viernes, 11 de marzo de 2016

Odalís Pérez y la condición de la palabra política en la República Dominicana

En esta entrada quisiera referirme brevemente a algunos conceptos externados recientemente por el Dr. Odalís Pérez en su ensayo titulado «La condición de la palabra política en la República Dominicana», en el que se refiere al premio recientemente otorgado por la Academia Dominicana de la Lengua al jurista y político dominicano Marino Vinicio Castillo, presidente del partido de ultraderecha Fuerza Nacional Progresista. 

En vista de que el texto del Dr. Pérez ha tenido una amplia repercusión en las redes sociales, me gustaría centrarme de manera exclusiva en mi tema. Quienes no lo hayan leído, pueden acceder a él haciendo clic aquí, toda vez que, antes de que aparezcan los consabidos agentes disuasivos repartiendo motivos para “dejar eso así” y los otros agentes opinantes que siempre andan apostando al “gallo” de su elección (pues, en sus cabezas, el mundo es una gallera y nuestro país es un circo), conviene que toda persona interesada de alguna manera en el devenir de las instituciones sociales y culturales dominicanas lea en frío este ensayo de Odalís Pérez. Solo así sería válido esperar, si se comprende la altísima postura ética que asume aquí el Dr. Pérez, que la suya no sea otra “voz que clama en el desierto”, y se evitará caer en el error de dar crédito a cualquier intento de confundir sus motivos con una simple diatriba politiquera en tiempos de campaña


Dice el dicho japonés que lo peor viene después de lo peor. Cabe preguntarse, sin embargo, qué puede ser peor para una sociedad que la más total confusión de sus valores simbólicos. Definitivamente, si antes estábamos crudos, ahora estamos podridos. Ah, pero eso sí, con un pergamino académico que lo certifica... Nuestra sociedad ha tocado fondo en numerosos aspectos y, por lo menos en lo que concierne a los fundamentos éticos de nuestra configuración sociocultural, desde más de un punto de vista estamos peor que nunca. 

Tantas veces va el cántaro a la fuente que al final termina por romperse. Desde los últimos años del siglo XX a esta parte, todos hemos sido testigos de la manera en que aquella vieja pileta con cuyas aguas antaño se ungían los pocos pero meritísimos sabios que andaban entre nosotros, la misma que otrora dispensaba casi con tacañería las escasísimas gotas de sus aguas consagradoras, ha venido a convertirse en poco menos que una batea de lavar la ropa sucia donde cualquiera mete la mano y la saca más sucia de lo que estaba. 

Que el director de la Academia Dominicana de la Lengua, Dr. Bruno Rosario Candelier, haciendo uso de sus fueros libérrimos, emplee la expresión "prócer de la palabra" para designar (casi por antonomasia, de acuerdo con su valoración) al Dr. Castillo, no constituye per se ningún problema. De hecho, en otras épocas afortunadamente obliteradas de nuestra historia, la adjetivación heroica de burócratas y funcionarios acostumbró los ojos y oídos de nuestra sociedad a consumir epítetos dedicados a otros tantos personajes siniestros. Lo que todos deberíamos deplorar es que el Dr. Candelier no haya agregado a su rosario de piropos destinados al Dr. Castillo otras cuentas, como aquellas que aludían al no menos procérico "ínclito" o "perínclito varón", por solo citar una. Después de todo, hasta no hace mucho, el estilo, si es que la palabra alcanza para designar la cosa, era el hombre.

Lo repito para mayor claridad: que el Dr. Bruno tenga a bien considerar al Dr. Marino Vinicio un "prócer de la palabra" no tiene ninguna importancia, pues no hay que buscar el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joao Corominas para saber que el término "prócer" no presenta algún "matiz oculto" que lo convierta en algo que no sea un sinónimo de "ilustre". De hecho, don Pablo, el barbero de las Mercedes donde me llevaba mi papá en mis años de infancia, es para mí todo un "prócer de las tijeras"; Julito, el dueño del colmado "Julito El Simpático", allá en la empedrada y empinada calle Hostos de mi infancia, era un "prócer del salchichón", etc. Es más, don Georgilio Mella Chavier, mi profesor de Historia y de Literatura en el Colegio Dominicano De La Salle, es para mí un "prócer de la palabra", pero no por eso considero necesario salir por ahí pidiendo un premio póstumo para honrar su memoria. A pesar de eso, considero que tendremos suerte el día que cada uno de nosotros coja su prócer y lo saque de paseo por las calles de nuestras ciudades. A lo mejor así se nos termina de acabar ese ansia de pergaminos, diplomas de reconocimiento, placas conmemorativas y premios. Sí: eso, premios, porque esta palabra sí merece que nos detengamos un poco a conocer su etimología:

«PREMIO, h. 1440. Tom. del lat. praemium 'recompensa', propte. 'botín, despojo'. El latinismo inglés premium (pronunciado prímium) ha dado prima 'pago ventajoso', med. S. XIX, pasando por el fr. prime, 1669.    Deriv. Premiar, h. 1440, lat. tardío praemiare».


Dudo mucho que a la mayoría de mis compatriotas contemporáneos les importe saber que la etimología de la palabra "premio" la convierte en sinónimo de "botín", o que la labor de las Academias de la Lengua es la de "limpiar, pulir y dar esplendor" a nuestra bella lengua castellana. Aun así, estoy seguro de que a muchos les interesará conocer las razones por las cuales el premio otorgado por esa cada vez más desprestigiada institución solo reviste de valor para quienes disfrutan de las cosas espurias, adulteradas, remedadas, falseadas o falsificadas.  

Hasta la fecha hemos estado acostumbrados a contemplar casi con pena el ridículo de una institución que, en nuestro país, hace figura de antigualla ineficiente, cuya función —totalmente ausente de la vida sociocultural contemporánea— se limita a protagonizar algunos actos de puesta en circulación casi siempre revestidos con la misma sospechosa pompa de las funerarias.

En efecto, aplicado al Dr. Marino Vinicio Castillo, lo de “prócer de la República” enuncia un juicio implícito cuyo desglose y ponderación correspondería pedirle al propio Dr. Bruno Rosario Candelier. Sobre este particular, citaré el siguiente fragmento del parte de prensa publicado por el Listín Diario en su edición del jueves 17 de diciembre de 2015 (disponible aquí):

«Al hacer entrega de la placa de reconocimiento, el presidente de la Academia Dominicana de la Lengua, doctor Bruno Rosario Candelier, expresó lo siguiente: “No se imagina usted la satisfacción que me produce entregarle este reconocimiento en nombre de la Academia Dominicana de la Lengua, justamente a usted, por el hecho de que la idea que yo tengo de lo que es un Prócer de la República, lo encarna usted; la idea que yo tengo de lo que es un Prócer de la Palabra, la encarna usted; y eso usted lo ha demostrado en múltiples ocasiones en sus intervenciones radiales y en la televisión; en su programa la Respuesta, en sus artículos, en sus intervenciones como orador; es decir, usted ha hecho uso de la palabra realmente de un modo ejemplar. Esta Academia, cuyo lema es ‘La lengua es la Patria’ valora y pondera todo lo que encarna una dimensión patriótica y usted ha sido un ejemplo admirable para nuestro país”» (el énfasis es mío, M.G.C.). 



janmādy asya yatah

Esta tarde, buscando ponerme en mi postura preferida —esa en que no soy nadie, tan solo un cuerpo que permanece—, mis ojos se toparon con uno de los paquetes donde guardo mis viejos manuscritos; mis manos lo abrieron casi involuntariamente, como si algo que yo mismo había guardado allí hace décadas me estuviese llamando desde el fondo de una de aquellas cuartillas que solía emplear para escribir en mi vieja Olivetti Línea 66 que alguien me robó, como tantas otras cosas.
Sin saber exactamente cuál de todos aquellos textos que allí había era el que me llamaba, me puse a hojearlos todos y a recordar todas las pasiones y oscuros estremecimientos que durante años me habitaron como una rara electricidad. Durante las últimas dos horas, he estado leyendo, una tras otra, muchas de aquellas cuartillas, y poco a poco he terminado arrepintiéndome de haber publicado hace poco, bajo el pretencioso título de Manicomio de papel (versión integral) una colección de aquellos textos que escribí en los difíciles años ochenta, pues acabo de descubrir no menos de cien textos que tienen todo el derecho de figurar junto a los demás.
Uno de esos textos es el que copio aquí abajo. Su título está extraído del Śrimad-Bhāgavatam, uno de los libros que leí con fruición en aquellos años en que anduve buscando mi camino.

janmādy asya yatah

«La verdad absoluta es el comienzo de toda creación».
Śrimad-Bhāgavatam

Ya nadie pregunta a Brahma
por Kāla, el eterno.
La ciudad es cada vez más cadáver,
cada vez más pesada sobre sí misma.

El mismo Brahma, el Primero,
ha perdido la salud y ganado el olvido.

Solo a veces,
una joven (¿hija de Kāla?),
como pariendo destellos,
abre su ventana para verse al espejo.

Ante su imagen infiel, Brahma bosteza.
¿Quién era? ¿Dónde sucedió? ¿Quién lo hizo?
Ya nadie le pregunta
por el origen de las causas.

La culpa es de Kāla, de todos y de nadie.
Él es el dueño de los espejos y las imágenes.
Él es lo joven, lo viejo, lo muerto y lo naciente.
Él es el tiempo, mutante e inmutable.

Kāla borda arrugas en rostros de barro.
Kāla levanta ciudades sobre el polvo de otras ciudades.

Ya nadie pregunta quién es Kāla
Brahma lo supo siempre (¿habrá que preguntarle?)
Kāla es el tiempo de crear el tiempo.
Kāla no es nadie.

g.c. manuel, 1981

He llegado a la edad de casi 55 años con los nervios convertidos en compota. Soy verdaderamente yo, y no Rubén Darío, quien debería decir que “cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer”. No lo digo, sin embargo, pues no es ese un asunto sobre el cual conviene andar por ahí dejando que se crea que uno presume de algo. Últimamente, una de las cosas que más me hacen llorar es la súbita (instantánea e impertinente) constatación de la finitud como el estado propio de la consciencia. Cada vez que creemos comprender algo, en realidad materializamos nuestra propia conciencia. La verdadera comprensión no está al alcance de los individuos, sino de la especie. Aquello que realmente “comprende” es la mente colectiva. Como individuos, poco importa cuán “vasto” o “potente” consideremos nuestro intelecto, solo podemos acceder a una ínfima porción de esa mente.  Cada una de las siguientes preguntas, por ejemplo, podrían responderse de infinitas maneras, sin que ninguna de ellas agote las posibilidades de obtener cada vez nuevas respuestas:
¿Se ha ido realmente el tiempo que pasó?
¿Es acaso el olvido el arca que nos salvará de ese perpetuo naufragio al que llamamos vida?
¿Estamos conectados para siempre con esa multitud de posibles seres que fuimos, necesariamente, para luego pasar a ser estos otros seres que somos?

Durante numerosos años de sangre y lágrimas fui aprendiendo a disfrutar de la humildad como el estado normal de mi materia mental. Esta tarde, con su voz de papel, este poema ha venido a recordármelo, y esta es mi manera de agradecerle al azar por esta nueva lección.

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...