Quisiera referirme brevemente a algunos conceptos externados
recientemente por el Dr. Odalís Pérez en su ensayo titulado «La condición de la
palabra política en la República Dominicana», en el que se refiere al
premio recientemente otorgado por la Academia Dominicana de la Lengua al
jurista y político dominicano Marino Vinicio Castillo, presidente del partido
de ultraderecha Fuerza Nacional Progresista.
En vista de que el texto del Dr. Pérez (disponible aquí)
ha tenido una amplia repercusión en las redes sociales, sería válido esperar,
si se comprende la altísima postura ética que asume aquí el Dr. Pérez, que la
suya no se convierta en otra “voz que clama en el desierto”, como ha sido la tendencia hasta
ahora cada vez que se han suscitado en el pasado casos como este, y que se
evite caer en el error de dar crédito a cualquier intento de confundir sus
motivos con una simple diatriba politiquera en tiempos de campaña.
Dice el dicho japonés que lo peor viene después de lo peor.
Cabe preguntarse, sin embargo, qué puede ser peor para una sociedad que la más
total confusión de sus valores simbólicos. Definitivamente, si antes estábamos
crudos, ahora estamos podridos. Ah, pero eso sí, ahora cada quien quiere tener
su propio pedacito de algún pergamino académico que certifique su podredumbre...
Hace décadas que nuestra sociedad venía tocando fondo en numerosos aspectos pero,
por lo menos en lo que concierne a los fundamentos éticos de nuestra
configuración sociocultural, desde más de un punto de vista estamos peor que
nunca.
Tantas veces ha ido el cántaro a la fuente que al final ha terminado
por romperse. Todos hemos sido testigos de la manera en que aquella vieja
pileta con cuyas aguas antaño se ungían los pocos pero meritísimos sabios que
andaban entre nosotros, la misma que otrora dispensaba casi con tacañería las
escasísimas gotas de sus aguas consagradoras, ha venido a convertirse en poco
menos que una batea de lavar la ropa sucia donde cualquiera mete la mano y la
saca más sucia de lo que estaba. Las etapas del deterioro han sido las
siguientes: primero el elitismo, luego la cualquierización, y finalmente el
oportunismo amparado en la más abyecta confusión.
En efecto, que el director de la Academia Dominicana de la Lengua,
Dr. Bruno Rosario Candelier, haciendo uso de sus fueros libérrimos, emplee la
expresión "prócer de la palabra" para designar por medio de esta al Dr. Castillo (casi por antonomasia,
de acuerdo con su valoración), no constituye per se ningún
problema. De hecho, en otras épocas afortunadamente obliteradas de nuestra
historia, la adjetivación heroica de burócratas y funcionarios acostumbró los
ojos y oídos de nuestra sociedad a consumir epítetos dedicados a otros tantos
personajes siniestros. Lo que todos deberíamos deplorar es que el Dr. Candelier
no haya agregado a su rosario de piropos destinados al Dr. Castillo otras
cuentas, como aquellas que aludían al no menos procérico "ínclito" o
"perínclito varón", por solo citar una. Después de todo, hasta no
hace mucho, el estilo, si es que la palabra alcanza para designar la cosa, era
el hombre.
Lo repito para mayor claridad: que el Dr. Bruno tenga a bien
considerar al Dr. Marino Vinicio un "prócer de la palabra" no tiene
ninguna importancia, pues no hay que buscar el Diccionario etimológico
de la lengua castellana de Joao Corominas para saber que el término
"prócer" no presenta algún "matiz oculto" que lo
convierta en algo que no sea un sinónimo de "ilustre". De hecho, don
Pablo, el barbero de las Mercedes donde me llevaba mi papá en mis años de
infancia, es para mí todo un "prócer de las tijeras"; Julito, el
dueño del colmado "Julito El Simpático", allá en la empedrada y
empinada calle Hostos de mi infancia, era un "prócer de la mortadela y el queso de freír",
etc. Precisamente por eso, considero que tendremos suerte el día que cada uno de
nosotros escoja el prócer de su preferencia y lo saque a pasear por las calles
de nuestras ciudades. A lo mejor así se nos termina de acabar ese ansia de pergaminos,
diplomas de reconocimiento, placas conmemorativas y premios. Sí:
eso, premios, porque esta palabra sí merece que nos detengamos un poco a
conocer su etimología:
«PREMIO, h. 1440. Tom. del
lat. praemium 'recompensa', propte. 'botín, despojo'. El latinismo
inglés premium (pronunciado prímium) ha dado prima 'pago
ventajoso', med. S. XIX, pasando por el fr. prime, 1669.
Deriv. Premiar, h. 1440, lat.
tardío praemiare».
Dudo mucho que a la mayoría de mis compatriotas contemporáneos les
importe saber que la etimología de la palabra "premio" la convierte
en sinónimo de "botín", o que la labor de las Academias de la Lengua
es la de "limpiar, pulir y dar esplendor" a nuestra bella lengua
castellana. Aun así, me gustaría mucho conocer las razones por las cuales
el premio otorgado al Dr. Castillo por esa cada vez más desprestigiada
institución parece haber suscitado tanta animadversión. En efecto,
mientras más lo pienso, menos me explico por qué ha causado tanta alharaca el
hecho de que la ADL le haya dado un premio al Dr. Castillo y que su Director,
el Dr. Rosario Candelier, lo haya justificado refiriéndose a él como un “prócer
de la palabra” y un “prócer de la República”. Acostumbrados como estábamos a la
cualquierización de los premios en nuestro país, casi no era necesario
justificar esa premiación. Y sin embargo, al intentar justificarla, el Dr.
Candelier reveló el verdadero fondo que motivó la selección del Dr. Castillo
como destinatario del premio de la academia para el año 2015.
Ya casi nos habíamos acostumbrado a contemplar en silencio y casi
con pena el ridículo de una institución llamada a ocupar la primera fila en
todos los órdenes de la valoración del hacer lingüístico en cualquier país de
habla castellana, pero que, en el nuestro, hace figura de antigualla
ineficiente, de impostado mamotreto de ridiculeces provincianas o de espuria y
aburrida mojiganga de falsas solemnidades, pues su función —totalmente ajena al
devenir de la vida lingüística y sociocultural dominicana contemporánea— se
limita a protagonizar algunos actos de puesta en circulación, casi siempre
revestidos con la misma sospechosa pompa de las funerarias.
A lo que no debemos acostumbrarnos, no obstante, es a otorgarle
vigencia o importancia a ese ridículo. Ya que ninguno de los miembros de esa
Academia considera necesario apoyar al Dr. Pérez en la defensa de unos valores
y una integridad de pensamiento que a todas luces parecen no comprender (antes,
al contrario, muchos se limitan comentar por lo bajo su desacuerdo con la
decisión del director de ese conglomerado, precipitándose de inmediato a
precisar que no intervendrán “para no contribuir con el escándalo”), es
necesario que comprendamos que ese silencio cómplice es la mejor explicación de
eso a lo que solo podemos llamar la “farsa académica” dominicana.
Desde su fundación en 1927 y su puesta en funcionamiento en 1932,
la aburrida comedia de la importancia académica se ha venido escribiendo con episodios de
esa misma ralea. Lo que pasa, no obstante, es que ya no hay manera de continuar
perpetuando el camelo: casi todas las togas tienen ya demasiadas troneras y
parecen coladores; la mayoría de las sotanas ya se han vuelto transparentes, y
exponen las vergüenzas de quienes insisten en querer seguir disfrazándose con
ellas; a fuerza de tanto verlos cambiarse las numerosas prendas de su
guardarropa, ya conocemos todas las chaquetas con las que aquellos que no son, como dice
el pueblo, “ni chicha, ni limonada” pretenden seguir disimulando sus dobleces. La farsa é finita, y sin embargo, los payasos todavía no se han percatado de ello.
No, señoras y señores aspirantes a dueños de la historia y de la
importancia en el plano de la cultura y la sociedad dominicanas: ya no es
posible continuar haciendo cualquier cosa sin esperar que no pase nada. A nadie
asustan ya sus viles ataques personales cada vez que se sienten agredidos. Por
favor, dejen de creer que los insultos constituyen todavía una forma de defensa:
acaben de crecer, abandonen sus numerosas imposturas y, si todavía aspiran a
obtener el apoyo de esa misma sociedad a la que no se han cansado de engañar, atrévanse
a ser ustedes mismos, de una buena vez.