar electrocutados con el sermón de tal o cual “ministro sin parroquia” (¿es casual esta isotopía léxica entre políticos y religiosos?) o con la interminable cháchara de quienes parecen ejercer el oficio de “voceros voluntarios” de la oficialía de turno.
He expuesto todo lo anterior a sabiendas de que nadie está obligado a lo imposible, que no por mucho madrugar amanece más temprano, que no hay mal que por bien no venga y cualquier otra de esas burradas con las que habitualmente se cierran todas las discusiones entre nosotros. Una situación como la que aquí describo resulta insoluble en el sentido común. Tampoco es de las que admiten una solución “a la carta”, sino de las que exigen, por el contrario la participación polémica y polemológica de todos los sectores, para así evitar que al final termine imponiéndose alguna solución “prefabricada” por alguno de los sectores participantes.
Y es por esto por lo que, a mi edad, solo creo en la gente que hace lo que hay que hacer, aunque no le convenga o aunque le cause más penas que gloria. Me atrevo a esperar, eso sí, que estas líneas sean leídas por todos, y no solo por quienes estén de acuerdo conmigo, pues desde más de un punto de vista, este es uno de los temas sobre los cuales más me gustaría estar equivocado.

Manuel García Cartagena, 2017


Notas.

SARTRE, Jean-Paul: "Situation de l'écrivain en 1947", en Qu'est-ce que la littérature. París. Idées/Gallimard. 1948.

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