lunes, 28 de septiembre de 2015

Qué malos que son los buenos, y qué buenos que son los malos...



A Rubén Lamarche


Baudelaire decía que Dios libra a aquellos a quienes ama de los "libros malos". Dios no debe amarme mucho, pues, a pesar de haber publicado en los 80 un librito titulado precisamente Poemas malos, no me libró de tener que vivir, treinta años después, en esta época de rebuznos en la que todos tenemos que aplaudir a los malos para que después no se diga que los malos somos nosotros. Claro está, la "maldad" a la que me refería en aquellos poemas míos de los 80 no era la misma que exhibe la inmadurez psicosexual de muchos poetas, quienes viven acusándose los unos a los otros de ser poetas "malos" (maldad estética), sino a la maldad ética-moral-religiosa, es decir, esa a la que se alude en el texto que se puede leer en Babelia y que postea el buen amigo Rubén Lamarche

Primero Paul Verlaine, después Georges Bataille y más tarde Pierre Seghers —para no hablar del marqués de Sade o de Isidore Ducasse—, son muchos los literatos que han intentado asociar ese segundo tipo de maldad a la "naturaleza maldita" de algunos seres humanos. Pero este "malditismo" nunca ha sido reconocible sino a través de ciertas figuras culturales convertidas en sus "síntomas" estereotipados: el poeta maldito es o un mago, o una bruja, o un adorador de Satanás, o un consumidor de narcóticos, o un alcohólico público, o un degenerado sexual etc. Y es que hay cierta atracción fatal por lo malo y por los malos que, en cada época, parece haber obnubilado a las masas. El héroe bueno, pacifista y pasivo siempre ha parecido menos "heroico" que el héroe vengador, violento y aguerrido. De los buenos casi nadie sabe casi nunca casi nada. De los malos, por el contrario, todos hacemos hasta lo imposible por conocer el pedigrí completo en todas y cada una de sus versiones.

Cierta mentecatería al uso de una parte considerable de la pequeña burguesía urbana contemporánea —esa que llena siete toneladas de iglesias de seis a nueve todos los días— no vacila incluso en "chopificar" a todo aquel que parezca hacer lo mismo que sus papás o sus hermanos y hermanas mayores, pero sin tapujos y sin ningún tipo de caché (siendo tal vez esto último lo más imperdonable de todo lo "malo"). Y es que los malos tienen también sus clases y tipos, como cualquier otra categoría social. Hay malos que son más malos si son pobres y feos que otros que son igual de malos, pero más agraciados por la naturaleza. Eso explicaría el auge de las cirugías estéticas, entre otros emblanquecimientos, levantamientos de busto o furtivas recapilarizaciones de ciertas calvas protervas...

El útil platonismo que consiste en confundir a todo lo "bello" con lo bueno no es más útil que el platanismo que consiste en confundir lo "feo" con lo malo. Lo mismo que los políticos, escritores y artistas no escapan de esta categorización. Pero que nadie se llame a engaño: semejante "platanismo" no es un invento dominicano, como lo demuestran las estadísticas de la discriminación laboral por razones estéticas en Europa. La sociedad vrtual en formato ultra HD todavía está en pañales y ya comienza a contaminar nuestras mentes.

El caso es que mi librito publicado hace 31 años dejó huellas profundas en mi imagen como escritor, pero principalmente entre gente que nunca han leído —y que, muy probablemente, nunca leerán— aquel dichoso librito. Nadie quiere leer poemas "malos", sobre todo si su propio autor los considera "malos", y mucho menos si, quienes afirman haberlos leído, aseguran que son verdaderamente "malos".

Y ciertamente, aquellos poemas míos son malos de maldad, como aquel titulado música que arranca diciendo:
«Ya tengo elegido el rincón en donde me hundiré   
a contemplar mi crimen: 
voy a matar tres madres cada noche, 
primero voy a seducirlas 
con mi canto más triste, primero 
voy a huir con ellas y sus palabras despeinadas, 
primero voy a desestamparles a besos los ojos,  
luego,si hay luego, 
si tengo... 
robaré las almendras donde duermen sus hijas, 
y sepultaré sus labios cantándoles dulcemente:  
oh poesía, déjate ser, prostiputa, 
déjate cargar y coger, déjate sembrar.  
Cada noche tres veces desencaracolaré mi prepucio: 
tres madres ajenas... 


Oh trepanación irrealizable, 
eres demasiado niña para poder amarme. 
Deberías ser madre y luego brindarme 
la sábana de tus muslos desnudos para cubrirme.  
Oh diosa falsa, inexistente y cruel, 
terror de lo que duda, préñate a ti misma, 
métete un espejo de espermas en tu vagina, 
dibújate un hijo con tu lápiz labial, 
haz lo que quieras, pero hazte madre 
para poder matarte tres veces cada noche, 
cuando un perro negro aúlle 
convidando al levante».
Solo un poeta verdaderamente malo podía escribir tan mal unos poemas cuyos temas eran el suicidio, la heroinomanía, el incesto, la lujuria, entre otras lindezas, y para colmo, publicarlos el mismo año en que el país estrenaba su "poeta nacional", nada menos que mi querido profesor de Estética de la UASD, el poeta Pedro Mir. Pero a pesar de toda la maldad que rezumaban aquellos poemastros, probablemente serán muy pocos los textos que pueda escribir en lo que me resta de vida que puedan acercarse en intensidad a la fuerza expresiva que logré acantonar en aquellas escasas cuartillas. 

Alguna vez comparé el hecho de vivir al de deslizarse completamente desnudo por un tobogán enteramente forrado con papel de lija. Si me perdonan este pésimo símil —lejanamente inspirado, dicho sea de paso, en el tango Cuesta abajo de Gardel—, creo que se comprenderá mejor por qué, aunque he seguido escribiendo artefactos en formato versificado, he intentado por todos los medios desligarme de la acusación de poeta con la que, cada tanto, algunos amigos pretenden obsequiarme. Poeta fui —si es que alguna vez lo fui— en el curso de aquellos años 80. Pero ese poeta murió en 1989. Muerto el poeta, de aquel "poeta malo" que una vez fui sólo queda el malo, como póstumo administrador o triste albacea del autor de este poema con el que se cerraba la primera edición de mis Poemas malos:


El nacimiento de un círculo  
Yo que hice profesión de golpes 
no supe nunca doblar un lamento: 
tenía urgencias criminales cada noche.  
Entre latas y garfios, 
odiando la piedad, 
me arrastraba, 
volviendo rojos a todos los cuerpos 
que escondieran su sangre.


El pez del odio reía en mí 
bajo sus barbas de sabio.  
No llegaba hora vestida 
a la que no odiara con venenos.  
Todo fue llenar de culpas lo que nadie tenía.  
Malo fui en la vida, 
poema en la muerte.
(c) g.c. manuel / Manuel García Cartagena, 2015 




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