viernes, 18 de agosto de 2017

Corruptos profesionales y corruptos amateurs, o por qué nadie habla nunca de lo que hay que hablar en primer lugar

Siempre he considerado digna de admiración a la gente que, sabiendo qué es lo que hay que hacer, e incluso careciendo en muchos casos de las herramientas necesarias para acometer esa empresa en las mejores condiciones, se propone un día, en lugar de quejarse del lamentable espectáculo que ofrece la desidia general, poner manos a la obra y hacer aquello a lo que tantas personas le sacan el cuerpo, a pesar de estar ubicadas tal vez en mejor posición que ellos.
Vecinos que un buen día juntan medios y modos para tapar a cuenta propia los hoyos que afean sus calles y afectan sus vehículos; profesores que dedican horas de trabajo suplementarias a la nivelación de sus alumnos con o sin pedir remuneración a cambio (pues mucha gente parece sorprenderse todavía de que los profesores tengan, además, que pagar sus facturas), y amantes del arte y la literatura que dedican tiempo y esfuerzo a escribir libros que luego nadie leerá. Gente como esa me deja, lo confieso, verdaderamente estupefacto, y me pone a recordar los días de mi infancia en los que nunca podía tener en mis manos un radio de transistores sin que me pasara por la cabeza la idea de querer desarmarlo para ver cómo algo tan pequeño podía hablar y cantar tan bien.
Conste que no pretendo hacer aquí un elogio de la autarquía. Lo que no puedo aceptar es permanecer cruzado de brazos mientras veo pasar los últimos años útiles de una vida que bien pudo haber servido para otra cosa. Considero, eso sí, que no es lo mismo ser un sueco que hacerse el sueco, así como tampoco es lo mismo ser un diputado que hacerse el diputado, ni ser un escritor o un profesor que hacerse el escritor o el profesor. De ninguna manera se puede aceptar como buena y válida la confusión entre ambos, aunque el imitador cobre lo mismo o más que el original. O si no, trate de ir usted a que le cure una bronquitis alguien que finge ser un médico, y después hablamos. Claro está, en este punto, importa muy poco que ambos, el usurpador y el original pretendan “amar” por igual el oficio en cuestión: es por sus hechos (o sus obras) por lo que cada uno de nosotros debería poder seguir distinguiendo al profesional del simple amateur.
¿Tengo que precisar que, donde más arriba me refería a los amantes del arte y la literatura hablaba exactamente de eso: de los amateurs? Podría objetarse, ciertamente, que es precisamente a esa condición a lo que todos nosotros, sin excepción, nos hemos visto reducidos en esta época ingrata, incluso los que tenemos dos, tres e incluso cuatro grados universitarios en áreas de Humanidades.  Si me equivoco, que levanten la mano los literatos dominicanos: poetas, cuentistas, novelistas o dramaturgos —incluyendo entre ellos a los más premiados— que estén en capacidad de demostrarse a sí mismos que no son simples amateurs de un oficio del que nunca han podido vivir como auténticos profesionales. Sí, porque, por lo menos en mi época, lo normativo era oponer los amateurs a los profesionales, y cualquier otra cosa era simple chulería.
Es cierto, sin embargo, que la culpa no es del tiempo sino… de otra cosa. Recientemente me he encontrado sumamente simpático el comentario en las redes de un profesor dominicano de filosofía —que, por lo visto, todavía no se ha enterado de que, por lo menos en América latina, la filosofía no es una verdadera “profesión”, como tampoco lo es la literatura— quien hablaba inter pares sobre algo que interesaba a «nosotros (sic) los profesionales de la filosofía». Lo que sí vale la pena decir sin tener que peinarse la lengua no es que los filósofos son “más decentes” que los literatos, sino que solo alguien revestido con esa osadía propia de los locos intentaría “opinar” de filosofía sin haber estudiado, mientras que abundan, por el contrario, los opinantes literarios que parecen tomarse más en serio sus logomaquias peripatéticas que la inmensa mayoría de los literatos universitarios.
Cierto, la estrecha alianza entre el lumpenaje y la poesía —cuya última fecha de nacimiento conocida data de la famosa “Comuna de París”— hizo posible que prácticamente cualquiera se sintiera con derecho a reclamar un puesto en la “República de las Letras”, sin ni siquiera haber leído los libros que todo el mundo debería leer antes de comenzar a escribir. A ello contribuyó el Surrealismo y su maquinaria de propaganda replicada por las bocinas del anarco-trotskysmo, la cual aseguraba que la poesía estaba «al alcance de todos los inconscientes». Claro, los surrealistas estaban en campaña porque habían comprendido que, en el período de entre-deux-guerres, había demasiados bobos que engañar. Fueron ellos, de hecho, quienes le sacaron la última gota al Romanticismo agonizante: no en balde, sus descubrimientos y técnicas fueron recuperados, no por las escuelas y academias, sino por la publicidad, la verdadera garganta profunda de las sociedades occidentales.
No obstante esto, es fuerza reconocer que, ni en Europa ni en los Estados Unidos de América —a pesar del poderoso empuje del empirismo protestante que allí predomina—, la democratización de la producción literaria ha conducido nunca a la obliteración de la formación académica. En Francia, por ejemplo, aquello que decía Jean-Paul Sartre en 1947 acerca de los escritores franceses sigue siendo más o menos cierto en 2017: «[…] en Francia, donde el bachillerato es un diploma de burguesía, no se admite que alguien piense en escribir sin ser por lo menos bachiller» (Sartre, J.-P.: 1947, p. 206). Claro, el nuevo fenómeno de esta época neoliberal es que el campo literario se ha visto enturbiado por una apertura mercadológica sin precedentes que ha llenado de ranas la pecera. ¿Nostalgia de un mundo perimido? ¿Ganas de hacer la literatura great again, o simple vocación para llamar pan al pan, y estraperlo al estraperlo? Personalmente, yo me inclino por esto último.
Resulta simultáneamente curioso y revelador, en efecto, que en la República Dominicana —el lugar por donde la cultura europea entró al resto de América—, la  confusión entre el amateurismo y la profesionalidad haya permeado tan profundamente a todo el campo literario. Cualquiera diría, en efecto, que aquí nadie estudió nunca literatura de verdad, y que tampoco hay nadie aquí con capacidad para demostrarles a unas autoridades que cada día se entrecomillan más a sí mismas que sus cacareados “planes decenales de educación”, sus “currículos” y la inmensa mayoría de las ejecutorias que se vienen aplicando en el campo educativo dominicano desde 1995 hasta la fecha no solamente han resultado más dañinas para todo lo que se refiere a la configuración de nuestro campo literario, sino que han aumentado hasta niveles vergonzosos la brecha entre la educación pública y la privada.
Dicho así, parecería que se trata de uno de esos conflictos entre el “bien” y el “mal” como los que tanto les gusta a los estudios de Hollywood. Pero no. Aquí también tenemos universidades auto entrecomilladas. Como soy egresado de dos de ellas y he trabajado como profesor “a destajo” en por lo menos otras tres, podría usarlas como ejemplo de eso a lo que me gustaría llamar las causas locales de nuestra propia versión dominicana de la decadencia de las Humanidades, al margen del fenómeno de la globalización y de la imposición del paradigma neoliberal en los distintos contextos socioculturales. Evidentemente, no está entre mis objetivos hacer aquí semejante cosa, y no solo porque, como dice el refrán “quien levanta su falda enseña su nalga” —a pesar de que, por ahora, todavía prefiero usar pantalones—, sino sobre todo porque, en 1996, el país cayó bajo el modelo neoliberal, lo cual implicó el desmontaje acelerado (como si fuera a acabarse el rollo de una vieja película) de toda la tradición sociocultural dominicana y la puesta en marcha de otra cosa que todavía, veintidós años después, no se sabe bien qué es.
Lo que sí se sabe, no obstante, es que, en el curso de la más grande operación de suplantación efectiva que nuestra sociedad ha conocido desde la dictadura trujillista, hemos visto a tantos personajillos escalar puestos y subir escaños que, con solo mencionar dos o tres nombres, bastaría para que se me acusara públicamente de “resentimiento” —sin que a nadie le importe que este sea, precisamente, el mismo viejo “insulto” que se inventó la burguesía francesa, cuya mentalidad Balzac describió a la perfección en novelas como Papa Goriot y Las ilusiones perdidas, y sin que a nadie le importe tampoco que no vivamos en una novela de Balzac, sino en una sociedad que hasta mediados de 1980 era apenas una aldea donde todo el mundo se conocía.
Parecería, en efecto, que quienes últimamente acusan de “resentidos” a los que protestan por la corrupción que impera en nuestro país nunca han leído a Balzac. A pesar de que se llenan la boca (y los bolsillos) proclamando a los cuatro vientos su “amor” por el arte y la literatura.
Con lo que sí es seguro que todos ellos cuentan es con que, cuando una persona sensata abre los ojos para descubrir que hay tantas cosas por hacer en el país donde viven, de lo último que esa persona tiene ganas es de ponerse a criticar por aquí y por allá como un descosido. Por eso precisamente es que los usurpadores han podido treparse tan rápidamente a la mata de la importancia, porque hasta ahora han vivido convencidos de que la mayoría de las personas decentes de esta sociedad están sumamente hipotecadas o piensan que quienes critican al gobierno no son como ellos, es decir, no son “personas decentes”. Saben que, en cualquier barrio o sector dominicano por donde se mire, siempre serán tan solo dos o tres gatos quienes quieran ensuciarse las manos tapando un simple hoyo en el pavimento, pues el resto de las personas está esperando que otros vayan a resolverles sus problemas, como aquellos profesores que otorgan notas excelentes a sus alumnos, a sabiendas que no las merecen, basándose en el criterio de que “la vida se encargará de quemarlos”.
Es así como nos hemos pasado los últimos veinticinco años esperando que “el que venga atrás arree”. Poco a poco hemos venido viendo nacer, en el curso de este último cuarto de siglo, una distinción inédita entre los corruptos profesionales (quienes están en el poder) y los corruptos amateurs (todos nosotros). Los primeros, es decir, los profesionales, son aquellos que se las agencian para procurarse capital económico y simbólico a su paso por cualquiera de las fuentes (públicas o privadas) de poder. Los segundos (los amateurs) son aquellos que se resignan a vivir aceptando como buenos y válidos todos los hechos de los primeros, y que cada día prefieren amputarse aún más su derecho a exigir un tratamiento justo de parte de quienes les gobiernan.
Para que la resultante de esta oposición continúe siendo nula, resulta indispensable mantener al pueblo alejado de toda forma de instrucción literaria auténtica, mientras se lo engatusa con toda suerte de diplomitas, premios, ferias y otros reconocimientos que apuntalen el sentido “espectacular” de la cultura. ¿No es paradójico, en efecto, que el Ministerio de Cultura se encargue de impartir “talleres literarios” teniendo incluso a su cargo una “Dirección General” para esos fines, mientras el Ministerio de Educación se despacha unos currículos de educación primaria y secundaria en los que la literatura ha perdido toda su extensión gnoseológica y se propone, entre otras cosas, que un “madrigal” tiene el mismo estatuto textual que un anuncio publicitario? Nadie debería soprenderse, puesto que el mismo ministro de cultura, Sr. Pedro Vergés, es filólogo —y de los buenos, según me han dicho—, mientras que el ministro de educación es arquitecto. ¿Consideras, Sancho, que mi amigo Ramón podría desenredarme este entuerto? 
La situación es la siguiente: en nuestro país, el currículum es un documento llamado a regir con valor de ley a todo el universo educativo dominicano, y no solamente al sector público. No obstante, aunque dicha ley curricular se cumple de manera irrestricta en la casi totalidad de las escuelas públicas dominicanas, son muy pocas las del sector privado que se ajustan a sus criterios. De ese modo, cuando se somete a los centros educativos dominicanos a las pruebas estandarizadas extranjeras, nadie se sorprende de que la mayoría de los centros que las aprueban sean del sector privado. Hasta ahora, el sistema educativo dominicano ha venido operando dentro de este esquema, no obstante, como se puede comprender, semejante asimetría entre la educación pública y la privada es el caldo de cultivo donde se cocina una cuantiosa fractura social para un futuro no muy lejano.
No obstante, ¿saben qué pasaría si de repente un día, como decía Pavese, las “personas decentes” de nuestra sociedad comenzaran a pensar en voz alta? En primer lugar, contemplaríamos el súbito eclipse de un millón de soles de pacotilla que solo alumbran porque están conectados directamente a cualquiera de nuestras plantas generadoras (he ahí una de las razones imaginarias de nuestros interminables apagones); en segundo lugar, nos regalaríamos con el enmudecimiento súbito de la cáfila entera de “opinantes” y demás papanatas empoderados a los que, para nuestra suerte, nadie ya les hace caso pero igual continúan cobrando; y en tercer lugar, todos nosotros volveríamos a escuchar con placer la radio de nuestro país sin temor de quedar electrocutados con el sermón de tal o cual “ministro sin parroquia” (¿es casual esta isotopía léxica entre políticos y religiosos?) o con la interminable cháchara de quienes parecen ejercer el oficio de “voceros voluntarios” de la oficialía de turno.
He expuesto todo lo anterior a sabiendas de que nadie está obligado a lo imposible, que no por mucho madrugar amanece más temprano, que no hay mal que por bien no venga y cualquier otra de esas burradas con las que habitualmente se cierran todas las discusiones entre nosotros. Una situación como la que aquí describo resulta insoluble en el sentido común. Tampoco es de las que admiten una solución “a la carta”, sino de las que exigen, por el contrario la participación polémica y polemológica de todos los sectores, para así evitar que al final termine imponiéndose alguna solución “prefabricada” por alguno de los sectores participantes.
Y es por esto por lo que, a mi edad, solo creo en la gente que hace lo que hay que hacer, aunque no le convenga o aunque le cause más penas que gloria. Me atrevo a esperar, eso sí, que estas líneas sean leídas por todos, y no solo por quienes estén de acuerdo conmigo, pues desde más de un punto de vista, este es uno de los temas sobre los cuales más me gustaría estar equivocado.

Manuel García Cartagena, 2017


Notas.

SARTRE, Jean-Paul: "Situation de l'écrivain en 1947", en Qu'est-ce que la littérature. París. Idées/Gallimard. 1948.

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