lunes, 31 de marzo de 2008

Anubis ya no viste de azul


El día que me veas, quiero que estés de azul navy —me dijo.

Yo la dejé hablar: me constaba que sería improbable, en caso de que efectivamente llegásemos a conocernos un día, que recordara esa advertencia inusitada.

Lo poco que conocía de ella me intrigaba hasta la desesperación. Habría dado cualquier cosa por estar allí para verla llegar, esperarla hasta verla descender del avión, para reconocerla aun antes de habernos visto.

La noche me había sacado de circulación. Recordé la época en que, a esta misma hora, casi veinte años atrás, encendía al mismo tiempo el ordenador y el primer cigarrillo de una cajetilla recién comprada, abría el cuaderno de notas que había cerrado en la mañana, e iniciaba aquel viaje insensato que, al cabo de tantos años, había terminado trayéndome hasta aquí, hasta esto que ahora soy: alguien que vive envuelto en su propia atmósfera, rara mezcla de humo de cigarrillos, perfume, música, palabras y silencio. Un hombre que ya no teme mostrarse tal cual es, convencido como está de que, finalmente, ya se ha vuelto invisible...

Le había dicho que esta noche tenía que escribir. Lo que no le dije fue que pocas cosas me resultan tan difíciles de aceptar como el hecho de tener que escribir para seguir viviendo, que letra a letra, voy desbrozando el lugar donde colocaré mi próximo paso. Que la escritura es mi tumba. Que no escribo para "llegar a ser", ni "para realizarme", ni para hacer creer a mis contemporáneos que ocupo mi tiempo de una manera distinta... que escribo para dejar de ser...

Tampoco le dije que su amor por la poesía me dejaba perplejo, pues aun admitiendo que yo también, en otras épocas de mi vida, había podido creer en el valor de la poesía, había terminado saltando por la borda, y me había desprendido del alma su luminoso muermo.

También ella es falsa, la poesía: las suicidas de los poemas nunca mueren de veras. Los sueños que se nos atraviesan en mitad de la noche siempre terminan haciéndonos despertar. Al final de todos los pasillos y corredores por donde la vida nos susurra cada uno de sus misterios, siempre hay una puerta condenada con un letrero que dice: NO PASE. PERSONAL AUTORIZADO SOLAMENTE.

En realidad, esta noche tenía tantas ganas de escribir que no sabía por dónde empezar. Y lo peor es que no podía dejar de pensar en lo bien que me sentía hablando con ella. Hasta que pensé en Anubis, el abridor de caminos, y me dije:

—Hey, Anubis, señor de los perros, tú que abre las puertas de abajo, aquí está este perro del señor sentado a un lado del camino, sin querer probar ni la sal, ni el aceite. Tú que vendaste el cuerpo del esposo de tu tía Isis, protégeme esta noche de las sombras que me acechan. Haz que caigan sobre mí tus sagrados elementos, y que en el viaje que ahora inicio hasta el final de esta noche tus perras me hagan compañía.

Después me puse a escribir, pero ya todo era distinto...

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