domingo, 21 de agosto de 2016

Sobre El turno de los malos


Nunca me ha gustado dedicar mi tiempo a alimentar polémicas en busca de “figureo”. Trato de vivir, como se dice, “en bajo perfil”, pues considero sospechosa, como Ambrose Bierce, toda forma de popularidad, y más en esta época. No critico a quienes se dejen “envenenar” por los “likes” de las redes sociales, pero eso no es lo mío: sencillamente, yo no vivo por ahí.
Hoy, sin embargo, es domingo, y aunque tengo que terminar un trabajo que comencé ayer, saco unos minutos para continuar “aclarando” cosas relacionadas con unas palabras mías que escribí en torno a un comentario que colocó Fernando Berroa en su muro de Facebook el cual, por lo visto, ha motivado una serie de reacciones de muy diversos órdenes.
Lo primero es que no distingo entre escritores “jóvenes” o “consagrados”. Cuando yo comencé a escribir, por ejemplo, los “jóvenes poetas” dominicanos pasaban de los 40 años, y muchos de ellos se dedicaban a intentar opacar la obra de mis compañeros de generación quienes, pura y simplemente, no existíamos para ellos, a tal punto que mi amigo Andrés L. Mateo empleó aquella fórmula de los “puñitos rosados” para referirse a nosotros en el prólogo de uno de sus libros, muy probablemente porque, como en mi caso ahora, jamás pensó que sería leído por aquellos que entonces éramos los “jóvenes”, es decir, los integrantes de la generación de los 80.
Como se sabe, entre todos hemos terminado componiendo una sociedad iletrada en la que cada vez se lee menos, a tal punto que hay “críticos” que se dan el lujo de comentar libros y autores que no han leído, y hasta son aplaudidos y defendidos por personas que tampoco han leído lo que ellos han escrito. Lo que hay que saber es que ese fenómeno no es un producto de la época actual, sino que, hasta donde yo recuerde, siempre fue así.  Es famosa, por ejemplo, la frase del poeta Héctor Incháustegui Cabral, quien afirmaba que en este país “ni la censura lee”, refiriéndose a la situación de la lectura durante la era de Trujillo. Cambian las caras de los actores, pero la pieza sigue siendo más o menos la misma.
Vivo más que consciente del hecho de que la ley natural (biológica) nos empuja a unos hacia abajo y a otros hacia arriba. Pero por más que haya envejecido desde los 80 a esta parte, todavía no he olvidado aquella época en que mi generación cantaba “Time is on my side”, de los Rolling Stones casi en son de guerra contra los numerosos “viejos” que pretendían opacarnos. Cada generación cree que su deber es “cambiar la vida y reinventar el mundo”, como decía Rimbaud, y hasta parece normal que así sea. Y como sucede siempre, en cada generación hay personas que comprenden que la mejor manera de “cambiar el mundo” consiste en asociarse con aquellos que hacen las mismas cosas que se quieren cambiar, precisamente para hacer “más de lo mismo”. Esto no debe sorprender a nadie, ya que, de todas las formas de la inteligencia, la creatividad ha sido siempre la menos “democrática”, y también la que implica mayores riesgos.
No obstante, tan absurdo y cavernario es pretender opacar a los jóvenes y obligarlos a esperar que “les llegue su turno”, como le oí decir en una ocasión a cierto personaje de nuestras letras, como pretender que la juventud es una especie de “passe-partout” que impone un “tratamiento especial” para los jóvenes. “No se debe ver la vida como uno es”, decía el poeta Paul Éluard: cuando se es joven, se suele cometer el error de creer que los demás nos consideran “menos” o “más” en función de la cantidad de años que hayamos acumulado. La única verdad en ese sentido es que a casi nadie le importará nunca cuántos años tú tienes, sino lo que hayas hecho durante ese tiempo.
Y esto último fue lo que vi en la novela de Fernando Berroa titulada El turno de los malos. Esta novela me sorprendió y me llenó de esperanza. Se trata de un texto que funciona como un verdadero manifiesto generacional: está escrita a la manera de los códices medievales, a partir de claves que disimulan la identidad de una gran cantidad de miembros de nuestra escena cultural dominicana. De este modo, Berroa le devuelve a nuestra sociedad, precisamente como lo haría un espejo, la imagen de lo único que como sociedad hemos podido construir como sentido de la vida cultural: el espectáculo de un inmenso chisme colectivo que lo fagocita todo únicamente para tergiversarlo.
En esas condiciones, es natural que la crítica (y no solo la literaria) que se produce actualmente en la República Dominicana funcione también como una manifestación del chisme. Lo que debemos comprender es que nuestra sociedad apenas comienza a estrenarse en los caminos de la democracia, y que, apenas en 1965, nuestro país libró una guerra para defender un orden constitucional que entonces era apenas un ideal, y que, solo una década después, quedaría confundido lapidariamente con un “pedazo de papel” en un famoso discurso de Joaquín Balaguer. La crítica literaria es una institución, pero lo que hay que saber es que en ningun país del mundo las instituciones se copian, ni se imponen, ni se improvisan, sino que se hacen “a partir de lo que hay”, como decía Cornelius Castoriadis. Por esa razón, pedirle a nuestra sociedad que sea capaz de tener una crítica literaria distinta a la que su mismo ordenamiento sociocultural la ha empujado espontáneamente a producir es, sencillamente, pedirle demasiado.

A vivir se aprende viviendo, como se aprende a nadar nadando. Quienes viven como víctimas de sus propias vidas, probablemente han sido víctimas, voluntarias o no, en algún momento, pues lo que todos debemos saber es que, a veces, hasta los paranoicos tienen razones valederas para ser paranoicos. Es por eso que no hay y nunca habrá “una” sola manera de vivir “bien”. La buena vida se hace de la misma manera que se hace un buen sancocho: con buenos ingredientes.

Manuel García-Cartagena
21 de agosto de 2016

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