Esta tarde, buscando ponerme en
mi postura preferida —esa en que no soy nadie, tan solo un cuerpo que permanece—, mis ojos se toparon con uno
de los paquetes donde guardo mis viejos manuscritos; mis manos lo abrieron casi
involuntariamente, como si algo que yo mismo había guardado allí hace décadas
me estuviese llamando desde el fondo de una de aquellas cuartillas que solía
emplear para escribir en mi vieja Olivetti Línea 66 que alguien me robó, como
tantas otras cosas.
Sin saber exactamente cuál de
todos aquellos textos que allí había era el que me llamaba, me puse a hojearlos
todos y a recordar todas las pasiones y oscuros estremecimientos que
durante años me habitaron como una rara electricidad. Durante las últimas dos
horas, he estado leyendo, una tras otra, muchas de aquellas cuartillas, y poco
a poco he terminado arrepintiéndome de haber publicado hace poco, bajo el
pretencioso título de Manicomio de papel
(versión integral) una colección de aquellos textos que escribí en los
difíciles años ochenta, pues acabo de descubrir no menos de cien textos que
tienen todo el derecho de figurar junto a los demás.
Uno de esos textos es el que
copio aquí abajo. Su título está extraído del Śrimad-Bhāgavatam, uno de los libros que
leí con fruición en aquellos años en que anduve buscando mi camino.
janmādy asya yatah
«La verdad absoluta es el comienzo de toda creación».
Śrimad-Bhāgavatam
Ya nadie pregunta a Brahma
por Kāla, el eterno.
La ciudad es cada vez más cadáver,
cada vez más pesada sobre sí misma.
El mismo Brahma, el Primero,
ha perdido la salud y ganado el olvido.
Solo a veces,
una joven (¿hija de Kāla?),
como pariendo destellos,
abre su ventana para verse al espejo.
Ante su imagen infiel, Brahma bosteza.
¿Quién era? ¿Dónde sucedió? ¿Quién lo hizo?
Ya nadie le pregunta
por el origen de las causas.
La culpa es de Kāla, de todos y de nadie.
Él es el dueño de los espejos y las imágenes.
Él es lo joven, lo viejo, lo muerto y lo naciente.
Él es el tiempo, mutante e inmutable.
Kāla borda arrugas en rostros de barro.
Kāla levanta ciudades sobre el polvo de otras ciudades.
Ya nadie pregunta quién es Kāla
Brahma lo supo siempre (¿habrá que preguntarle?)
Kāla es el tiempo de crear el tiempo.
Kāla no es nadie.
g.c. manuel, 1981
He llegado a la edad de casi 55
años con los nervios convertidos en compota. Soy verdaderamente yo, y no Rubén
Darío, quien debería decir que “cuando
quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer”. No lo digo, sin
embargo, pues no es ese un asunto sobre el cual conviene andar por ahí dejando
que se crea que uno presume de algo. Últimamente, una de las cosas que más me
hacen llorar es la súbita (instantánea e impertinente) constatación de la
finitud como el estado propio de la consciencia. Cada vez que creemos
comprender algo, en realidad materializamos nuestra propia conciencia. La verdadera comprensión no está al alcance
de los individuos, sino de la especie. Aquello que realmente “comprende” es la
mente colectiva. Como individuos, poco importa cuán “vasto” o “potente” consideremos
nuestro intelecto, solo podemos acceder a una ínfima porción de esa mente. Cada una de las siguientes preguntas, por
ejemplo, podrían responderse de infinitas maneras, sin que ninguna de ellas
agote las posibilidades de obtener cada vez nuevas respuestas:
¿Se ha ido realmente el tiempo que pasó?
¿Es acaso el olvido el arca que
nos salvará de ese perpetuo naufragio al que llamamos vida?
¿Estamos conectados para siempre con esa multitud de posibles seres que
fuimos, necesariamente, para luego pasar a ser estos otros seres que somos?
Durante numerosos años de sangre
y lágrimas fui aprendiendo a disfrutar de la humildad como el estado normal de
mi materia mental. Esta tarde, con su voz de papel, este poema ha venido a
recordármelo, y esta es mi manera de agradecerle al azar por esta nueva
lección.
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