Aprendí a reconocerlas viendo aquellos “cuadros de comedias”
que pasaban por la televisión dominicana en los años setenta del siglo pasado.
Posteriormente conocí a muchas recorriendo los pasillos de la UASD, al
principio de los años ochenta, pero solo pude entender cómo funcionan leyendo y
viendo algunas puestas en escena del teatro de Molière. Una buena manada de
hienas es todo lo que necesita una sociedad para mantenerse constantemente apalastrada
y zombificada entre el escarnio y el esperpento.
Supongo que abundarán aquellos que ni se dan por enterados de
su cuantiosa existencia entre nosotros, o peor, aquellos que ni siquiera pueden
“distinguir” entre un chiste y la burla vulgar, de estricta estirpe hienosa. Vaya
pues, para ellos, este breve paréntesis teratológico, antes de continuar lo que
aquí me he propuesto decir:
INICIO DEL PARÉNTESIS
TERATOLÓGICO
Los hiénidos
(Hyaenidae)
Las hienas pertenecen al grupo de los hiénidos. Se trata de seres
bípedos que han perdido la risa, han perdido el color, y cuya mayor ambición
era antes la de vivir en Gascue o en la Zona Colonial y hoy en cualquier torre
de la Anacaona, Bella Vista o Piantini, cuando no en el extranjero. La misma
evolución que les arrancó de cuajo la risa, a mediados de la década de 1970,
les enseñó luego a burlarse para intentar sobrevivir. Y así viven, movidos por
un programa de corrosión universal, aspirando a reemplazar la consciencia colectiva
por su aburrida monserga de nostalgias recién fritas. Sus marcados hábitos gregarios
obligan a referirse a ellos en plural, pues no suelen ir solos ni siquiera al
baño. Entre la interminable serie de sus rasgos característicos, destaca, de
manera particular, su incapacidad de comprender los contextos donde se
manifiestan el Ser y el Hacer de los demás.
FIN DEL PARÉNTESIS
TERATOLÓGICO
Hace falta de todo para hacer un mundo, dice el proverbio
francés, pero en el caso de las hienas, como en el de los mosquitos y demás
clases de vampiros, la incitación al crimen ecológico nunca será desproporcionada.
Una hiena nunca está sola: como los demonios, su otro nombre es
Legión. Asimismo, las hienas se autosignifican mutuamente, como por
reverberación espontánea. Pero cuidado si te interesa que una de ellas te
signifique: jamás lograrás pasar por la terrible barrera cruzada de lenguas con
forma de tenedor que las demás dejarán caer sobre ti. Una vez te veas bajo el
influjo de las hienas, primero te voltearán el alma como un guante hasta exponer
al sol hasta la última gota de tu estiércol espiritual. Luego echarán tu
ectoplasma a la cuneta más cercana, le echarán cachú a tu chi, destaparán un
chin tu yin y un chon tu yang, y cuando terminen de expoliarte, descubrirás que
a ninguno de aquellos a quienes antes considerabas tus “amigos” le interesa saber
nada de ti ni de lo tuyo. Y así, bagaceado, escupido y arrojado a la calle
hasta que te pudras en vida más y mejor que después de muerto, solo escaparás
de su condena pegándote como un chicle al zapato del primer o la primera viandante
que te pise sin darse cuenta, quien te llevará lejos de su influjo a cualquier
sitio sombrío donde, tras quitarse sus zapatos, te olvidará y volverá arrojarte
en cualquier rincón de su closet.
Y cuidado si crees que evitando su compañía escaparás
realmente a la maldición de las hienas: imagínalas sentadas en aquelarre,
solaceándose a la luz de una farola, mientras escuchan a uno de los suyos leerles
la nómina de todos aquellos a quienes aún no han jodido. Así, mientras tú
duermes, alguien se está encargando de prepararte la sopa de churreta con que los
demás te desayunarán, sin saberlo, con rápidos sorbos mientras la hora avanza.
Y cuando escuches que, por la radio, alguien menciona tu nombre, cambia rápido
de estación si no quieres enterarte de que alguien te está embarrando; cierra
de paso todas tus cuentas de facebook, tweeter o instagram, pues sin saberlo
has estado proporcionándoles a las hienas todos los datos con los que engordan
sus legendarios expedientes en tu contra. Y que nunca se te ocurra tener la
mala idea de intentar sobresalir ni un milímetro por encima de alguna de ellas
si no estás preparado para recibir una larga y duradera dosis de su vómito. Claro,
a ninguno de ellos parece importarles, pero hiena rima con mierda.
Y sí: las hienas no son humanas, porque ningún humano sería capaz
de ser tan implacable. Como auténticos cobradores del diablo, únicamente se
acercan a ti si creen que pueden sacarte alguna ventaja. Siéntete pelota de
basquet en sus manos, si alguna vez te tocan. Olvida y tumba todas tus esperanzas,
muchacho, muchacha, si alguna vez tus planes se cruzan con cualquiera de los
suyos. Antes, mucho antes de que comiences a creer que algo parecido a lo que
te interesa se te va a dar, hace rato que las hienas te habrán echado
burundanga en el frío-frío, y todo se te volverá meo de gato, peo de perro o
promesa de funcionario.
Las hienas se reproducen, es decir, no solamente “duran” sino
que “perduran” multiplicándose, es decir, cambiando de caras y de gestos. Tan
conscientes están de ser hienas, que ni siquiera la muerte de alguno de los
suyos es capaz de sobrecogerlos, pues saben que un mismo impulso los mantiene
unidos desde esta a cualquier otra orilla de la vida. Tan ensoberbecidos por su
propia insignificancia anda esa camada que muchos de ellos se han creído el
cuento de que son ellos quienes saben y escogen quiénes entrarán en la historia
y quiénes se quedarán a limpiar y recoger los platos cuando la fiesta acabe.
Por eso los vemos a todos “canonizarse canonizando” como el que se caga y no lo
siente: se creen los inventores del mete-saca, y por eso actúan en cualquier
escenario operando una práctica de inclusión-exclusión tan soez como ellos
mismos.
Sin embargo, aunque, juntos o por separado, cada uno de ellos
se cree por encima de los normales seres mortales, hay algo que los puede
destruir para siempre, y es hora de decirlo, antes de que también estas letras
caigan en su poder: eso a lo que me refiero es la verdad, pero no esa “verdad
que os hará libres”, sino esa otra verdad que cae como una espada sobre el
cuello de los opresores. Esa verdad es la consciencia de lo que son, en sus
manifestaciones más características, las hienas. Esa consciencia de la que
hablo es la que nos permite comprender que, si el valor de cualquier cosa es algo
tan espurio que depende exclusivamente de la opinión de alguien (así sea una
logia, una casta, un clan, una pandilla, una iglesia, un partido o un simple
pelafustán con ínfulas de monosabio), entonces el verdadero problema está en la
noción misma de valor. Solo si quitamos
del medio la noción de valor podremos descubrir la verdadera cara que cada una
de las hienas esconde debajo de sus múltiples máscaras.
Esas hienas que tan inteligentes se sienten cuando se burlan
de todo son, en realidad, personas incapaces de soportar su propia mediocridad.
Por eso necesitan apandillarse y empujarse mutuamente para aplastar y torpedear
a todos aquellos que no pertenezcan a su grey. A fuerza de admirarlos, han
aprendido a comportarse como si fuesen
políticos, y entre todos han logrado conformar una suerte de república
paralela. Cada tanto, hacen que entre los suyos sea elegido un diputado,
nombrado un embajador, un director de esto, una encargada de aquello. Luego,
por medio de invitaciones y sinuosas promesas, se agencian las atenciones de algunos
periodistas, de algunos artistas y de algunos escritores, inteligentemente
escogidos entre las “jóvenes promesas”, pues todas las hienas nacen sabiendo identificar
el talento ajeno. Comienza entonces la lenta pero consciente tarea de lavar,
reducir, acomplejar o amoldar, compartimentar o cocinar aquellos cerebros que
puedan servir para la causa de la especie. A todos los demás candidatos
involuntarios a ser hienizados se les reservará la misma suerte que a los
prisioneros de guerra en el antiguo Japón Imperial: se les someterá a toda
clase de tratamientos de alteración de su identidad social hasta dejarlos
parcial o totalmente convertidos en simples guiñapos morales, incapaces,
incluso, de percatarse de que quienes los han jodido tan terriblemente durante
toda su vida son los mismos a quienes ellos insisten en llamar “amigos”. Que se
sepa de una vez por todas: es esta, precisamente, la más letal de todas las
armas de las hienas: el ácido rumorífico,
el cual, emulando la hiel o el veneno de ciertos ofidios, paraliza antes de
matar, mata antes de destruir y destruye antes de borrar la memoria de las
personas.
Los infelices seleccionados, por su parte, seguirán siendo “jóvenes”
aunque se queden calvos y aunque tengan que recortarse o recogerse periódicamente
las tetas para no pisárselas cuando caminan, solo que también seguirán siendo
simples “promesas” eternamente incumplidas hasta que su promoción resulte
conveniente para los fines de la especie. Solo entonces, como un zepelín que
emerge de las nubes o un nautilus que resurge del agua bajo el mando de algún
“comandante Nemo”, sus nombres aparecerán en el periódico después de esto o de
aquello, presentados, eso sí, por algunas de las hienas oficiantes, hierofantes
de esto o de aquello, quienes saludarán al ex joven, ahora sí, como a uno de
los suyos, para que la fiesta continúe.
Y ahora que sabes todo esto acerca de las hienas, solo tienes
una opción: anda y sal corriendo a buscar a las hienas que te queden más cerca.
Atrévete a escoger sin esperar que ellas te escojan. Entrégales tu amistad y tu
confianza, y aprenderás a burlarte de todo el mundo soportando primero que se
burlen de ti, pues nada enseña mejor a pensar con la cabeza ajena que padecer
con la cabeza propia aquello que uno se niega a pensar. Así, cuando las hienas
sean tus pastores, nada te faltará. Te moverás pisando las cabezas de todos y
saldrás en la mayoría de esas fotos que tanto crees admirar. Y sobre todo, podrás
conocer el lujo de que te saluden por la calle personas a quienes ni siquiera
conoces, pues, una vez hienizado, serás parte de la manada, y tuyo será el
reino, el poder y la gloria… por lo menos hasta que las otras hienas quieran.
Manuel García-Cartagena
18 de diciembre de 2016
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