lunes, 7 de abril de 2008

Todo ese tiempo perdido

Hasta hace poco, el día de mi cumpleaños solía ser para mí el peor de todos los días del año. Peor que el de Navidad, lo cual ya es mucho decir. Este año, sin embargo, lo he pasado fenomenal: disfruto de una bien merecida soledad, y no me quejo ni siquiera para no "perder la forma", como se suele decir comúnmente.

Debo aclarar, sin embargo, que he venido trabajando en la construción de mi bienestar actual desde los últimos diez meses: comencé soltando un lastre ponzoñosamente patético que venía cargando quién sabe desde cuándo. Luego me desintoxiqué, gracias a Joaquín Sabina, de una serie de tonalidades menores que me empañaban invariablemente los cristales de mis espejuelos, sobre todo cuando abandonaba el aire glacialmente climatizado de mi oficina para ir a meterme, a eso de la 1:00 p.m., en el infiernillo de mi automóvil en busca del olvido más cercano.

Basándome en mi experiencia, puedo afirmar que nueve de cada diez de las personas que me conocen consideran que soy un caso perdido. Contra ellas, no obstante, se levanta la voz de la aplastante minoría que representa la décima persona, es decir: yo mismo. Y, como siempre, la muy democrática razón del más fuerte termina siempre imponiéndose: gracias a ello, en mi cabeza mando yo, aunque no sin sobresaltos, desde luego.

El amor, por ejemplo, es uno de mis sustos preferidos. Alguien me ha dicho recientemente que soy incapaz de amar a nadie. Después de agradecerle el diagnóstico, quise saber en qué fundamentaba ella semejante afirmación. "Te quieres demasiado a ti mismo", fue la respuesta que me espetó, creyendo que con ella me apabullaría.

Pensé en mis incontables noches de náufrago solitario frente a la pantalla de mi ordenador; pensé en la multitud de veces en las que, por una sola palabra mía, se han interrumpido diálogos hasta entonces terriblemente lúcidos o verdaderamente absurdos (las únicas dos maneras en que me resulta agradable conversar con alguien, cuando puedo elegir); pensé en todo el tiempo que perdí, las decenas de años durante los cuales nunca pude encontrar otro culpable para aquellas situaciones de incomunicación en las que me encontrara involucrado de alguna manera, y después me dije: "¿y qué carajo hay de malo en que así sea?"

A juzgar por el actual precio del euro, lo mejor que puedo hacer en este día en que cumplo mis primeros 47 (cuarenta y siete) años es continuar queriéndome más que a nadie en este mundo, ya que pocas cosas me han salido más caras en esta vida que aquellas portentosas escaramuzas de zafarrancho entre dos en las que participé en aquella época en que todavía creía que algo así como una "pareja" valía la pena.

Hay gente incompleta que todos los días sale a la calle en busca de una "pareja" que les proporcione la ilusión de la completud. Yo he sido uno de ellos. Cuando era más joven, descubrí el indiscreto encanto que hay en abandonar estúpidamente la placidez de una lectura, a cualquier hora de la noche, para ir a entretenerme entre canciones y entrepiernas ajenas. Luego, cuando me llegó la hora de "sentar cabeza" (y no digo nada de lo que representa para mí esa insólita expresión, pues puede haber menores metidos en este blog), me las arreglé para continuar dedicándole a la lectura más del tiempo prudentemente necesario, con lo cual, a la vuelta de algunos años, siempre resultaba más conveniente cortar, como dicen, "por lo sano" y hacer como si aquí no hubiera pasado nada. Por eso precisamente, cuando uno de aquellos carruseles en los que me subía detenía sus vueltas en el cielo, volvía a subirme a otro, únicamente para volver a repetir mi solitaria hazaña.

Y así, he aquí que, recién llegado a mis cuarenta y siete años, he pasado esta tarde a recoger un letrerito que mandé a imprimir en hermosas letras góticas de color rojo, y que dice: "Ya mi carnaval pasó". Pienso colgarlo en la puerta de mi habitación. Y así será: no habrá más bailes de disfraces para mí. Si alguien quiere decirme algo, será únicamente cuando me encuentre en ánimo de escuchar. Y que no se me acerque nadie a ofrecerme ajos disfrazados de limones...

No. Ya no me interesa seguir perdiendo mi tiempo en esos jueguitos tontos de tú dijiste que yo dije que tú querías decir.

Algo me dice que, a partir de hoy, la vida y yo nos llevaremos mejor.


abril 7, 2008

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