jueves, 17 de julio de 2008

¿hay golpes muy fuertes en la vida? yo tampoco sé...

No es mucho el tiempo que ha pasado desde la última vez que colgué un texto en este espacio, pero es como si cada uno de los cambios que han venido transformándome desde adentro me hubiera quitado una esquirla hoy, una lasca mañana, ayer un trozo de nariz, antier alguno de mis brazos...

He cambiado tanto en los últimos tres meses que me pregunto si todavía soy «aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción profana», émulo secreto de alguno de mis Mí Mismos, enfermo de palabras ajenas, solitario consumidor de toda suerte de condumios neuróticos, bueno para las noches de luna llena, malo para soportar pendejadas... fuesen estas propias o ajenas.

Cada cambio que damos en la vida nos arranca un pedazo de ese ser que una vez quisimos ser y que nunca fuimos, ya que los cambios, cuando verdaderamente merecen ser llamados así, siempre se oponen a todos nuestros proyectos, es decir, no decimos: "quiero cambiar", y luego cambiamos, sino que es la vida la que nos cambia a su manera, de golpe o gradualmente. No entender esto es caer en ese tipo de locura tan típica de los nuevos ricos modernistas que consiste en creerse el «arquitecto de su propio destino», y soñar con que un día nos eligirán el «self-made-man» o la «self-made-woman» del año, y andar por la vida creyendo que nos llevamos el mundo por delante sin siquiera darnos cuenta de que hace rato que el mundo nos ha dejado atrás, bien atrás...

Esos sueños de poder son menos resistentes que una burbuja de jabón o de chicle en este mundo que solo puede compararse con un desierto lleno de cactus. Total, solo quienes se confiesan débiles son capaces de soñar con ser poderosos algún día.

En lo que a mí respecta, me limpio las manos con lejía antes de escribir en este teclado lo siguiente:

Si a poderosa vamos,
poderosa es la Señora Vida,
también conocida como Madame La Vie.

Ella nos golpea cuando quiere.
Ninguno de nosotros puede golpearla.

17 de julio de 2008

sábado, 19 de abril de 2008

Se fue

Estar, ser, ¿qué te digo? Puedes pasarte la vida tratando de entender la diferencia. Nuestra lengua inventó el existencialismo, es decir, la separación entre las dos manifestaciones del ser: la esencia (el ser) y la existencia (el estar). Sólo por eso, el español es la más humana de las lenguas, allí donde las hubiere.

Eso me recuerda una mujer. Sí, así de absurdo como suena.

Ella era alguien que se suicidaría algún día. Así la conocí y así la recordaré. Incapaz de reconocerse humana, se negaba a aceptar que hubiera alguien en este mundo que pudiera tener algo así como una vida personal aparte de la que ella, en su indulgencia suprema, le atribuía.

Era tan bella (sobre todo de noche) que atravesaba en todas sus formas el gas de la distancia, impune como el delito de haber nacido. Y cuando se le ocurría hablar, había que enterrarse en la propia piel de cualquiera de nosotros mismos y quedarse esperando hasta que pasara aquella increíble tormenta de palabras...

Como todos los seres perfectos, ella detestaba el error ajeno y la expresión de cualquier idea que comenzara con «dime...»

El diálogo con ella era más bien un diáblogo, pues solo de blog a blog podía uno hacerse una idea de la terrible distancia que nos separaba de su inconmensurable altura.

Como Dios, ella se fue un día y nunca más volvió. Solo a veces, al masticar al viento algunas sílabas cerradas junto a otras más abiertas, su más íntimo recuerdo se atreve a brotar, como un místico repollo, en medio de una conversación en la que uno habla de funtivos, de shifters, o de mecanismos de correferencia...

Al irse ella también, me dejó su ausencia como una nube gris a la que no exorcizan ni siquiera mis incontables cigarrillos...

Junio 17, 2008

jueves, 10 de abril de 2008

¿Decir adiós, adiós?


¿Es la vida un camino de una sola vía hacia la muerte? Si así es, ¿qué sentido tiene esa larga lista de adioses que se van acumulando a medida que avanzamos hacia la meta final, la cual, aunque sólo en algunos casos, suele también estar antecedida de una más o menos tediosa, más o menos triste y casi siempre patética lista de despedidas?

Uno de los orígenes de esa institución antropológica que en castellano recibe el nombre de despedida es el ritual funerario por medio del cual los pueblos antiguos buscaban propiciar el favor de sus dioses para hacer que el tránsito de sus seres queridos hacia el más allá resultara menos penoso. No en balde, en el pensamiento mítico, la idea de la muerte aparece asociada en la mayoría de las culturas antiguas con la de un viaje. "Irse" del mundo sin decir adiós, o sin permitir que los vivos "despidan" a sus muertos es uno de los tabúes fundamentales del pensamiento mágico-religioso. En uno de sus sentidos más generalizados, dicho tabú consiste en considerar a quienes mueren sin ser despedidos como agentes o vehículos de toda clase de infortunios. La despedida aparece así como lo que es: un ritual que propicia tanto la tranquilidad de quien “se aleja” como la de quienes “se quedan”.

La inevitabilidad de la muerte, es decir, de la separación, hace que el acto de despedirse acumule una suerte de mana o poder mítico: los chamanes y sacerdotes iniciados en los rituales propiciatorios se convierten de este modo en los administradores de la despedida ajena, en tanto que a ellos se les reconocía o se les atribuía cierto poder para facilitarles el tránsito a los difuntos.

Es probable que este sea también el origen de la práctica de intercambiar regalos con las personas que van a iniciar un viaje prolongado: regalar un recuerdo (un souvenir) es un remedo del antiguo rito funerario que consistía en enterrar a los difuntos con aquellas pertenencias de este mundo que pudieran funcionar como vínculos entre este plano y el o los otros.

Considerada desde este punto de vista, la palabra adiós (vae, en latín, de donde procede el actual vale) recupera su antiguo origen ritual: cada vez que decimos "adiós" a alguien, actualizamos el viejo rito que consistía en desprenderse del mana de aquellos que se alejan deseándoles al mismo tiempo buena suerte en su viaje, en su separación…

Paralelamente con este funcionamiento de la despedida como “bendición”, también existen rituales antiguos de rechazo o alejamiento de aquellos a quienes se les quiere condenar al destierro. Como se puede comprender fácilmente, en este caso se trata de otra variedad de despedida que “maldice” el recuerdo de aquellos a quienes se consideraron en vida personas non gratas.

En ambos casos, sin embargo, es la creencia mítica en el poder de la palabra el factor determinante, y solamente la intención de quienes se despiden puede permitir diferenciarlos...

lunes, 7 de abril de 2008

Todo ese tiempo perdido

Hasta hace poco, el día de mi cumpleaños solía ser para mí el peor de todos los días del año. Peor que el de Navidad, lo cual ya es mucho decir. Este año, sin embargo, lo he pasado fenomenal: disfruto de una bien merecida soledad, y no me quejo ni siquiera para no "perder la forma", como se suele decir comúnmente.

Debo aclarar, sin embargo, que he venido trabajando en la construción de mi bienestar actual desde los últimos diez meses: comencé soltando un lastre ponzoñosamente patético que venía cargando quién sabe desde cuándo. Luego me desintoxiqué, gracias a Joaquín Sabina, de una serie de tonalidades menores que me empañaban invariablemente los cristales de mis espejuelos, sobre todo cuando abandonaba el aire glacialmente climatizado de mi oficina para ir a meterme, a eso de la 1:00 p.m., en el infiernillo de mi automóvil en busca del olvido más cercano.

Basándome en mi experiencia, puedo afirmar que nueve de cada diez de las personas que me conocen consideran que soy un caso perdido. Contra ellas, no obstante, se levanta la voz de la aplastante minoría que representa la décima persona, es decir: yo mismo. Y, como siempre, la muy democrática razón del más fuerte termina siempre imponiéndose: gracias a ello, en mi cabeza mando yo, aunque no sin sobresaltos, desde luego.

El amor, por ejemplo, es uno de mis sustos preferidos. Alguien me ha dicho recientemente que soy incapaz de amar a nadie. Después de agradecerle el diagnóstico, quise saber en qué fundamentaba ella semejante afirmación. "Te quieres demasiado a ti mismo", fue la respuesta que me espetó, creyendo que con ella me apabullaría.

Pensé en mis incontables noches de náufrago solitario frente a la pantalla de mi ordenador; pensé en la multitud de veces en las que, por una sola palabra mía, se han interrumpido diálogos hasta entonces terriblemente lúcidos o verdaderamente absurdos (las únicas dos maneras en que me resulta agradable conversar con alguien, cuando puedo elegir); pensé en todo el tiempo que perdí, las decenas de años durante los cuales nunca pude encontrar otro culpable para aquellas situaciones de incomunicación en las que me encontrara involucrado de alguna manera, y después me dije: "¿y qué carajo hay de malo en que así sea?"

A juzgar por el actual precio del euro, lo mejor que puedo hacer en este día en que cumplo mis primeros 47 (cuarenta y siete) años es continuar queriéndome más que a nadie en este mundo, ya que pocas cosas me han salido más caras en esta vida que aquellas portentosas escaramuzas de zafarrancho entre dos en las que participé en aquella época en que todavía creía que algo así como una "pareja" valía la pena.

Hay gente incompleta que todos los días sale a la calle en busca de una "pareja" que les proporcione la ilusión de la completud. Yo he sido uno de ellos. Cuando era más joven, descubrí el indiscreto encanto que hay en abandonar estúpidamente la placidez de una lectura, a cualquier hora de la noche, para ir a entretenerme entre canciones y entrepiernas ajenas. Luego, cuando me llegó la hora de "sentar cabeza" (y no digo nada de lo que representa para mí esa insólita expresión, pues puede haber menores metidos en este blog), me las arreglé para continuar dedicándole a la lectura más del tiempo prudentemente necesario, con lo cual, a la vuelta de algunos años, siempre resultaba más conveniente cortar, como dicen, "por lo sano" y hacer como si aquí no hubiera pasado nada. Por eso precisamente, cuando uno de aquellos carruseles en los que me subía detenía sus vueltas en el cielo, volvía a subirme a otro, únicamente para volver a repetir mi solitaria hazaña.

Y así, he aquí que, recién llegado a mis cuarenta y siete años, he pasado esta tarde a recoger un letrerito que mandé a imprimir en hermosas letras góticas de color rojo, y que dice: "Ya mi carnaval pasó". Pienso colgarlo en la puerta de mi habitación. Y así será: no habrá más bailes de disfraces para mí. Si alguien quiere decirme algo, será únicamente cuando me encuentre en ánimo de escuchar. Y que no se me acerque nadie a ofrecerme ajos disfrazados de limones...

No. Ya no me interesa seguir perdiendo mi tiempo en esos jueguitos tontos de tú dijiste que yo dije que tú querías decir.

Algo me dice que, a partir de hoy, la vida y yo nos llevaremos mejor.


abril 7, 2008

domingo, 6 de abril de 2008

feliz cumpleaños, después de todo

¿Qué haces tú cuando alguien regresa a ti después de haberte ofendido, después de haberte abandonado, o simplemente después de haberse distanciado de ti sin causa alguna?

Un domingo cualquiera, mientras esperas que se acabe ese día tan aburrido en el que todo el mundo parece destinado a padecer sus propios recuerdos, una llamada telefónica te saca de ese limbo en el que habías encontrado, sin proponértelo, tu almohada.

--Hola --te dicen--. Soy yo.

Y claro, a "Yo" hacía por lo menos tres años que le habías perdido el rastro.

Nada, que te quedas de piedra, esperando que sea ella quien te tire la primera, luego la segunda y finalmente la tercera insinuación que te haga pensar que, verdaderamente, ha pasado algo extraordinario en la vida de esa persona que le hizo olvidar, en algún momento, todo lo que había marcado el final de aquella relación de la que hoy, al escuchar su voz, no logras recordar prácticamente --y no exageras-- nada.

Claro que uno puede, después de eso, preguntar:

--¿Cómo has estado? --o cualquier otra bobada: el teléfono lo aguanta todo, como dicen, y en materia de preguntas, esas que ninguno de los dos se atreve a formular son siempre las peores.

Los temas suben y bajan, como la fiebre, por una conversación sin rumbo ni porvenir. Y en un punto no preciso, es ella quien por fin se decide a romper el hielo:

--Te llamo para desearte feliz cumpleaños.

Y ahí está, por fin revelado, el secreto de esa llamada que atraviesa el negro océano de tres años de silencio.

abril 6, 2008

miércoles, 2 de abril de 2008

the long and winding road

¿Qué hacer con ese montón de cosas inútiles que vamos aprendiendo a medida que envejecemos?

Por ejemplo, recuerdo que no había acabado el bachillerato cuando mi familia me había inscrito en la Escuela Nacional de Bellas Artes, después de una estadía de un año en el antiguo Instituto Leonardo Da Vinci, donde estudié con Elías Delgado. En Bellas Artes hice los dos primeros años de la escuela de dibujo con el profesor Martín López, buen pintor y mejor persona. Poco tiempo después, conocería a muchos de los pintores de lo que hoy se llama la "Genración de los 80" mientras fumaba mis primeros cigarrillos sentado en los bancos del Parque Colón. La pintura siempre ha sido uno de mis artes favoritos, pero no: nunca llegué a ser lo que se dice un pintor. Ni siquiera mal dibujante.

Pues, casi al mismo tiempo en que comencé a desencantarme de mi antigua pasión por la pintura, me dio por creer que mi verdadera vocación era la música. Porque, claro: yo también quería ser músico de rock, guitarrista, para ser más preciso. Llegué incluso a disimular bastante bien mi desconocimiento casi total del solfeo, pues, gracias a mi oído, me las arreglaba para "sacar" las canciones que escuchaba en discos o en la radio con acordes que casi nunca eran los verdaderos, pero que sonaban más o menos bien.

De aquella ¿primera? vocación conservo todavía, casi tres décadas después, cierto gusto por eso que, en esta época de reguetones y perreos, casi se ha ganado el derecho a ser considerada como "música clásica": los Led Zeppelin, los Black Sabbath, los Judas Priest, los Emerson Lake & Palmer, los Yes, los Jethro Tull... (la lista es más larga que mi deseo de enumerarlos a todos).

No obstante, una tarde, me decidí a vender mi guitarra eléctrica, pues, de alguna manera, había llegado a creer que había descubierto finalmente mi "verdadera" vocación: las artes marciales. Recuerdo que decidí abandonar la música porque estaba convencido de que el fortalecimiento progresivo de mis músculos y ligamentos me impediría desarrollar mi destreza en el traste de la guitarra. Lo cual era falso, desde luego, pero me daba igual.

Pasé varios años tratando de aprender toda clase de técnicas. Durante ese tiempo, no encendí un solo cigarrillo, entrenaba todos los días durante varias horas en aquellas pintorescas "escuelas" de los años románticos de las artes marciales en Santo Domingo, las cuales, por lo regular, eran salones o patios de casas particulares donde un profesor (en mi caso, casi siempre un nacional chino) me sometía a toda clase de torturas. Una noche incluso me desmayé en el curso de una de aquellas prácticas: el agotamiento me puso a verlo todo del color de la sangre, la cabeza me daba vueltas, el aire me faltaba y mis piernas se volvieron de chicle. La suerte era que mi maestro en ese momento era un joven médico de nacionalidad dominicana pero nacido en China como el resto de su familia.

El susto no me amedrentó y continué practicando durante varios meses después de aquel episodio. Cuando regresaba a mi casa, sin embargo, me ponía a escuchar la radio de aquellos primeros años de la década de los ochenta, época en que descollaban grupos que tenían nombres de estados de la Unión: Kansas, Boston, Orleans, Chicago... y mientras aquella música sonaba sin cesar, yo leía.

Ahora que pienso en eso, no me sorprende que haya abandonado las artes marciales precisamente para volver a la música, luego de conocer a un grupo de amigos de mi hermano Carlos que ensayaban en un local de Ciudad Nueva. Esta vez, llegué incluso a tocar como segunda guitarra en dos conciertos públicos.

Sin embargo, como ya para entonces me había matriculado en la Universidad, una noche, mis amigos me llamaron para que asistiera a un ensayo y les dije que no, pues tenía que estudiar para un examen. Esa fue la última vez que la guagua de la música pasó cerca de mí, puesto que, en algún momento de aquellos años, me había acabado de hacer efecto el sutil veneno de esa mosca tse-tse que es la literatura, y me había fijado la absurda meta de convertirme en escritor.

Un cálculo apresurado me conduce a pensar que, entre la pintura, la música y las patadas, debí haber perdido algo así como siete años de mi vida alejado de lo que, desde niño, me había deslumbrado al punto de que nunca aprendí a bailar, ni a jugar pelota, ni a subirme a las matas como los demás niños de mi época: los libros.

Sin embargo, recordar todo esto no me deja en el ánimo ningún tipo de nostalgia, ni me conduce a realizar ninguna forma de reflexión que pudiera estar inspirada por el deseo de parecer que me he vuelto "más sabio" con el paso de los años. Antes al contrario: mis pasos perdidos, es decir, aquellos que di en mi juventud mientras trataba de orientarme en el interior del laberinto de mi propia vida, me permitieron descubrir por mí mismo una serie de cosas cuyo aprendizaje me habría tomado después muchísimo tiempo y esfuerzo, de no haberme atrevido a lanzarme como un desesperado a la realización de mis ilusiones en aquellos primeros años de mi vida.

Creo incluso que le debo a aquella desorientación inicial una parte considerable de mi actual concepción de mí mismo y de la vida. Por eso, a la pregunta que coloqué en el inicio de este post, sólo puedo responder de la manera siguiente: lo que un día llegaremos a ser, en el caso hipotético de llegue que ese día en que "seremos" alguien o "algo", solo podrá tener la consistencia y la forma de aquel o de aquello que un día fuimos.

lunes, 31 de marzo de 2008

Anubis ya no viste de azul


El día que me veas, quiero que estés de azul navy —me dijo.

Yo la dejé hablar: me constaba que sería improbable, en caso de que efectivamente llegásemos a conocernos un día, que recordara esa advertencia inusitada.

Lo poco que conocía de ella me intrigaba hasta la desesperación. Habría dado cualquier cosa por estar allí para verla llegar, esperarla hasta verla descender del avión, para reconocerla aun antes de habernos visto.

La noche me había sacado de circulación. Recordé la época en que, a esta misma hora, casi veinte años atrás, encendía al mismo tiempo el ordenador y el primer cigarrillo de una cajetilla recién comprada, abría el cuaderno de notas que había cerrado en la mañana, e iniciaba aquel viaje insensato que, al cabo de tantos años, había terminado trayéndome hasta aquí, hasta esto que ahora soy: alguien que vive envuelto en su propia atmósfera, rara mezcla de humo de cigarrillos, perfume, música, palabras y silencio. Un hombre que ya no teme mostrarse tal cual es, convencido como está de que, finalmente, ya se ha vuelto invisible...

Le había dicho que esta noche tenía que escribir. Lo que no le dije fue que pocas cosas me resultan tan difíciles de aceptar como el hecho de tener que escribir para seguir viviendo, que letra a letra, voy desbrozando el lugar donde colocaré mi próximo paso. Que la escritura es mi tumba. Que no escribo para "llegar a ser", ni "para realizarme", ni para hacer creer a mis contemporáneos que ocupo mi tiempo de una manera distinta... que escribo para dejar de ser...

Tampoco le dije que su amor por la poesía me dejaba perplejo, pues aun admitiendo que yo también, en otras épocas de mi vida, había podido creer en el valor de la poesía, había terminado saltando por la borda, y me había desprendido del alma su luminoso muermo.

También ella es falsa, la poesía: las suicidas de los poemas nunca mueren de veras. Los sueños que se nos atraviesan en mitad de la noche siempre terminan haciéndonos despertar. Al final de todos los pasillos y corredores por donde la vida nos susurra cada uno de sus misterios, siempre hay una puerta condenada con un letrero que dice: NO PASE. PERSONAL AUTORIZADO SOLAMENTE.

En realidad, esta noche tenía tantas ganas de escribir que no sabía por dónde empezar. Y lo peor es que no podía dejar de pensar en lo bien que me sentía hablando con ella. Hasta que pensé en Anubis, el abridor de caminos, y me dije:

—Hey, Anubis, señor de los perros, tú que abre las puertas de abajo, aquí está este perro del señor sentado a un lado del camino, sin querer probar ni la sal, ni el aceite. Tú que vendaste el cuerpo del esposo de tu tía Isis, protégeme esta noche de las sombras que me acechan. Haz que caigan sobre mí tus sagrados elementos, y que en el viaje que ahora inicio hasta el final de esta noche tus perras me hagan compañía.

Después me puse a escribir, pero ya todo era distinto...

podría ser peor: podríamos despertar algún día...

Si lo pensamos bien, en el mismo momento en que descubrimos, como aquel famoso personaje de Julio Cortázar, que nuestros pies comienzan a hundirse en la acera por donde caminamos, deberíamos alegrarnos en lugar de asustarnos.

En efecto, cualquiera que sea como nosotros, latinoamericanos de esos que rebotamos sin rompernos cuando chocamos con casi cualquier esquina de casi cualquier ciudad, tiene bien claro el significado de la palabra "borrarse". Por eso no es raro que, en ese mapa de la nostalgia que, todavía, que yo sepa, a nadie se le ocurre concebir, nuestros países cambian de nombre.

Por efecto de esa drástica lavativa mental que es la permanencia prolongada en un espacio que no es aquel en donde, cierto día, dejamos atrás las huellas de nuestra infancia, terminamos casi siempre asumiendo líquidamente la forma de esos nuevos recipientes que han terminado conteniéndonos, a veces a regañadientes, a veces con esa indiscreta forma de indiferencia que los periódicos llaman "tolerancia".

En eso no nos diferenciamos un ápice del africano que piensa en su Burkina-Faso en una esquina de Madrid, ni de la muchacha argelina que camina hacia la universidad embutida dentro de una parka de alpaca en alguna ciudad francesa. Ese somnífero llamado "capacidad de adaptación de los seres humanos" nos mantiene convenientemente aletargados en lo que respecta a la verdadera consistencia de ese suelo sobre el cual un día llegamos a creer que era posible un nuevo comienzo para nuestras vidas.

Sí. Fue ese mismo día cuando nos quedamos dormidos.

Por eso, insisto, deberíamos alegrarnos y no asustarnos cada vez que descubrimos que también en ese lugar donde nos hallamos se cuecen las mismas habas que creíamos haber dejado atrás. Y por eso también es mejor que continuemos sumidos todo el tiempo que podamos en ese dulce sueño que nos protege, igual que aquella mítica piscina amniótica, de los golpes y bruscos roces a los que día a día debemos enfrentarnos en nuestra nueva realidad.

Claro, podría ser peor para nosotros: podríamos despertarnos algún día...

con dos gotitas de veneno...

Sí, lo sé: tú también sabes que casi le robé el título a una canción de Tom Waits (Little Drop of Poison) para ponérselo a este post. Pero no sabes que, cuando barajaba ideas en mi mente para ver con qué escribía mi segundo post, sonaba precisamente esa canción en mi iTunes y tenía en los labios el último cigarrillo de la noche (solamente porque era, también, el último de mi segunda cajetilla de este domingo...) Y entonces recordé que Graxe, quien vive en Puerto Rico, había celebrado hacía poco el hecho de que, aquí en Santo Domingo, puedes tomar el teléfono y hacer que te traigan hasta la puerta de tu casa una cajetilla de cigarrillos a lomo de motocicleta casi a cualquier hora del día o de la noche...

Y fue entonces cuando me dije: "Caramba, ¿y si se exportara este sistema de "delivery" hacia otros países del mundo, qué sucedería?"

Y lo que pensé después me dio calambre en el epiplón.

Porque, claro: ¿te imaginas todo lo que debe suceder (o no suceder, según los casos) en una sociedad para que alguien --estamos hablando de centenares de jovenzuelos que pululan en sus motos por los cuatro costados de una ciudad que cada día se despierta desconociendo sus propios límites-- se pueda ganar la vida haciendo de muchacho de mandados en el 2008?

Imaginé un sindicato de "delivereros" (sí, eso mismo) cuyos miembros estuvieran prevalidos de uniformes, tarjetas de identidad con códigos de barras, lectores inhalámbricos de tarjetas de crédito y cuantos gadgets y aparaticos se quiera uno imaginar sin hacer que se sonroje ni uno solo de los amantes de las películas de James Bond, torpedeando el tránsito con sus pasolas en las avenidas de Québec, de Roma, de París o de Madrid, para ir a llevarle un frasquito de aceitunas a doña Agnes, la del piso trece del bloque C, apartamento 211 del Jardin Bouzignac y luego marcharse "en bola de humo", sin siquiera pedir propina por su servicio, y para colmo, con una sonrisa en los labios.

"Pero, ¿y si algo así fuera parte de la solución al problema del desempleo?", me pregunté. Y me reí, pues la ceniza de mi último cigarrillo comenzaba a caer sobre el teclado de mi laptop, y no lograba sacar nada en claro de mi ideota.

Y Tom Waits que me decía: "Me gusta mi ciudad con dos gotitas de veneno", y yo que ya casi no sabía cómo diablos terminar de escribir esto...

Por eso, cuando la canción terminó, se me ocurrió que era mejor pegar aquí el siguiente enlace a la canción de Tom Waits, y luego hacerme el loco. 



“Little Drop Of Poison”

I like my town with a little drop of poison
Nobody knows they're lining up to go insane
I'm all alone, I smoke my friends down to the filter
But I feel much cleaner after it rains

She left in the fall, that's her picture on the wall
She always had that little drop of poison
She left in the fall, that's her picture on the wall
She always had that little drop of poison

Did the devil make the world while god was sleeping
Someone said you'll never get a wish from a bone
Another wrong good-bye and a hundred sailors
That deep blue sky is my home

She left in the fall, that's her picture on the wall
She always had that little drop of poison
She left in the fall, that's her picture on the wall
She always had that little drop of poison

A rat always knows when he's in with weasels
Here you lose a little every day
I remember when a million was a million
They all have ways to make you pay
They all have ways to make you pay

Letras tomadas de: http://www.stlyrics.com/lyrics/shrek2/littledropofpoison.htm

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...