miércoles, 2 de abril de 2008

the long and winding road

¿Qué hacer con ese montón de cosas inútiles que vamos aprendiendo a medida que envejecemos?

Por ejemplo, recuerdo que no había acabado el bachillerato cuando mi familia me había inscrito en la Escuela Nacional de Bellas Artes, después de una estadía de un año en el antiguo Instituto Leonardo Da Vinci, donde estudié con Elías Delgado. En Bellas Artes hice los dos primeros años de la escuela de dibujo con el profesor Martín López, buen pintor y mejor persona. Poco tiempo después, conocería a muchos de los pintores de lo que hoy se llama la "Genración de los 80" mientras fumaba mis primeros cigarrillos sentado en los bancos del Parque Colón. La pintura siempre ha sido uno de mis artes favoritos, pero no: nunca llegué a ser lo que se dice un pintor. Ni siquiera mal dibujante.

Pues, casi al mismo tiempo en que comencé a desencantarme de mi antigua pasión por la pintura, me dio por creer que mi verdadera vocación era la música. Porque, claro: yo también quería ser músico de rock, guitarrista, para ser más preciso. Llegué incluso a disimular bastante bien mi desconocimiento casi total del solfeo, pues, gracias a mi oído, me las arreglaba para "sacar" las canciones que escuchaba en discos o en la radio con acordes que casi nunca eran los verdaderos, pero que sonaban más o menos bien.

De aquella ¿primera? vocación conservo todavía, casi tres décadas después, cierto gusto por eso que, en esta época de reguetones y perreos, casi se ha ganado el derecho a ser considerada como "música clásica": los Led Zeppelin, los Black Sabbath, los Judas Priest, los Emerson Lake & Palmer, los Yes, los Jethro Tull... (la lista es más larga que mi deseo de enumerarlos a todos).

No obstante, una tarde, me decidí a vender mi guitarra eléctrica, pues, de alguna manera, había llegado a creer que había descubierto finalmente mi "verdadera" vocación: las artes marciales. Recuerdo que decidí abandonar la música porque estaba convencido de que el fortalecimiento progresivo de mis músculos y ligamentos me impediría desarrollar mi destreza en el traste de la guitarra. Lo cual era falso, desde luego, pero me daba igual.

Pasé varios años tratando de aprender toda clase de técnicas. Durante ese tiempo, no encendí un solo cigarrillo, entrenaba todos los días durante varias horas en aquellas pintorescas "escuelas" de los años románticos de las artes marciales en Santo Domingo, las cuales, por lo regular, eran salones o patios de casas particulares donde un profesor (en mi caso, casi siempre un nacional chino) me sometía a toda clase de torturas. Una noche incluso me desmayé en el curso de una de aquellas prácticas: el agotamiento me puso a verlo todo del color de la sangre, la cabeza me daba vueltas, el aire me faltaba y mis piernas se volvieron de chicle. La suerte era que mi maestro en ese momento era un joven médico de nacionalidad dominicana pero nacido en China como el resto de su familia.

El susto no me amedrentó y continué practicando durante varios meses después de aquel episodio. Cuando regresaba a mi casa, sin embargo, me ponía a escuchar la radio de aquellos primeros años de la década de los ochenta, época en que descollaban grupos que tenían nombres de estados de la Unión: Kansas, Boston, Orleans, Chicago... y mientras aquella música sonaba sin cesar, yo leía.

Ahora que pienso en eso, no me sorprende que haya abandonado las artes marciales precisamente para volver a la música, luego de conocer a un grupo de amigos de mi hermano Carlos que ensayaban en un local de Ciudad Nueva. Esta vez, llegué incluso a tocar como segunda guitarra en dos conciertos públicos.

Sin embargo, como ya para entonces me había matriculado en la Universidad, una noche, mis amigos me llamaron para que asistiera a un ensayo y les dije que no, pues tenía que estudiar para un examen. Esa fue la última vez que la guagua de la música pasó cerca de mí, puesto que, en algún momento de aquellos años, me había acabado de hacer efecto el sutil veneno de esa mosca tse-tse que es la literatura, y me había fijado la absurda meta de convertirme en escritor.

Un cálculo apresurado me conduce a pensar que, entre la pintura, la música y las patadas, debí haber perdido algo así como siete años de mi vida alejado de lo que, desde niño, me había deslumbrado al punto de que nunca aprendí a bailar, ni a jugar pelota, ni a subirme a las matas como los demás niños de mi época: los libros.

Sin embargo, recordar todo esto no me deja en el ánimo ningún tipo de nostalgia, ni me conduce a realizar ninguna forma de reflexión que pudiera estar inspirada por el deseo de parecer que me he vuelto "más sabio" con el paso de los años. Antes al contrario: mis pasos perdidos, es decir, aquellos que di en mi juventud mientras trataba de orientarme en el interior del laberinto de mi propia vida, me permitieron descubrir por mí mismo una serie de cosas cuyo aprendizaje me habría tomado después muchísimo tiempo y esfuerzo, de no haberme atrevido a lanzarme como un desesperado a la realización de mis ilusiones en aquellos primeros años de mi vida.

Creo incluso que le debo a aquella desorientación inicial una parte considerable de mi actual concepción de mí mismo y de la vida. Por eso, a la pregunta que coloqué en el inicio de este post, sólo puedo responder de la manera siguiente: lo que un día llegaremos a ser, en el caso hipotético de llegue que ese día en que "seremos" alguien o "algo", solo podrá tener la consistencia y la forma de aquel o de aquello que un día fuimos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La musica ese tren subterraneo que nos conduce al ser....que bien recuerdo a Boston,Kansas, Orleans,...cada acorde nos conecta (a aquellos que dejamos de marotear y de jugar a la Barbie, para escuchar a Yes), con instantes de vida precisos e inborrables y que definitivamente desde ese pasado han forjado lo que hoy somos.

P.D. No hay acentos, porque este teclado es un lio, no es mio.

Cartagena y yo

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