sábado, 19 de abril de 2008

Se fue

Estar, ser, ¿qué te digo? Puedes pasarte la vida tratando de entender la diferencia. Nuestra lengua inventó el existencialismo, es decir, la separación entre las dos manifestaciones del ser: la esencia (el ser) y la existencia (el estar). Sólo por eso, el español es la más humana de las lenguas, allí donde las hubiere.

Eso me recuerda una mujer. Sí, así de absurdo como suena.

Ella era alguien que se suicidaría algún día. Así la conocí y así la recordaré. Incapaz de reconocerse humana, se negaba a aceptar que hubiera alguien en este mundo que pudiera tener algo así como una vida personal aparte de la que ella, en su indulgencia suprema, le atribuía.

Era tan bella (sobre todo de noche) que atravesaba en todas sus formas el gas de la distancia, impune como el delito de haber nacido. Y cuando se le ocurría hablar, había que enterrarse en la propia piel de cualquiera de nosotros mismos y quedarse esperando hasta que pasara aquella increíble tormenta de palabras...

Como todos los seres perfectos, ella detestaba el error ajeno y la expresión de cualquier idea que comenzara con «dime...»

El diálogo con ella era más bien un diáblogo, pues solo de blog a blog podía uno hacerse una idea de la terrible distancia que nos separaba de su inconmensurable altura.

Como Dios, ella se fue un día y nunca más volvió. Solo a veces, al masticar al viento algunas sílabas cerradas junto a otras más abiertas, su más íntimo recuerdo se atreve a brotar, como un místico repollo, en medio de una conversación en la que uno habla de funtivos, de shifters, o de mecanismos de correferencia...

Al irse ella también, me dejó su ausencia como una nube gris a la que no exorcizan ni siquiera mis incontables cigarrillos...

Junio 17, 2008

jueves, 10 de abril de 2008

¿Decir adiós, adiós?


¿Es la vida un camino de una sola vía hacia la muerte? Si así es, ¿qué sentido tiene esa larga lista de adioses que se van acumulando a medida que avanzamos hacia la meta final, la cual, aunque sólo en algunos casos, suele también estar antecedida de una más o menos tediosa, más o menos triste y casi siempre patética lista de despedidas?

Uno de los orígenes de esa institución antropológica que en castellano recibe el nombre de despedida es el ritual funerario por medio del cual los pueblos antiguos buscaban propiciar el favor de sus dioses para hacer que el tránsito de sus seres queridos hacia el más allá resultara menos penoso. No en balde, en el pensamiento mítico, la idea de la muerte aparece asociada en la mayoría de las culturas antiguas con la de un viaje. "Irse" del mundo sin decir adiós, o sin permitir que los vivos "despidan" a sus muertos es uno de los tabúes fundamentales del pensamiento mágico-religioso. En uno de sus sentidos más generalizados, dicho tabú consiste en considerar a quienes mueren sin ser despedidos como agentes o vehículos de toda clase de infortunios. La despedida aparece así como lo que es: un ritual que propicia tanto la tranquilidad de quien “se aleja” como la de quienes “se quedan”.

La inevitabilidad de la muerte, es decir, de la separación, hace que el acto de despedirse acumule una suerte de mana o poder mítico: los chamanes y sacerdotes iniciados en los rituales propiciatorios se convierten de este modo en los administradores de la despedida ajena, en tanto que a ellos se les reconocía o se les atribuía cierto poder para facilitarles el tránsito a los difuntos.

Es probable que este sea también el origen de la práctica de intercambiar regalos con las personas que van a iniciar un viaje prolongado: regalar un recuerdo (un souvenir) es un remedo del antiguo rito funerario que consistía en enterrar a los difuntos con aquellas pertenencias de este mundo que pudieran funcionar como vínculos entre este plano y el o los otros.

Considerada desde este punto de vista, la palabra adiós (vae, en latín, de donde procede el actual vale) recupera su antiguo origen ritual: cada vez que decimos "adiós" a alguien, actualizamos el viejo rito que consistía en desprenderse del mana de aquellos que se alejan deseándoles al mismo tiempo buena suerte en su viaje, en su separación…

Paralelamente con este funcionamiento de la despedida como “bendición”, también existen rituales antiguos de rechazo o alejamiento de aquellos a quienes se les quiere condenar al destierro. Como se puede comprender fácilmente, en este caso se trata de otra variedad de despedida que “maldice” el recuerdo de aquellos a quienes se consideraron en vida personas non gratas.

En ambos casos, sin embargo, es la creencia mítica en el poder de la palabra el factor determinante, y solamente la intención de quienes se despiden puede permitir diferenciarlos...

lunes, 7 de abril de 2008

Todo ese tiempo perdido

Hasta hace poco, el día de mi cumpleaños solía ser para mí el peor de todos los días del año. Peor que el de Navidad, lo cual ya es mucho decir. Este año, sin embargo, lo he pasado fenomenal: disfruto de una bien merecida soledad, y no me quejo ni siquiera para no "perder la forma", como se suele decir comúnmente.

Debo aclarar, sin embargo, que he venido trabajando en la construción de mi bienestar actual desde los últimos diez meses: comencé soltando un lastre ponzoñosamente patético que venía cargando quién sabe desde cuándo. Luego me desintoxiqué, gracias a Joaquín Sabina, de una serie de tonalidades menores que me empañaban invariablemente los cristales de mis espejuelos, sobre todo cuando abandonaba el aire glacialmente climatizado de mi oficina para ir a meterme, a eso de la 1:00 p.m., en el infiernillo de mi automóvil en busca del olvido más cercano.

Basándome en mi experiencia, puedo afirmar que nueve de cada diez de las personas que me conocen consideran que soy un caso perdido. Contra ellas, no obstante, se levanta la voz de la aplastante minoría que representa la décima persona, es decir: yo mismo. Y, como siempre, la muy democrática razón del más fuerte termina siempre imponiéndose: gracias a ello, en mi cabeza mando yo, aunque no sin sobresaltos, desde luego.

El amor, por ejemplo, es uno de mis sustos preferidos. Alguien me ha dicho recientemente que soy incapaz de amar a nadie. Después de agradecerle el diagnóstico, quise saber en qué fundamentaba ella semejante afirmación. "Te quieres demasiado a ti mismo", fue la respuesta que me espetó, creyendo que con ella me apabullaría.

Pensé en mis incontables noches de náufrago solitario frente a la pantalla de mi ordenador; pensé en la multitud de veces en las que, por una sola palabra mía, se han interrumpido diálogos hasta entonces terriblemente lúcidos o verdaderamente absurdos (las únicas dos maneras en que me resulta agradable conversar con alguien, cuando puedo elegir); pensé en todo el tiempo que perdí, las decenas de años durante los cuales nunca pude encontrar otro culpable para aquellas situaciones de incomunicación en las que me encontrara involucrado de alguna manera, y después me dije: "¿y qué carajo hay de malo en que así sea?"

A juzgar por el actual precio del euro, lo mejor que puedo hacer en este día en que cumplo mis primeros 47 (cuarenta y siete) años es continuar queriéndome más que a nadie en este mundo, ya que pocas cosas me han salido más caras en esta vida que aquellas portentosas escaramuzas de zafarrancho entre dos en las que participé en aquella época en que todavía creía que algo así como una "pareja" valía la pena.

Hay gente incompleta que todos los días sale a la calle en busca de una "pareja" que les proporcione la ilusión de la completud. Yo he sido uno de ellos. Cuando era más joven, descubrí el indiscreto encanto que hay en abandonar estúpidamente la placidez de una lectura, a cualquier hora de la noche, para ir a entretenerme entre canciones y entrepiernas ajenas. Luego, cuando me llegó la hora de "sentar cabeza" (y no digo nada de lo que representa para mí esa insólita expresión, pues puede haber menores metidos en este blog), me las arreglé para continuar dedicándole a la lectura más del tiempo prudentemente necesario, con lo cual, a la vuelta de algunos años, siempre resultaba más conveniente cortar, como dicen, "por lo sano" y hacer como si aquí no hubiera pasado nada. Por eso precisamente, cuando uno de aquellos carruseles en los que me subía detenía sus vueltas en el cielo, volvía a subirme a otro, únicamente para volver a repetir mi solitaria hazaña.

Y así, he aquí que, recién llegado a mis cuarenta y siete años, he pasado esta tarde a recoger un letrerito que mandé a imprimir en hermosas letras góticas de color rojo, y que dice: "Ya mi carnaval pasó". Pienso colgarlo en la puerta de mi habitación. Y así será: no habrá más bailes de disfraces para mí. Si alguien quiere decirme algo, será únicamente cuando me encuentre en ánimo de escuchar. Y que no se me acerque nadie a ofrecerme ajos disfrazados de limones...

No. Ya no me interesa seguir perdiendo mi tiempo en esos jueguitos tontos de tú dijiste que yo dije que tú querías decir.

Algo me dice que, a partir de hoy, la vida y yo nos llevaremos mejor.


abril 7, 2008

domingo, 6 de abril de 2008

feliz cumpleaños, después de todo

¿Qué haces tú cuando alguien regresa a ti después de haberte ofendido, después de haberte abandonado, o simplemente después de haberse distanciado de ti sin causa alguna?

Un domingo cualquiera, mientras esperas que se acabe ese día tan aburrido en el que todo el mundo parece destinado a padecer sus propios recuerdos, una llamada telefónica te saca de ese limbo en el que habías encontrado, sin proponértelo, tu almohada.

--Hola --te dicen--. Soy yo.

Y claro, a "Yo" hacía por lo menos tres años que le habías perdido el rastro.

Nada, que te quedas de piedra, esperando que sea ella quien te tire la primera, luego la segunda y finalmente la tercera insinuación que te haga pensar que, verdaderamente, ha pasado algo extraordinario en la vida de esa persona que le hizo olvidar, en algún momento, todo lo que había marcado el final de aquella relación de la que hoy, al escuchar su voz, no logras recordar prácticamente --y no exageras-- nada.

Claro que uno puede, después de eso, preguntar:

--¿Cómo has estado? --o cualquier otra bobada: el teléfono lo aguanta todo, como dicen, y en materia de preguntas, esas que ninguno de los dos se atreve a formular son siempre las peores.

Los temas suben y bajan, como la fiebre, por una conversación sin rumbo ni porvenir. Y en un punto no preciso, es ella quien por fin se decide a romper el hielo:

--Te llamo para desearte feliz cumpleaños.

Y ahí está, por fin revelado, el secreto de esa llamada que atraviesa el negro océano de tres años de silencio.

abril 6, 2008

miércoles, 2 de abril de 2008

the long and winding road

¿Qué hacer con ese montón de cosas inútiles que vamos aprendiendo a medida que envejecemos?

Por ejemplo, recuerdo que no había acabado el bachillerato cuando mi familia me había inscrito en la Escuela Nacional de Bellas Artes, después de una estadía de un año en el antiguo Instituto Leonardo Da Vinci, donde estudié con Elías Delgado. En Bellas Artes hice los dos primeros años de la escuela de dibujo con el profesor Martín López, buen pintor y mejor persona. Poco tiempo después, conocería a muchos de los pintores de lo que hoy se llama la "Genración de los 80" mientras fumaba mis primeros cigarrillos sentado en los bancos del Parque Colón. La pintura siempre ha sido uno de mis artes favoritos, pero no: nunca llegué a ser lo que se dice un pintor. Ni siquiera mal dibujante.

Pues, casi al mismo tiempo en que comencé a desencantarme de mi antigua pasión por la pintura, me dio por creer que mi verdadera vocación era la música. Porque, claro: yo también quería ser músico de rock, guitarrista, para ser más preciso. Llegué incluso a disimular bastante bien mi desconocimiento casi total del solfeo, pues, gracias a mi oído, me las arreglaba para "sacar" las canciones que escuchaba en discos o en la radio con acordes que casi nunca eran los verdaderos, pero que sonaban más o menos bien.

De aquella ¿primera? vocación conservo todavía, casi tres décadas después, cierto gusto por eso que, en esta época de reguetones y perreos, casi se ha ganado el derecho a ser considerada como "música clásica": los Led Zeppelin, los Black Sabbath, los Judas Priest, los Emerson Lake & Palmer, los Yes, los Jethro Tull... (la lista es más larga que mi deseo de enumerarlos a todos).

No obstante, una tarde, me decidí a vender mi guitarra eléctrica, pues, de alguna manera, había llegado a creer que había descubierto finalmente mi "verdadera" vocación: las artes marciales. Recuerdo que decidí abandonar la música porque estaba convencido de que el fortalecimiento progresivo de mis músculos y ligamentos me impediría desarrollar mi destreza en el traste de la guitarra. Lo cual era falso, desde luego, pero me daba igual.

Pasé varios años tratando de aprender toda clase de técnicas. Durante ese tiempo, no encendí un solo cigarrillo, entrenaba todos los días durante varias horas en aquellas pintorescas "escuelas" de los años románticos de las artes marciales en Santo Domingo, las cuales, por lo regular, eran salones o patios de casas particulares donde un profesor (en mi caso, casi siempre un nacional chino) me sometía a toda clase de torturas. Una noche incluso me desmayé en el curso de una de aquellas prácticas: el agotamiento me puso a verlo todo del color de la sangre, la cabeza me daba vueltas, el aire me faltaba y mis piernas se volvieron de chicle. La suerte era que mi maestro en ese momento era un joven médico de nacionalidad dominicana pero nacido en China como el resto de su familia.

El susto no me amedrentó y continué practicando durante varios meses después de aquel episodio. Cuando regresaba a mi casa, sin embargo, me ponía a escuchar la radio de aquellos primeros años de la década de los ochenta, época en que descollaban grupos que tenían nombres de estados de la Unión: Kansas, Boston, Orleans, Chicago... y mientras aquella música sonaba sin cesar, yo leía.

Ahora que pienso en eso, no me sorprende que haya abandonado las artes marciales precisamente para volver a la música, luego de conocer a un grupo de amigos de mi hermano Carlos que ensayaban en un local de Ciudad Nueva. Esta vez, llegué incluso a tocar como segunda guitarra en dos conciertos públicos.

Sin embargo, como ya para entonces me había matriculado en la Universidad, una noche, mis amigos me llamaron para que asistiera a un ensayo y les dije que no, pues tenía que estudiar para un examen. Esa fue la última vez que la guagua de la música pasó cerca de mí, puesto que, en algún momento de aquellos años, me había acabado de hacer efecto el sutil veneno de esa mosca tse-tse que es la literatura, y me había fijado la absurda meta de convertirme en escritor.

Un cálculo apresurado me conduce a pensar que, entre la pintura, la música y las patadas, debí haber perdido algo así como siete años de mi vida alejado de lo que, desde niño, me había deslumbrado al punto de que nunca aprendí a bailar, ni a jugar pelota, ni a subirme a las matas como los demás niños de mi época: los libros.

Sin embargo, recordar todo esto no me deja en el ánimo ningún tipo de nostalgia, ni me conduce a realizar ninguna forma de reflexión que pudiera estar inspirada por el deseo de parecer que me he vuelto "más sabio" con el paso de los años. Antes al contrario: mis pasos perdidos, es decir, aquellos que di en mi juventud mientras trataba de orientarme en el interior del laberinto de mi propia vida, me permitieron descubrir por mí mismo una serie de cosas cuyo aprendizaje me habría tomado después muchísimo tiempo y esfuerzo, de no haberme atrevido a lanzarme como un desesperado a la realización de mis ilusiones en aquellos primeros años de mi vida.

Creo incluso que le debo a aquella desorientación inicial una parte considerable de mi actual concepción de mí mismo y de la vida. Por eso, a la pregunta que coloqué en el inicio de este post, sólo puedo responder de la manera siguiente: lo que un día llegaremos a ser, en el caso hipotético de llegue que ese día en que "seremos" alguien o "algo", solo podrá tener la consistencia y la forma de aquel o de aquello que un día fuimos.

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...