domingo, 18 de diciembre de 2016

Hay hienas entre nosotros

Aprendí a reconocerlas viendo aquellos “cuadros de comedias” que pasaban por la televisión dominicana en los años setenta del siglo pasado. Posteriormente conocí a muchas recorriendo los pasillos de la UASD, al principio de los años ochenta, pero solo pude entender cómo funcionan leyendo y viendo algunas puestas en escena del teatro de Molière. Una buena manada de hienas es todo lo que necesita una sociedad para mantenerse constantemente apalastrada y zombificada entre el escarnio y el esperpento.
Supongo que abundarán aquellos que ni se dan por enterados de su cuantiosa existencia entre nosotros, o peor, aquellos que ni siquiera pueden “distinguir” entre un chiste y la burla vulgar, de estricta estirpe hienosa. Vaya pues, para ellos, este breve paréntesis teratológico, antes de continuar lo que aquí me he propuesto decir:
INICIO DEL PARÉNTESIS TERATOLÓGICO
Los hiénidos (Hyaenidae)
Las hienas pertenecen al grupo de los hiénidos. Se trata de seres bípedos que han perdido la risa, han perdido el color, y cuya mayor ambición era antes la de vivir en Gascue o en la Zona Colonial y hoy en cualquier torre de la Anacaona, Bella Vista o Piantini, cuando no en el extranjero. La misma evolución que les arrancó de cuajo la risa, a mediados de la década de 1970, les enseñó luego a burlarse para intentar sobrevivir. Y así viven, movidos por un programa de corrosión universal, aspirando a reemplazar la consciencia colectiva por su aburrida monserga de nostalgias recién fritas. Sus marcados hábitos gregarios obligan a referirse a ellos en plural, pues no suelen ir solos ni siquiera al baño. Entre la interminable serie de sus rasgos característicos, destaca, de manera particular, su incapacidad de comprender los contextos donde se manifiestan el Ser y el Hacer de los demás.
FIN DEL PARÉNTESIS TERATOLÓGICO
Hace falta de todo para hacer un mundo, dice el proverbio francés, pero en el caso de las hienas, como en el de los mosquitos y demás clases de vampiros, la incitación al crimen ecológico nunca será desproporcionada.
Una hiena nunca está sola: como los demonios, su otro nombre es Legión. Asimismo, las hienas se autosignifican mutuamente, como por reverberación espontánea. Pero cuidado si te interesa que una de ellas te signifique: jamás lograrás pasar por la terrible barrera cruzada de lenguas con forma de tenedor que las demás dejarán caer sobre ti. Una vez te veas bajo el influjo de las hienas, primero te voltearán el alma como un guante hasta exponer al sol hasta la última gota de tu estiércol espiritual. Luego echarán tu ectoplasma a la cuneta más cercana, le echarán cachú a tu chi, destaparán un chin tu yin y un chon tu yang, y cuando terminen de expoliarte, descubrirás que a ninguno de aquellos a quienes antes considerabas tus “amigos” le interesa saber nada de ti ni de lo tuyo. Y así, bagaceado, escupido y arrojado a la calle hasta que te pudras en vida más y mejor que después de muerto, solo escaparás de su condena pegándote como un chicle al zapato del primer o la primera viandante que te pise sin darse cuenta, quien te llevará lejos de su influjo a cualquier sitio sombrío donde, tras quitarse sus zapatos, te olvidará y volverá arrojarte en cualquier rincón de su closet.
Y cuidado si crees que evitando su compañía escaparás realmente a la maldición de las hienas: imagínalas sentadas en aquelarre, solaceándose a la luz de una farola, mientras escuchan a uno de los suyos leerles la nómina de todos aquellos a quienes aún no han jodido. Así, mientras tú duermes, alguien se está encargando de prepararte la sopa de churreta con que los demás te desayunarán, sin saberlo, con rápidos sorbos mientras la hora avanza. Y cuando escuches que, por la radio, alguien menciona tu nombre, cambia rápido de estación si no quieres enterarte de que alguien te está embarrando; cierra de paso todas tus cuentas de facebook, tweeter o instagram, pues sin saberlo has estado proporcionándoles a las hienas todos los datos con los que engordan sus legendarios expedientes en tu contra. Y que nunca se te ocurra tener la mala idea de intentar sobresalir ni un milímetro por encima de alguna de ellas si no estás preparado para recibir una larga y duradera dosis de su vómito. Claro, a ninguno de ellos parece importarles, pero hiena rima con mierda.
Y sí: las hienas no son humanas, porque ningún humano sería capaz de ser tan implacable. Como auténticos cobradores del diablo, únicamente se acercan a ti si creen que pueden sacarte alguna ventaja. Siéntete pelota de basquet en sus manos, si alguna vez te tocan. Olvida y tumba todas tus esperanzas, muchacho, muchacha, si alguna vez tus planes se cruzan con cualquiera de los suyos. Antes, mucho antes de que comiences a creer que algo parecido a lo que te interesa se te va a dar, hace rato que las hienas te habrán echado burundanga en el frío-frío, y todo se te volverá meo de gato, peo de perro o promesa de funcionario.
Las hienas se reproducen, es decir, no solamente “duran” sino que “perduran” multiplicándose, es decir, cambiando de caras y de gestos. Tan conscientes están de ser hienas, que ni siquiera la muerte de alguno de los suyos es capaz de sobrecogerlos, pues saben que un mismo impulso los mantiene unidos desde esta a cualquier otra orilla de la vida. Tan ensoberbecidos por su propia insignificancia anda esa camada que muchos de ellos se han creído el cuento de que son ellos quienes saben y escogen quiénes entrarán en la historia y quiénes se quedarán a limpiar y recoger los platos cuando la fiesta acabe. Por eso los vemos a todos “canonizarse canonizando” como el que se caga y no lo siente: se creen los inventores del mete-saca, y por eso actúan en cualquier escenario operando una práctica de inclusión-exclusión tan soez como ellos mismos.
Sin embargo, aunque, juntos o por separado, cada uno de ellos se cree por encima de los normales seres mortales, hay algo que los puede destruir para siempre, y es hora de decirlo, antes de que también estas letras caigan en su poder: eso a lo que me refiero es la verdad, pero no esa “verdad que os hará libres”, sino esa otra verdad que cae como una espada sobre el cuello de los opresores. Esa verdad es la consciencia de lo que son, en sus manifestaciones más características, las hienas. Esa consciencia de la que hablo es la que nos permite comprender que, si el valor de cualquier cosa es algo tan espurio que depende exclusivamente de la opinión de alguien (así sea una logia, una casta, un clan, una pandilla, una iglesia, un partido o un simple pelafustán con ínfulas de monosabio), entonces el verdadero problema está en la noción misma de valor. Solo si quitamos del medio la noción de valor podremos descubrir la verdadera cara que cada una de las hienas esconde debajo de sus múltiples máscaras.
Esas hienas que tan inteligentes se sienten cuando se burlan de todo son, en realidad, personas incapaces de soportar su propia mediocridad. Por eso necesitan apandillarse y empujarse mutuamente para aplastar y torpedear a todos aquellos que no pertenezcan a su grey. A fuerza de admirarlos, han aprendido  a comportarse como si fuesen políticos, y entre todos han logrado conformar una suerte de república paralela. Cada tanto, hacen que entre los suyos sea elegido un diputado, nombrado un embajador, un director de esto, una encargada de aquello. Luego, por medio de invitaciones y sinuosas promesas, se agencian las atenciones de algunos periodistas, de algunos artistas y de algunos escritores, inteligentemente escogidos entre las “jóvenes promesas”, pues todas las hienas nacen sabiendo identificar el talento ajeno. Comienza entonces la lenta pero consciente tarea de lavar, reducir, acomplejar o amoldar, compartimentar o cocinar aquellos cerebros que puedan servir para la causa de la especie. A todos los demás candidatos involuntarios a ser hienizados se les reservará la misma suerte que a los prisioneros de guerra en el antiguo Japón Imperial: se les someterá a toda clase de tratamientos de alteración de su identidad social hasta dejarlos parcial o totalmente convertidos en simples guiñapos morales, incapaces, incluso, de percatarse de que quienes los han jodido tan terriblemente durante toda su vida son los mismos a quienes ellos insisten en llamar “amigos”. Que se sepa de una vez por todas: es esta, precisamente, la más letal de todas las armas de las hienas: el ácido rumorífico, el cual, emulando la hiel o el veneno de ciertos ofidios, paraliza antes de matar, mata antes de destruir y destruye antes de borrar la memoria de las personas.
Los infelices seleccionados, por su parte, seguirán siendo “jóvenes” aunque se queden calvos y aunque tengan que recortarse o recogerse periódicamente las tetas para no pisárselas cuando caminan, solo que también seguirán siendo simples “promesas” eternamente incumplidas hasta que su promoción resulte conveniente para los fines de la especie. Solo entonces, como un zepelín que emerge de las nubes o un nautilus que resurge del agua bajo el mando de algún “comandante Nemo”, sus nombres aparecerán en el periódico después de esto o de aquello, presentados, eso sí, por algunas de las hienas oficiantes, hierofantes de esto o de aquello, quienes saludarán al ex joven, ahora sí, como a uno de los suyos, para que la fiesta continúe.

Y ahora que sabes todo esto acerca de las hienas, solo tienes una opción: anda y sal corriendo a buscar a las hienas que te queden más cerca. Atrévete a escoger sin esperar que ellas te escojan. Entrégales tu amistad y tu confianza, y aprenderás a burlarte de todo el mundo soportando primero que se burlen de ti, pues nada enseña mejor a pensar con la cabeza ajena que padecer con la cabeza propia aquello que uno se niega a pensar. Así, cuando las hienas sean tus pastores, nada te faltará. Te moverás pisando las cabezas de todos y saldrás en la mayoría de esas fotos que tanto crees admirar. Y sobre todo, podrás conocer el lujo de que te saluden por la calle personas a quienes ni siquiera conoces, pues, una vez hienizado, serás parte de la manada, y tuyo será el reino, el poder y la gloria… por lo menos hasta que las otras hienas quieran.
Manuel García-Cartagena
18 de diciembre de 2016

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...