domingo, 18 de diciembre de 2016

Hay hienas entre nosotros

Aprendí a reconocerlas viendo aquellos “cuadros de comedias” que pasaban por la televisión dominicana en los años setenta del siglo pasado. Posteriormente conocí a muchas recorriendo los pasillos de la UASD, al principio de los años ochenta, pero solo pude entender cómo funcionan leyendo y viendo algunas puestas en escena del teatro de Molière. Una buena manada de hienas es todo lo que necesita una sociedad para mantenerse constantemente apalastrada y zombificada entre el escarnio y el esperpento.
Supongo que abundarán aquellos que ni se dan por enterados de su cuantiosa existencia entre nosotros, o peor, aquellos que ni siquiera pueden “distinguir” entre un chiste y la burla vulgar, de estricta estirpe hienosa. Vaya pues, para ellos, este breve paréntesis teratológico, antes de continuar lo que aquí me he propuesto decir:
INICIO DEL PARÉNTESIS TERATOLÓGICO
Los hiénidos (Hyaenidae)
Las hienas pertenecen al grupo de los hiénidos. Se trata de seres bípedos que han perdido la risa, han perdido el color, y cuya mayor ambición era antes la de vivir en Gascue o en la Zona Colonial y hoy en cualquier torre de la Anacaona, Bella Vista o Piantini, cuando no en el extranjero. La misma evolución que les arrancó de cuajo la risa, a mediados de la década de 1970, les enseñó luego a burlarse para intentar sobrevivir. Y así viven, movidos por un programa de corrosión universal, aspirando a reemplazar la consciencia colectiva por su aburrida monserga de nostalgias recién fritas. Sus marcados hábitos gregarios obligan a referirse a ellos en plural, pues no suelen ir solos ni siquiera al baño. Entre la interminable serie de sus rasgos característicos, destaca, de manera particular, su incapacidad de comprender los contextos donde se manifiestan el Ser y el Hacer de los demás.
FIN DEL PARÉNTESIS TERATOLÓGICO
Hace falta de todo para hacer un mundo, dice el proverbio francés, pero en el caso de las hienas, como en el de los mosquitos y demás clases de vampiros, la incitación al crimen ecológico nunca será desproporcionada.
Una hiena nunca está sola: como los demonios, su otro nombre es Legión. Asimismo, las hienas se autosignifican mutuamente, como por reverberación espontánea. Pero cuidado si te interesa que una de ellas te signifique: jamás lograrás pasar por la terrible barrera cruzada de lenguas con forma de tenedor que las demás dejarán caer sobre ti. Una vez te veas bajo el influjo de las hienas, primero te voltearán el alma como un guante hasta exponer al sol hasta la última gota de tu estiércol espiritual. Luego echarán tu ectoplasma a la cuneta más cercana, le echarán cachú a tu chi, destaparán un chin tu yin y un chon tu yang, y cuando terminen de expoliarte, descubrirás que a ninguno de aquellos a quienes antes considerabas tus “amigos” le interesa saber nada de ti ni de lo tuyo. Y así, bagaceado, escupido y arrojado a la calle hasta que te pudras en vida más y mejor que después de muerto, solo escaparás de su condena pegándote como un chicle al zapato del primer o la primera viandante que te pise sin darse cuenta, quien te llevará lejos de su influjo a cualquier sitio sombrío donde, tras quitarse sus zapatos, te olvidará y volverá arrojarte en cualquier rincón de su closet.
Y cuidado si crees que evitando su compañía escaparás realmente a la maldición de las hienas: imagínalas sentadas en aquelarre, solaceándose a la luz de una farola, mientras escuchan a uno de los suyos leerles la nómina de todos aquellos a quienes aún no han jodido. Así, mientras tú duermes, alguien se está encargando de prepararte la sopa de churreta con que los demás te desayunarán, sin saberlo, con rápidos sorbos mientras la hora avanza. Y cuando escuches que, por la radio, alguien menciona tu nombre, cambia rápido de estación si no quieres enterarte de que alguien te está embarrando; cierra de paso todas tus cuentas de facebook, tweeter o instagram, pues sin saberlo has estado proporcionándoles a las hienas todos los datos con los que engordan sus legendarios expedientes en tu contra. Y que nunca se te ocurra tener la mala idea de intentar sobresalir ni un milímetro por encima de alguna de ellas si no estás preparado para recibir una larga y duradera dosis de su vómito. Claro, a ninguno de ellos parece importarles, pero hiena rima con mierda.
Y sí: las hienas no son humanas, porque ningún humano sería capaz de ser tan implacable. Como auténticos cobradores del diablo, únicamente se acercan a ti si creen que pueden sacarte alguna ventaja. Siéntete pelota de basquet en sus manos, si alguna vez te tocan. Olvida y tumba todas tus esperanzas, muchacho, muchacha, si alguna vez tus planes se cruzan con cualquiera de los suyos. Antes, mucho antes de que comiences a creer que algo parecido a lo que te interesa se te va a dar, hace rato que las hienas te habrán echado burundanga en el frío-frío, y todo se te volverá meo de gato, peo de perro o promesa de funcionario.
Las hienas se reproducen, es decir, no solamente “duran” sino que “perduran” multiplicándose, es decir, cambiando de caras y de gestos. Tan conscientes están de ser hienas, que ni siquiera la muerte de alguno de los suyos es capaz de sobrecogerlos, pues saben que un mismo impulso los mantiene unidos desde esta a cualquier otra orilla de la vida. Tan ensoberbecidos por su propia insignificancia anda esa camada que muchos de ellos se han creído el cuento de que son ellos quienes saben y escogen quiénes entrarán en la historia y quiénes se quedarán a limpiar y recoger los platos cuando la fiesta acabe. Por eso los vemos a todos “canonizarse canonizando” como el que se caga y no lo siente: se creen los inventores del mete-saca, y por eso actúan en cualquier escenario operando una práctica de inclusión-exclusión tan soez como ellos mismos.
Sin embargo, aunque, juntos o por separado, cada uno de ellos se cree por encima de los normales seres mortales, hay algo que los puede destruir para siempre, y es hora de decirlo, antes de que también estas letras caigan en su poder: eso a lo que me refiero es la verdad, pero no esa “verdad que os hará libres”, sino esa otra verdad que cae como una espada sobre el cuello de los opresores. Esa verdad es la consciencia de lo que son, en sus manifestaciones más características, las hienas. Esa consciencia de la que hablo es la que nos permite comprender que, si el valor de cualquier cosa es algo tan espurio que depende exclusivamente de la opinión de alguien (así sea una logia, una casta, un clan, una pandilla, una iglesia, un partido o un simple pelafustán con ínfulas de monosabio), entonces el verdadero problema está en la noción misma de valor. Solo si quitamos del medio la noción de valor podremos descubrir la verdadera cara que cada una de las hienas esconde debajo de sus múltiples máscaras.
Esas hienas que tan inteligentes se sienten cuando se burlan de todo son, en realidad, personas incapaces de soportar su propia mediocridad. Por eso necesitan apandillarse y empujarse mutuamente para aplastar y torpedear a todos aquellos que no pertenezcan a su grey. A fuerza de admirarlos, han aprendido  a comportarse como si fuesen políticos, y entre todos han logrado conformar una suerte de república paralela. Cada tanto, hacen que entre los suyos sea elegido un diputado, nombrado un embajador, un director de esto, una encargada de aquello. Luego, por medio de invitaciones y sinuosas promesas, se agencian las atenciones de algunos periodistas, de algunos artistas y de algunos escritores, inteligentemente escogidos entre las “jóvenes promesas”, pues todas las hienas nacen sabiendo identificar el talento ajeno. Comienza entonces la lenta pero consciente tarea de lavar, reducir, acomplejar o amoldar, compartimentar o cocinar aquellos cerebros que puedan servir para la causa de la especie. A todos los demás candidatos involuntarios a ser hienizados se les reservará la misma suerte que a los prisioneros de guerra en el antiguo Japón Imperial: se les someterá a toda clase de tratamientos de alteración de su identidad social hasta dejarlos parcial o totalmente convertidos en simples guiñapos morales, incapaces, incluso, de percatarse de que quienes los han jodido tan terriblemente durante toda su vida son los mismos a quienes ellos insisten en llamar “amigos”. Que se sepa de una vez por todas: es esta, precisamente, la más letal de todas las armas de las hienas: el ácido rumorífico, el cual, emulando la hiel o el veneno de ciertos ofidios, paraliza antes de matar, mata antes de destruir y destruye antes de borrar la memoria de las personas.
Los infelices seleccionados, por su parte, seguirán siendo “jóvenes” aunque se queden calvos y aunque tengan que recortarse o recogerse periódicamente las tetas para no pisárselas cuando caminan, solo que también seguirán siendo simples “promesas” eternamente incumplidas hasta que su promoción resulte conveniente para los fines de la especie. Solo entonces, como un zepelín que emerge de las nubes o un nautilus que resurge del agua bajo el mando de algún “comandante Nemo”, sus nombres aparecerán en el periódico después de esto o de aquello, presentados, eso sí, por algunas de las hienas oficiantes, hierofantes de esto o de aquello, quienes saludarán al ex joven, ahora sí, como a uno de los suyos, para que la fiesta continúe.

Y ahora que sabes todo esto acerca de las hienas, solo tienes una opción: anda y sal corriendo a buscar a las hienas que te queden más cerca. Atrévete a escoger sin esperar que ellas te escojan. Entrégales tu amistad y tu confianza, y aprenderás a burlarte de todo el mundo soportando primero que se burlen de ti, pues nada enseña mejor a pensar con la cabeza ajena que padecer con la cabeza propia aquello que uno se niega a pensar. Así, cuando las hienas sean tus pastores, nada te faltará. Te moverás pisando las cabezas de todos y saldrás en la mayoría de esas fotos que tanto crees admirar. Y sobre todo, podrás conocer el lujo de que te saluden por la calle personas a quienes ni siquiera conoces, pues, una vez hienizado, serás parte de la manada, y tuyo será el reino, el poder y la gloria… por lo menos hasta que las otras hienas quieran.
Manuel García-Cartagena
18 de diciembre de 2016

viernes, 14 de octubre de 2016

¿Con qué debemos comernos el Nobel de Dylan?

Las redes sociales de todo el mundo, por lo menos en los tres idiomas en que leo con mayor fluidez, se han saturado de “opiniones” a favor o en contra a partir del momento en que el mundo se enteró de la noticia de que la Academia Sueca le había otorgado el premio Nobel al gran Bob Dylan, con quien mi generación (nací en 1961) aprendió, entre otras cosas, a maldecir, a enamorarse, a rabiar contra los poderosos, a ver y creer en la lluvia como un acto revolucionario y, sobre todo, a saber que no existe ninguna diferencia entre un poeta y alguien que canta por las calles acompañado de una pandereta.
Todavía recuerdo los años en que, ilusionado por la idea de la literatura que consagraban los libros y repetían algunos profesores, también yo llegué a creer que existía algo así como una “gran” literatura que se oponía, evidentemente, a aquello que, a falta de otro nombre mejor, se designaba como “subliteratura”, y que trazando entre ambas una raya de Pizarro se arreglaba el problema. En efecto, de ahí a identificar aquella “subliteratura” con la noción anglosajona de “best-seller” solo había un paso que, en el peor de los casos, podría salvar el honor mancillado de quienes nunca fueran tocados por la “gracia” del gran público.
Y en efecto, hasta el famoso (y excelente) libro de David Viñas Piquer titulado El enigma best seller. Fenómenos extraños en el campo literario (2009), pocas personas se atrevieron a poner en relación el concepto de literatura con el de mercado. Lo cual no quiere decir que tal cosa no se sabía. Claro que se sabía. Desde los primeros trabajos sociológicos de Pierre Bourdieu se sabía. Desde que los estudios de Itamar Even Zohar sobre el sistema literario comenzaron a ser discutidos y entendidos, se sabía. Solo que nadie se atrevía a ponerle semejante cascabel a ese gato.
Y era normal que así fuera en aquella época en que todavía no se había producido el “tsunami” bibliográfico que terminó convenciendo a la mayoría de la gente de que exactamente cualquiera podía ser considerado un escritor, e incluso un “gran” escritor. Como un cáncer fuera de control, y contraviniendo los principios más elementales de la economía, el sector editorial no solo se las arregló para matar su propia versión de la gallina de los huevos de oro, sino que también las universidades apagaron sus calderas y dejaron que se les oxidara la bicicleta de pensar.
Es probable, en efecto, que quien haya logrado hacer que las editoriales se tragaran el cuento de que multiplicar geométricamente la oferta bibliográfica era la mejor vía de revertir el efecto de una demanda de libros cada vez más reducida ni siquiera se detuvo a reflexionar un momento sobre las desastrosas consecuencias que acarrearía sobre el campo literario una decisión como esa, la cual solo se podría comparar con eso a lo que llamo, con el debido respeto de la comunidad judía, el efecto anti-Hitler: multiplicar al infinito lo mismo que se desea aniquilar produce el mismo efecto que un exterminio masivo.
Y sí: la invasión de los “demasiados libros” (cf. Gabriel Zaid) no solo nos parece ahora una realidad inevitable, sino que, al parecer, nadie se atreve a establecer una relación entre este fenómeno y ese “fin de la literatura” que tantas veces se viene cacareando luego de la concesión del premio Nobel a Dylan aunque se trate, evidentemente, de uno de los peores peligros que amenazan actualmente al arte literario. Y claro, a ese respecto, nadie en las universidades ni en las academias ha dicho “esta boca es mía”. Unas universidades que, dicho sea de paso, todavía insisten en ocultar (como si no fuese un secreto a voces) que sus departamentos de Humanidades también se han sometido al pragmatismo neoliberal y, desde mediados de la década de los 90, imponen “reajustes” en toda Europa avalándose en ordenanzas ministeriales mandadas a hacer a la medida y alegando un “retraso” en materia de innovaciones tecnológicas para disimular el verdadero destino de los fondos internacionales y los numerosos recortes presupuestales que afectan cualquier investigación sobre temas puramente “literarios”, con el único propósito de escurrir mejor el bulto.
En los países latinoamericanos, la avanzadilla de este proceso de deslegitimización de los estudios literarios fueron los distintos procesos de “reforma curricular” que, de manera sintomática, tuvieron lugar simultáneamente en la mayoría de nuestros países a partir de la misma década de 1990. No es nada casual que prácticamente la totalidad de dichas reformas hayan estado inspiradas en el nuevo credo pragmático que tiende a confundir la literatura (escrita así en minúscula, pues ese término ya no designa la antigua materia que se impartía con ese nombre) con una simple categoría tipológica.
Para lograr este propósito, en todas partes de Latinoamérica se ha excluido sistemática y estratégicamente de las camarillas ministeriales a toda persona con formación universitaria en el área de Letras y se ha reclutado a una serie de personajes oriundos de alguno de los nuevos programas sucedáneos y vagamente “posmodernos”, llámense estos “Lingüística aplicada”, “Lingüística textual”, “Estudios Culturales”, etc. Así, en el curso de los tres lustros que ya lleva acumulados el siglo XXI, al menos cuatro promociones de bachilleres han sido formados en la nueva lógica que aspira a borrar de los programas de enseñanza toda noción literaria de la literatura.
Por absurdo que parezca, no es la primera vez en la historia que se verifica el intento de cambiar de paradigma reformando las bases el sistema educativo. Algo parecido se hizo en Europa en el siglo XVIII ante el avance de la revolución industrial impulsado por la corriente de pensamiento positivista. Como nos lo recuerda Dominique Juliá, también en ese siglo se impusieron una serie de: «[…] reformas encaminadas a sacudir el pesado yugo de las humanidades clásicas para abrir la enseñanza secundaria a las disciplinas científicas» [1]. Interesa citar aquí a Juliá, quien recuerda que:
«[…] el Testamento político de Richelieu, texto citado a menudo, que desarrolla una argumentación reiterada invariablemente en el curso de los siglos XVII y XVIII: las letras “no se deben enseñar a todos indiferentemente”; un Estado se haría pronto “monstruoso” si todos los sujetos que lo habitan fueran sabios; y sobre todo, un número excesivo de colegios supondría la ruina de la agricultura y llenaría el país “de trapaceros más idóneos para arruinar a las familias y perturbarla tranquilidad pública que para procurar algún bien a los Estados” (op. cit., p. 71».
Nadie debe sorprenderse, pues, de que las consecuencias de aquellas reformas hayan sido igualmente nefastas para la Literatura: el abandono de las viejas tradiciones escoltó y acompañó el olvido de las antiguas formas y valores, después de lo cual varios siglos de glorioso pasado quedaron sellados por el avance de aquella impetuosa tormenta ideológica conocida como el Romanticismo.
Ese, y no otro, es el triste escenario contra el cual se proyecta este falso dilema en el que mucha gente carente de in-formación que le permita juzgar el valor de una propuesta estética como la de Dylan (aunque sea para rechazarla con argumentos válidos) nos abruma con sus muy respetables “opiniones” sobre este o cualquier otro tema relacionado con eso que hoy muy pocos pueden saber, es decir, que la idea de Literatura que hoy se quiere descartar es la que impuso el Romanticismo, pero que nada, ni el neoliberalismo, ni el premio Nobel, ni la saturación cualquierizante de “cosas” con formato de libros logrará borrar de los seres humanos la necesidad antropológica de acceder a nuevas representaciones de lo real, ya sea por la vía de la ficción o por la vía de la emoción estética que proporciona la palabra poética.
Solo desde la ignorancia respecto a la historia de las formas literarias se puede alegar que un cantante no puede ser reconocido como poeta, e incluso como gran poeta. Baste con recordar aquí que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche dedicó a ese tema uno de sus textos fundamentales: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, obra en la que deslinda las dos principales corrientes que impulsaron el desarrollo de la poesía junto con el de la música en la antigua Grecia: la dionisíaca, heredera de la gran tradición órfica, orgiástica y excesiva, y la apolínea, caracterizada por una búsqueda esencial de la mesura y el dominio de la técnica expresiva. La música ha estado asociada a la poesía desde la antigüedad hasta nuestros días. De hecho, fue solo con la invención de la imprenta (siglo XV) que se hizo necesario dominar el hábito de la lectura silenciosa: antes de esta “novedad” tecnológica, lo normal era que el lector recitara en voz alta, a menudo siguiendo una línea melódica para facilitar su memorización, aquello que leía. Bien contados, hay, pues, en la historia de la Literatura, más siglos durante los cuales la música y la poesía estuvieron inseparablemente unidas que los transcurridos desde el siglo XV hasta esta fecha.
Píndaro, uno de los más famosos poetas líricos de la antigua Grecia nacido hacia el 518 a. C., componía y cantaba sus odas acompañado de la lira, instrumento asociado en la mitología griega al mismo dios Apolo. En la antigua Grecia se llamaba aedos (del griego ἀοιδός, aoidós, «cantor») a unos artistas que cantaban epopeyas acompañándose de un instrumento musical. En otras tradiciones antiguas, como la hebrea, se cantaban salmos en los cultos del templo y en las sinagogas después de la diáspora. No es por casualidad si uno de los primeros textos escritos en lengua española se llama precisamente el Cantar de Mio Cid: este texto, igual que muchos otros escritos en otras lenguas romances (cf. La Chanson de Roland, del siglo XI), era cantado por menestreles y juglares de la misma manera en que aquel muy femenino género de la chanson de toile integraba textos que las mujeres cantaban mientras trabajaban en el telar, siendo esta una práctica muy popular en el siglo XIII francés.
Entre el año 1000 y 1350, surgen los troubadours en la zona del sur de Francia conocida como el Languedoc en honor al conjunto de variantes dialectales que se hablaban en esa zona: la lengua d’Oc, también llamado occitano o lengua provenzal. Los troubadours eran por lo general personajes de alto rango social que componían la música y escribían la letra de sus canciones en la lengua occitana en la misma época en que surge en ese país el amor cortés. Una vez compuestas, las canciones de los troubadours eran luego interpretadas en distintos lugares por los ménestrels (juglares). Se conservan los nombres de 450 troubadours y más de 2,500 canciones [2].
En la segunda mitad del siglo XII, surgen a su vez en el norte de Francia, donde se hablaba otro conjunto de dialectos conocidos como lengua d’oïl (el término oïl derivaría luego en el actual oui francés), los trouvères, quienes también eran músicos-poetas. Estos adaptaron las canciones corteses de los troubadours y agregaron nuevas formas (laïs = lamentos, romances = relatos sobre las acciones de héroes y grandes personajes, pastoral = poemas de amor en los que un caballero corteja a una pastora que generalmente no accede a sus requiebros), rondeau = rondas o canciones que se podían cantar a coro, etc.
Es con la decadencia de la poesía a favor del teatro durante los siglos clásicos (del siglo XVII al XVIII), pero sobre todo, a partir de la redacción de los primeros ensayos de Poética basados en Aristóteles, como el de Nicolas de Boileau, cuando comienza a distinguirse formalmente entre poemas y canciones. Se esboza así una primera distinción genérica entre el “poema cantado” y el “poema escrito” carente de todo tipo de fundamentación histórica pero que será validada por las mismas instituciones que posteriormente (al final del siglo XVIII) reducirían drásticamente la enseñanza de las letras en los centros de enseñanza.
No es posible enfrentar de manera pasiva el impresionante despliegue de estolidez que ha sucitado la premiación de Bob Dylan por la Academia Sueca: la cobarde pasividad del pensamiento es una de las causas que nos han traído a estos extremos. Saber que de poco vale el esfuerzo personal ante semejante vendaval de oprobio, y peor aún, saber que el verdadero motor de dicho vendaval es la intensa campaña de reprogramación cultural ejecutada desde los distintos aparatos estatales debe ser, precisamente, lo que nos empuje a desmarcarnos de la inmensa mayoría que se siente estimulada por este nuevo avance de la Nada.
Sabemos que la poesía no necesita que nadie la defienda. Sabemos también que la más alta poesía la suelen escribir voces condenadas a permanecer en el anonimato, de esas que nunca alcanzarán un titular en las últimas páginas de ningún periódico. Pero también sabemos, gracias a Jean-Paul Sartre, que la única arma de un combatiente es su propia humanidad, y es por eso, no por Dylan ni por un premio que, dadas las lamentables circunstancias que he mencionado, no hará que muchos de aquellos que nunca se sintieron atraídos por conocer la letra de sus canciones se interese por descubrirlas, que debemos estar conscientes de lo que realmente implica esta premiación.
Con la asignación del Nobel a Dylan no se está premiando a un poeta: se le está poniendo una nueva cereza al bizcocho de la descontextualización. Entiéndase bien: no me cabe la menor duda de que Dylan es un excelente poeta que merece desde hace décadas cualquier premio literario por su trabajo, incluyendo al Nobel. Lo que quiero decir es que el hecho de haber escogido precisamente este momento de la historia contemporánea para otorgarle el Nobel me parece que debe obligarnos a reflexionar más seriamente acerca del verdadero sentido de esta premiación, en lugar de reaccionar como si se tratara de un concurso de belleza. En este momento de la historia en el que tantas cosas parecen haber perdido su sentido al mismo tiempo, otorgarle un premio como el Nobel de Literatura a un poeta como Dylan solo puede recordarnos aquello que tantas veces nos hemos negado a considerar como cierto: que sin una auténtica educación literaria siempre será posible confundir un poema con la etiqueta de un purgante, que no hay más trascendencia en un poema de Virgilio que en una factura por cobrar, que una declaración de impuestos no tiene menos derecho a figurar en una rigurosa antología de las mejores obras de ficción que una novela de Phillip Roth o de Paul Auster, y que una oración a la Santa Chancleta puede ser un texto tan literario como el anuncio de un estimulante sexual. O si no, pregúntenles a quienes nos vienen diseñando nuestros nuevos currícula de enseñanza.


¿Con qué debemos comernos el Nobel de Dylan?

Las redes sociales de todo el mundo, por lo menos en los tres idiomas en que leo con mayor fluidez, se han saturado de “opiniones” a favor o en contra a partir del momento en que el mundo se enteró de la noticia de que la Academia Sueca le había otorgado el premio Nobel al gran Bob Dylan, con quien mi generación (nací en 1961) aprendió, entre otras cosas, a maldecir, a enamorarse, a rabiar contra los poderosos, a ver y creer en la lluvia como un acto revolucionario y, sobre todo, a saber que no existe ninguna diferencia entre un poeta y alguien que canta por las calles acompañado de una pandereta.
Todavía recuerdo los años en que, ilusionado por la idea de la literatura que consagraban los libros y repetían algunos profesores, también yo llegué a creer que existía algo así como una “gran” literatura que se oponía, evidentemente, a aquello que, a falta de otro nombre mejor, se designaba como “subliteratura”, y que trazando entre ambas una raya de Pizarro se arreglaba el problema. En efecto, de ahí a identificar aquella “subliteratura” con la noción anglosajona de “best-seller” solo había un paso que, en el peor de los casos, podría salvar el honor mancillado de quienes nunca fueran tocados por la “gracia” del gran público.
Y en efecto, hasta el famoso (y excelente) libro de David Viñas Piquer titulado El enigma best seller. Fenómenos extraños en el campo literario (2009), pocas personas se atrevieron a poner en relación el concepto de literatura con el de mercado. Lo cual no quiere decir que tal cosa no se sabía. Claro que se sabía. Desde los primeros trabajos sociológicos de Pierre Bourdieu se sabía. Desde que los estudios de Itamar Even Zohar sobre el sistema literario comenzaron a ser discutidos y entendidos, se sabía. Solo que nadie se atrevía a ponerle semejante cascabel a ese gato.
Y era normal que así fuera en aquella época en que todavía no se había producido el “tsunami” bibliográfico que terminó convenciendo a la mayoría de la gente de que exactamente cualquiera podía ser considerado un escritor, e incluso un “gran” escritor. Como un cáncer fuera de control, y contraviniendo los principios más elementales de la economía, el sector editorial no solo se las arregló para matar su propia versión de la gallina de los huevos de oro, sino que también las universidades apagaron sus calderas y dejaron que se les oxidara la bicicleta de pensar.
Es probable, en efecto, que quien haya logrado hacer que las editoriales se tragaran el cuento de que multiplicar geométricamente la oferta bibliográfica era la mejor vía de revertir el efecto de una demanda de libros cada vez más reducida ni siquiera se detuvo a reflexionar un momento sobre las desastrosas consecuencias que acarrearía sobre el campo literario una decisión como esa, la cual solo se podría comparar con eso a lo que llamo, con el debido respeto de la comunidad judía, el efecto anti-Hitler: multiplicar al infinito lo mismo que se desea aniquilar produce el mismo efecto que un exterminio masivo.
Y sí: la invasión de los “demasiados libros” (cf. Gabriel Zaid) no solo nos parece ahora una realidad inevitable, sino que, al parecer, nadie se atreve a establecer una relación entre este fenómeno y ese “fin de la literatura” que tantas veces se viene cacareando luego de la concesión del premio Nobel a Dylan aunque se trate, evidentemente, de uno de los peores peligros que amenazan actualmente al arte literario. Y claro, a ese respecto, nadie en las universidades ni en las academias ha dicho “esta boca es mía”. Unas universidades que, dicho sea de paso, todavía insisten en ocultar (como si no fuese un secreto a voces) que sus departamentos de Humanidades también se han sometido al pragmatismo neoliberal y, desde mediados de la década de los 90, imponen “reajustes” en toda Europa avalándose en ordenanzas ministeriales mandadas a hacer a la medida y alegando un “retraso” en materia de innovaciones tecnológicas para disimular el verdadero destino de los fondos internacionales y los numerosos recortes presupuestales que afectan cualquier investigación sobre temas puramente “literarios”, con el único propósito de escurrir mejor el bulto.
En los países latinoamericanos, la avanzadilla de este proceso de deslegitimización de los estudios literarios fueron los distintos procesos de “reforma curricular” que, de manera sintomática, tuvieron lugar simultáneamente en la mayoría de nuestros países a partir de la misma década de 1990. No es nada casual que prácticamente la totalidad de dichas reformas hayan estado inspiradas en el nuevo credo pragmático que tiende a confundir la literatura (escrita así en minúscula, pues ese término ya no designa la antigua materia que se impartía con ese nombre) con una simple categoría tipológica.
Para lograr este propósito, en todas partes de Latinoamérica se ha excluido sistemática y estratégicamente de las camarillas ministeriales a toda persona con formación universitaria en el área de Letras y se ha reclutado a una serie de personajes oriundos de alguno de los nuevos programas sucedáneos y vagamente “posmodernos”, llámense estos “Lingüística aplicada”, “Lingüística textual”, “Estudios Culturales”, etc. Así, en el curso de los tres lustros que ya lleva acumulados el siglo XXI, al menos cuatro promociones de bachilleres han sido formados en la nueva lógica que aspira a borrar de los programas de enseñanza toda noción literaria de la literatura.
Por absurdo que parezca, no es la primera vez en la historia que se verifica el intento de cambiar de paradigma reformando las bases el sistema educativo. Algo parecido se hizo en Europa en el siglo XVIII ante el avance de la revolución industrial impulsado por la corriente de pensamiento positivista. Como nos lo recuerda Dominique Juliá, también en ese siglo se impusieron una serie de: «[…] reformas encaminadas a sacudir el pesado yugo de las humanidades clásicas para abrir la enseñanza secundaria a las disciplinas científicas» [1]. Interesa citar aquí a Juliá, quien recuerda que:
«[…] el Testamento político de Richelieu, texto citado a menudo, que desarrolla una argumentación reiterada invariablemente en el curso de los siglos XVII y XVIII: las letras “no se deben enseñar a todos indiferentemente”; un Estado se haría pronto “monstruoso” si todos los sujetos que lo habitan fueran sabios; y sobre todo, un número excesivo de colegios supondría la ruina de la agricultura y llenaría el país “de trapaceros más idóneos para arruinar a las familias y perturbar la tranquilidad pública que para procurar algún bien a los Estados” (op. cit., p. 71».
Nadie debe sorprenderse, pues, de que las consecuencias de aquellas reformas hayan sido igualmente nefastas para la Literatura: el abandono de las viejas tradiciones escoltó y acompañó el olvido de las antiguas formas y valores, después de lo cual varios siglos de glorioso pasado quedaron sellados por el avance de aquella impetuosa tormenta ideológica conocida como el Romanticismo.
Ese, y no otro, es el triste escenario contra el cual se proyecta este falso dilema en el que mucha gente carente de in-formación que le permita juzgar el valor de una propuesta estética como la de Dylan (aunque sea para rechazarla con argumentos válidos) nos abruma con sus muy respetables “opiniones” sobre este o cualquier otro tema relacionado con eso que hoy muy pocos pueden saber, es decir, que la idea de Literatura que hoy se quiere descartar es la que impuso el Romanticismo, pero que nada, ni el neoliberalismo, ni el premio Nobel, ni la saturación cualquierizante de “cosas” con formato de libros logrará borrar de los seres humanos la necesidad antropológica de acceder a nuevas representaciones de lo real, ya sea por la vía de la ficción o por la vía de la emoción estética que proporciona la palabra poética.
Solo desde la ignorancia respecto a la historia de las formas literarias se puede alegar que un cantante no puede ser reconocido como poeta, e incluso como gran poeta. Baste con recordar aquí que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche dedicó a ese tema uno de sus textos fundamentales: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, obra en la que deslinda las dos principales corrientes que impulsaron el desarrollo de la poesía junto con el de la música en la antigua Grecia: la dionisíaca, heredera de la gran tradición órfica, orgiástica y excesiva, y la apolínea, caracterizada por una búsqueda esencial de la mesura y el dominio de la técnica expresiva. La música ha estado asociada a la poesía desde la antigüedad hasta nuestros días. De hecho, fue solo con la invención de la imprenta (siglo XV) que se hizo necesario dominar el hábito de la lectura silenciosa: antes de esta “novedad” tecnológica, lo normal era que el lector recitara en voz alta, a menudo siguiendo una línea melódica para facilitar su memorización, aquello que leía. Bien contados, hay, pues, en la historia de la Literatura, más siglos durante los cuales la música y la poesía estuvieron inseparablemente unidas que los transcurridos desde el siglo XV hasta esta fecha.
Píndaro, uno de los más famosos poetas líricos de la antigua Grecia nacido hacia el 518 a. C., componía y cantaba sus odas acompañado de la lira, instrumento asociado en la mitología griega al mismo dios Apolo. En la antigua Grecia se llamaba aedos (del griego ἀοιδός, aoidós, «cantor») a unos artistas que cantaban epopeyas acompañándose de un instrumento musical. En otras tradiciones antiguas, como la hebrea, se cantaban salmos en los cultos del templo y en las sinagogas después de la diáspora. No es por casualidad si uno de los primeros textos escritos en lengua española se llama precisamente el Cantar de Mio Cid: este texto, igual que muchos otros escritos en otras lenguas romances (cf. La Chanson de Roland, del siglo XI), era cantado por menestreles y juglares de la misma manera en que aquel muy femenino género de la chanson de toile integraba textos que las mujeres cantaban mientras trabajaban en el telar, siendo esta una práctica muy popular en el siglo XIII francés.
Entre entre el año 1000 y 1350, surgen los troubadours en la zona del sur de Francia conocida como el Languedoc en honor al conjunto de variantes dialectales que se hablaban en esa zona: la lengua d’Oc, también llamado occitano o lengua provenzal. Los troubadours eran por lo general personajes de alto rango social que componían la música y escribían la letra de sus canciones en la lengua occitana en la misma época en que surge en ese país el amor cortés. Una vez compuestas, las canciones de los troubadours eran luego interpretadas en distintos lugares por los ménestrels (juglares). Se conservan los nombres de 450 troubadours y más de 2,500 canciones [2].
En la segunda mitad del siglo XII, surgen a su vez en el norte de Francia, donde se hablaba otro conjunto de dialectos conocidos como lengua d’oïl (el término oïl derivaría luego en el actual oui francés), los trouvères, quienes también eran músicos-poetas. Estos adaptaron las canciones corteses de los troubadours y agregaron nuevas formas (laïs = lamentos, romances = relatos sobre las acciones de héroes y grandes personajes, pastoral = poemas de amor en los que un caballero corteja a una pastora que generalmente no accede a sus requiebros), rondeau = rondas o canciones que se podían cantar a coro, etc.
Es con la decadencia de la poesía a favor del teatro durante los siglos clásicos (del siglo XVII al XVIII), pero sobre todo, a partir de la redacción de los primeros ensayos de Poética basados en Aristóteles, como el de Nicolas de Boileau, cuando comienza a distinguirse formalmente entre poemas y canciones. Se esboza así una primera distinción genérica entre el “poema cantado” y el “poema escrito” carente de todo tipo de fundamentación histórica pero que será validada por las mismas instituciones que posteriormente (al final del siglo XVIII) reducirían drásticamente la enseñanza de las letras en los centros de enseñanza.
No es posible enfrentar de manera pasiva el impresionante despliegue de estolidez que ha sucitado la premiación de Bob Dylan por la Academia Sueca: la cobarde pasividad del pensamiento es una de las causas que nos han traído a estos extremos. Saber que de poco vale el esfuerzo personal ante semejante vendaval de oprobio, y peor aún, saber que el verdadero motor de dicho vendaval es la intensa campaña de reprogramación cultural ejecutada desde los distintos aparatos estatales debe ser, precisamente, lo que nos empuje a desmarcarnos de la inmensa mayoría que se siente estimulada por este nuevo avance de la Nada.
Sabemos que la poesía no necesita que nadie la defienda. Sabemos también que la más alta poesía la suelen escribir voces condenadas a permanecer en el anonimato, de esas que nunca alcanzarán un titular en las últimas páginas de ningún periódico. Pero también sabemos, gracias a Jean-Paul Sartre, que la única arma de un combatiente es su propia humanidad, y es por eso, no por Dylan ni por un premio que, dadas las lamentables circunstancias que he mencionado, no hará que muchos de aquellos que nunca se sintieron atraídos por conocer la letra de sus canciones se interese por descubrirlas, que debemos estar conscientes de lo que realmente implica esta premiación.
Con la asignación del Nobel a Dylan no se está premiando a un poeta: se le está poniendo una nueva cereza al bizcocho de la descontextualización. Entiéndase bien: no me cabe la menor duda de que Dylan es un excelente poeta que merece desde hace décadas cualquier premio literario por su trabajo, incluyendo al Nobel. Lo que quiero decir es que el hecho de haber escogido precisamente este momento de la historia contemporánea para otorgarle el Nobel me parece que debe obligarnos a reflexionar más seriamente acerca del verdadero sentido de esta premiación, en lugar de reaccionar como si se tratara de un concurso de belleza. En este momento de la historia en el que tantas cosas parecen haber perdido su sentido al mismo tiempo, otorgarle un premio como el Nobel de Literatura a un poeta como Dylan solo puede recordarnos aquello que tantas veces nos hemos negado a considerar como cierto: que sin una auténtica educación literaria siempre será posible confundir un poema con la etiqueta de un purgante, que no hay más trascendencia en un poema de Virgilio que en una factura por cobrar, que una declaración de impuestos no tiene menos derecho a figurar en una rigurosa antología de las mejores obras de ficción que una novela de Phillip Roth o de Paul Auster, y que una oración a la Santa Chancleta puede ser un texto tan literario como el anuncio de un estimulante sexual. O si no, pregúntenles a quienes nos vienen diseñando nuestros nuevos currícula de enseñanza.


Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...