viernes, 13 de febrero de 2009

¿Dando vueltas en círculo?


Otra vez me encuentro parado ante la misma encrucijada, y compruebo que he estado en este mismo sitio tantas veces en el pasado que ya no necesito mirar hacia atrás para saber que lo que me espera es igual a lo que ya antes he visto:

Las palabras se acometen, unas a otras; las miradas se congelan y se cubren de una pátina parecida a la del papel encerado; las voces suben y bajan alternativamente de tono; los gestos se crispan y, poco a poco, se va activando la colección completa de guiños y mímicas cinematográficas  por medio de las cuales siempre creemos decir más —cuando en realidad solo podemos decir menos— que lo que sería necesario que nos dijéramos para poder, llegado el caso, comunicarnos.

Como tantas otras veces, la lógica me obliga a pensar que nada prueba que esta vez todo será igual a las anteriores ocasiones, y continúo avanzando. 

A tientas, sigo moviéndome en un territorio ajeno. Sé bien que debo mirar bien dónde piso, puesto que el camino por el que marcho desaparece inmediatamente a mis espaldas a cada paso que doy. 

Mis pies son mis palabras, torpes, mal pensadas y peor dichas. Aquello que las mueve no es ni siquiera mi voz, ni mi intención, ni mi deseo, sino eso que surge del mismo hecho de encontrarme avanzando por un camino que apenas conozco, pero que sólo puede llamarse "Tú".

De vez en cuando tropiezo o me duele un callo. Entonces callo, y el camino se ausenta. Es decir, permanece en su sitio, pero, por alguna razón que no siempre conozco, me impide continuar avanzando. En esos momentos, la parte mala de mi imaginación se apodera de mis palabras, me tuerce uno que otro verbo, corrompe el sentido de mis más puros adjetivos, me desordena la alegría y me desubica el ánimo. Hasta que, de repente, todo vuelve a la normalidad: el camino se hace presente, y puedo proseguir mi viaje.

Por lo menos, así sucede hasta que, otra vez, me encuentro parado ante la misma encrucijada, y compruebo que he estado en este mismo sitio tantas veces en el pasado que ya no necesito mirar hacia atrás para saber que lo que me espera es igual a lo que ya antes he visto...

O casi.



jueves, 29 de enero de 2009

Noticias de un nadante


Solo de vez en cuando, me permito nadar en el mar de la nada. Por lo común, busco evitarlo, pues sé bien que, si nadas en la nada, te arriesgas a que no te ocurra definitivamente nada, y eso es igual que dejar de vivir, o casi.

El ejemplo ya es clásico: aquí en Santo Domingo, donde me hago creer que vivo desde hace algunos años, la nada ya nos ha dejado sin universidades, sin escuelas, sin servicios públicos, sin energía eléctrica, sin editoras, sin control de precios, sin protección y sin defensa ante los abusos que cada día cometemos contra nosotros mismos los nueve millones de habitantes (mal contados, como debe ser) desprovistos de cualquier asomo de amor propio que poblamos este pedazo de isla caribeña y que, a veces, nos resignamos a seguir llamándonos "dominicanos", aunque solo una ínfima porción de nuestra población llega a hacerse pagar debidamente por ello.

Esa nada que baja en forma de gas la Máximo Gómez, y que, cuando se mete por la Correa y Cidrón ya se ha convertido en un denso riachuelo de sudores corriendo por las cunetas de la Zona Universitaria, donde adquiere tonalidades parduscas o rojizas, según el día y la hora, antes de seguir su curso hasta la avenida Abraham Lincoln, de donde no tarda en dirigirse a Bella Vista por la avenida Rómulo Betancourt, o por la Sarasota hasta la Núñez de Cáceres, y que al llegar a Las Praderas ya tiene todos los rasgos característicos de los torrentes, aunque en el fondo sigue siendo la misma nada: vómito de incontables indefiniciones, inefable muermo de querer no ser eso que sigue siendo a pesar de tantas evasivas como cabezas alcance a perforar...

Sí: la nada nos horada las horas con su taladro de vacío. Por las tardes, cuando cae el sol de los muertos, se la puede ver tomando el fresco en cualquier banco del parque Colón, como si en verdad nadara, o mejor dicho: como si nada.

Y es que a nadie aquí le importa realmente nada que todo y nada sean entre nosotros la misma cosa. Es más, cada quien a su manera, trabaja con empeño, día a día, para igualarse a la nada, para agrandar a la nada uniéndose a ella, pues, en el fondo, cada uno de nosotros está íntimamente convencido de la validez de esa inmejorable lección de nihilismo que nos han legado como herencia nuestros quinientos años de vivir entre mentiras ajenas, y que solo entre los jóvenes de la última generación ha alcanzado su expresión más prístina: el "na é na", el "nada es nada" en el que se mueve cada uno de esos nadantes ocasionales que, como yo, ya han perdido hasta el deseo de creer que hay vida fuera de esta nada.

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...