Nunca me ha gustado dedicar mi tiempo a alimentar polémicas en
busca de “figureo”. Trato de vivir, como se dice, “en bajo perfil”, pues
considero sospechosa, como Ambrose Bierce, toda forma de popularidad, y más en
esta época. No critico a quienes se dejen “envenenar” por los “likes” de las
redes sociales, pero eso no es lo mío: sencillamente, yo no vivo por ahí.
Hoy, sin embargo, es domingo, y aunque tengo que terminar un
trabajo que comencé ayer, saco unos minutos para continuar “aclarando” cosas relacionadas
con unas palabras mías que escribí en torno a un comentario que colocó Fernando
Berroa en su muro de Facebook el cual, por lo visto, ha motivado una serie de reacciones
de muy diversos órdenes.
Lo primero es que no distingo entre escritores “jóvenes” o
“consagrados”. Cuando yo comencé a escribir, por ejemplo, los “jóvenes poetas”
dominicanos pasaban de los 40 años, y muchos de ellos se dedicaban a intentar
opacar la obra de mis compañeros de generación quienes, pura y simplemente, no
existíamos para ellos, a tal punto que mi amigo Andrés L. Mateo empleó aquella
fórmula de los “puñitos rosados” para referirse a nosotros en el prólogo de uno
de sus libros, muy probablemente porque, como en mi caso ahora, jamás pensó que
sería leído por aquellos que entonces éramos los “jóvenes”, es decir, los
integrantes de la generación de los 80.
Como se sabe, entre todos hemos terminado componiendo una
sociedad iletrada en la que cada vez se lee menos, a tal punto que hay “críticos”
que se dan el lujo de comentar libros y autores que no han leído, y hasta son
aplaudidos y defendidos por personas que tampoco han leído lo que ellos han
escrito. Lo que hay que saber es que ese fenómeno no es un producto de la época
actual, sino que, hasta donde yo recuerde, siempre fue así. Es famosa, por ejemplo, la frase del poeta Héctor
Incháustegui Cabral, quien afirmaba que en este país “ni la censura lee”,
refiriéndose a la situación de la lectura durante la era de Trujillo. Cambian
las caras de los actores, pero la pieza sigue siendo más o menos la misma.
Vivo más que consciente del hecho de que la ley natural
(biológica) nos empuja a unos hacia abajo y a otros hacia arriba. Pero por más
que haya envejecido desde los 80 a esta parte, todavía no he olvidado aquella
época en que mi generación cantaba “Time
is on my side”, de los Rolling Stones
casi en son de guerra contra los numerosos “viejos” que pretendían opacarnos. Cada
generación cree que su deber es “cambiar la vida y reinventar el mundo”, como
decía Rimbaud, y hasta parece normal que así sea. Y como sucede siempre, en
cada generación hay personas que comprenden que la mejor manera de “cambiar el
mundo” consiste en asociarse con aquellos que hacen las mismas cosas que se
quieren cambiar, precisamente para hacer “más
de lo mismo”. Esto no debe sorprender a nadie, ya que, de todas las formas
de la inteligencia, la creatividad ha sido siempre la menos “democrática”, y también
la que implica mayores riesgos.
No obstante, tan absurdo y cavernario es pretender opacar a
los jóvenes y obligarlos a esperar que “les llegue su turno”, como le oí decir
en una ocasión a cierto personaje de nuestras letras, como pretender que la
juventud es una especie de “passe-partout”
que impone un “tratamiento especial” para los jóvenes. “No se debe ver la vida como uno es”, decía el poeta Paul Éluard:
cuando se es joven, se suele cometer el error de creer que los demás nos
consideran “menos” o “más” en función de la cantidad de años que hayamos
acumulado. La única verdad en ese sentido es que a casi nadie le importará
nunca cuántos años tú tienes, sino lo que hayas hecho durante ese tiempo.
Y esto último fue lo que vi en la novela de Fernando Berroa
titulada El turno de los malos. Esta
novela me sorprendió y me llenó de esperanza. Se trata de un texto que funciona
como un verdadero manifiesto
generacional: está escrita a la manera de los códices medievales, a partir de claves
que disimulan la identidad de una gran cantidad de miembros de nuestra escena
cultural dominicana. De este modo, Berroa le
devuelve a nuestra sociedad, precisamente como lo haría un espejo, la
imagen de lo único que como sociedad hemos podido construir como sentido de la vida
cultural: el espectáculo de un inmenso
chisme colectivo que lo fagocita
todo únicamente para tergiversarlo.
En esas condiciones, es natural que la crítica (y no solo la literaria)
que se produce actualmente en la República Dominicana funcione también como una
manifestación del chisme. Lo que debemos comprender es que nuestra sociedad
apenas comienza a estrenarse en los caminos de la democracia, y que, apenas en
1965, nuestro país libró una guerra para defender un orden constitucional que
entonces era apenas un ideal, y que, solo una década después, quedaría confundido
lapidariamente con un “pedazo de papel” en un famoso discurso de Joaquín
Balaguer. La crítica literaria es una institución, pero lo que hay que saber es
que en ningun país del mundo las instituciones se copian, ni se imponen, ni se
improvisan, sino que se hacen “a partir de lo que hay”, como decía Cornelius
Castoriadis. Por esa razón, pedirle a nuestra sociedad que sea capaz de tener
una crítica literaria distinta a la que su mismo ordenamiento sociocultural la ha
empujado espontáneamente a producir es, sencillamente, pedirle demasiado.
A vivir se aprende viviendo, como se aprende a nadar nadando. Quienes
viven como víctimas de sus propias vidas, probablemente han sido víctimas,
voluntarias o no, en algún momento, pues lo que todos debemos saber es que, a
veces, hasta los paranoicos tienen razones valederas para ser paranoicos. Es
por eso que no hay y nunca habrá “una” sola manera de vivir “bien”. La buena
vida se hace de la misma manera que se hace un buen sancocho: con buenos
ingredientes.
Manuel García-Cartagena
21 de agosto de 2016
No hay comentarios.:
Publicar un comentario