Las redes sociales de todo el mundo, por lo menos en los tres
idiomas en que leo con mayor fluidez, se han saturado de “opiniones” a favor o
en contra a partir del momento en que el mundo se enteró de la noticia de que la
Academia Sueca le había otorgado el premio Nobel al gran Bob Dylan, con quien
mi generación (nací en 1961) aprendió, entre otras cosas, a maldecir, a
enamorarse, a rabiar contra los poderosos, a ver y creer en la lluvia como un
acto revolucionario y, sobre todo, a saber que no existe ninguna diferencia
entre un poeta y alguien que canta por las calles acompañado de una pandereta.
Todavía recuerdo los años en que, ilusionado por la idea de la
literatura que consagraban los libros y repetían algunos profesores, también yo
llegué a creer que existía algo así como una “gran” literatura que se oponía, evidentemente, a aquello que, a falta de
otro nombre mejor, se designaba como “subliteratura”, y que trazando entre
ambas una raya de Pizarro se arreglaba
el problema. En efecto, de ahí a identificar aquella “subliteratura” con la
noción anglosajona de “best-seller” solo había un paso que, en el peor de los
casos, podría salvar el honor mancillado de quienes nunca fueran tocados por la
“gracia” del gran público.
Y en efecto, hasta el famoso (y excelente) libro de David
Viñas Piquer titulado El enigma best
seller. Fenómenos extraños en el campo literario (2009), pocas personas se atrevieron a poner en relación el concepto de literatura
con el de mercado. Lo cual no quiere decir que tal cosa no se sabía. Claro que
se sabía. Desde los primeros trabajos sociológicos de Pierre Bourdieu se sabía.
Desde que los estudios de Itamar Even Zohar sobre el sistema literario
comenzaron a ser discutidos y entendidos, se sabía. Solo que nadie se atrevía a
ponerle semejante cascabel a ese gato.
Y era normal que así fuera en aquella época en que todavía no se
había producido el “tsunami” bibliográfico que terminó convenciendo a la
mayoría de la gente de que exactamente cualquiera
podía ser considerado un escritor, e incluso un “gran” escritor. Como un cáncer
fuera de control, y contraviniendo los principios más elementales de la
economía, el sector editorial no solo se las arregló para matar su propia
versión de la gallina de los huevos de oro, sino que también las universidades
apagaron sus calderas y dejaron que se les oxidara la bicicleta de pensar.
Es probable, en efecto, que quien haya logrado hacer que las
editoriales se tragaran el cuento de que multiplicar geométricamente la oferta
bibliográfica era la mejor vía de revertir el efecto de una demanda de libros
cada vez más reducida ni siquiera se detuvo a reflexionar un momento sobre las
desastrosas consecuencias que acarrearía sobre el campo literario una decisión como
esa, la cual solo se podría comparar con eso a lo que llamo, con el debido
respeto de la comunidad judía, el efecto anti-Hitler: multiplicar al infinito lo mismo que se
desea aniquilar produce el mismo efecto que un exterminio masivo.
Y sí: la invasión de los “demasiados libros” (cf. Gabriel
Zaid) no solo nos parece ahora una realidad inevitable, sino que, al parecer,
nadie se atreve a establecer una relación entre este fenómeno y ese “fin de la
literatura” que tantas veces se viene cacareando luego de la concesión del
premio Nobel a Dylan aunque se trate, evidentemente, de uno de los peores
peligros que amenazan actualmente al arte literario. Y claro, a ese respecto,
nadie en las universidades ni en las academias ha dicho “esta boca es mía”. Unas
universidades que, dicho sea de paso, todavía insisten en ocultar (como si no
fuese un secreto a voces) que sus departamentos de Humanidades también se han sometido
al pragmatismo neoliberal y, desde mediados de la década de los 90, imponen “reajustes”
en toda Europa avalándose en ordenanzas ministeriales mandadas a hacer a la
medida y alegando un “retraso” en materia de innovaciones tecnológicas para disimular
el verdadero destino de los fondos internacionales y los numerosos recortes presupuestales
que afectan cualquier investigación sobre temas puramente “literarios”, con el
único propósito de escurrir mejor el bulto.
En los países latinoamericanos, la avanzadilla de este proceso
de deslegitimización de los estudios literarios fueron los distintos procesos
de “reforma curricular” que, de manera sintomática, tuvieron lugar
simultáneamente en la mayoría de nuestros países a partir de la misma década de
1990. No es nada casual que prácticamente la totalidad de dichas reformas hayan
estado inspiradas en el nuevo credo pragmático que tiende a confundir la
literatura (escrita así en minúscula, pues ese término ya no designa la antigua
materia que se impartía con ese nombre) con una simple categoría tipológica.
Para lograr este propósito, en todas partes de Latinoamérica se
ha excluido sistemática y estratégicamente de las camarillas ministeriales a
toda persona con formación universitaria en el área de Letras y se ha reclutado
a una serie de personajes oriundos de alguno de los nuevos programas sucedáneos
y vagamente “posmodernos”, llámense estos “Lingüística aplicada”, “Lingüística
textual”, “Estudios Culturales”, etc. Así, en el curso de los tres lustros que
ya lleva acumulados el siglo XXI, al menos cuatro promociones de bachilleres
han sido formados en la nueva lógica que aspira a borrar de los programas de
enseñanza toda noción literaria de la literatura.
Por absurdo que parezca, no es la primera vez en la historia
que se verifica el intento de cambiar de paradigma reformando las bases el
sistema educativo. Algo parecido se hizo en Europa en el siglo XVIII ante el
avance de la revolución industrial impulsado por la corriente de pensamiento
positivista. Como nos lo recuerda Dominique Juliá, también en ese siglo se
impusieron una serie de: «[…] reformas encaminadas a sacudir el pesado yugo de
las humanidades clásicas para abrir la enseñanza secundaria a las disciplinas
científicas» [1].
Interesa citar aquí a Juliá, quien recuerda que:
«[…] el Testamento político de Richelieu, texto citado a menudo, que
desarrolla una argumentación reiterada invariablemente en el curso de los
siglos XVII y XVIII: las letras “no se deben enseñar a todos indiferentemente”;
un Estado se haría pronto “monstruoso” si todos los sujetos que lo habitan
fueran sabios; y sobre todo, un número excesivo de colegios supondría la ruina
de la agricultura y llenaría el país “de trapaceros más idóneos para arruinar a
las familias y perturbar la tranquilidad pública que para procurar algún bien a
los Estados” (op. cit., p. 71».
Nadie debe sorprenderse, pues, de que las consecuencias de
aquellas reformas hayan sido igualmente nefastas para la Literatura: el
abandono de las viejas tradiciones escoltó y acompañó el olvido de las antiguas
formas y valores, después de lo cual varios siglos de glorioso pasado quedaron
sellados por el avance de aquella impetuosa tormenta ideológica conocida como
el Romanticismo.
Ese, y no otro, es el triste escenario contra el cual se
proyecta este falso dilema en el que mucha gente carente de in-formación que le
permita juzgar el valor de una propuesta estética como la de Dylan (aunque sea
para rechazarla con argumentos válidos) nos abruma con sus muy respetables
“opiniones” sobre este o cualquier otro tema relacionado con eso que hoy muy
pocos pueden saber, es decir, que la idea de Literatura que hoy se quiere
descartar es la que impuso el Romanticismo, pero que nada, ni el
neoliberalismo, ni el premio Nobel, ni la saturación cualquierizante de “cosas”
con formato de libros logrará borrar de los seres humanos la necesidad
antropológica de acceder a nuevas representaciones de lo real, ya sea por la
vía de la ficción o por la vía de la emoción estética que proporciona la
palabra poética.
Solo desde la ignorancia respecto a la historia de las formas
literarias se puede alegar que un cantante no puede ser reconocido como poeta,
e incluso como gran poeta. Baste con recordar aquí que el filósofo alemán
Friedrich Nietzsche dedicó a ese tema uno de sus textos fundamentales: El nacimiento de la tragedia en el espíritu
de la música, obra en la que deslinda las dos principales corrientes que
impulsaron el desarrollo de la poesía junto con el de la música en la antigua
Grecia: la dionisíaca, heredera de la
gran tradición órfica, orgiástica y excesiva, y la apolínea, caracterizada por una búsqueda esencial de la mesura y el dominio de la técnica
expresiva. La música ha estado
asociada a la poesía desde la antigüedad hasta nuestros días. De hecho, fue
solo con la invención de la imprenta (siglo XV) que se hizo necesario dominar
el hábito de la lectura silenciosa:
antes de esta “novedad” tecnológica, lo normal era que el lector recitara en voz alta, a menudo
siguiendo una línea melódica para facilitar su memorización, aquello que leía.
Bien contados, hay, pues, en la historia de la Literatura, más siglos durante
los cuales la música y la poesía estuvieron inseparablemente unidas que los
transcurridos desde el siglo XV hasta esta fecha.
Píndaro, uno de los más famosos poetas líricos de la antigua
Grecia nacido hacia el 518 a. C., componía y cantaba sus odas acompañado de la
lira, instrumento asociado en la mitología griega al mismo dios Apolo. En la
antigua Grecia se llamaba aedos (del
griego ἀοιδός, aoidós, «cantor») a unos artistas que cantaban epopeyas
acompañándose de un instrumento musical. En otras tradiciones antiguas, como la
hebrea, se cantaban salmos en los cultos del templo y en las sinagogas después
de la diáspora. No es por casualidad si uno de los primeros textos escritos en
lengua española se llama precisamente el Cantar
de Mio Cid: este texto, igual que muchos otros escritos en otras lenguas
romances (cf. La Chanson de Roland, del
siglo XI), era cantado por menestreles y juglares de la misma manera en que aquel
muy femenino género de la chanson de
toile integraba textos que las mujeres cantaban mientras trabajaban en el
telar, siendo esta una práctica muy popular en el siglo XIII francés.
Entre entre el año 1000 y 1350, surgen los troubadours en la zona del sur de Francia
conocida como el Languedoc en honor al conjunto de variantes dialectales que se
hablaban en esa zona: la lengua d’Oc, también llamado occitano o lengua provenzal.
Los troubadours eran por lo general
personajes de alto rango social que componían la música y escribían la letra de
sus canciones en la lengua occitana en la misma época en que surge en ese país
el amor cortés. Una vez compuestas,
las canciones de los troubadours eran luego interpretadas en distintos lugares
por los ménestrels (juglares). Se
conservan los nombres de 450 troubadours
y más de 2,500 canciones [2].
En la segunda mitad del siglo XII, surgen a su vez en el norte
de Francia, donde se hablaba otro conjunto de dialectos conocidos como lengua
d’oïl (el término oïl derivaría luego
en el actual oui francés), los trouvères, quienes también eran
músicos-poetas. Estos adaptaron las canciones corteses de los troubadours y agregaron nuevas formas (laïs = lamentos, romances = relatos sobre las acciones de héroes y grandes
personajes, pastoral = poemas de amor
en los que un caballero corteja a una pastora que generalmente no accede a sus
requiebros), rondeau = rondas o
canciones que se podían cantar a coro, etc.
Es con la decadencia de la poesía a favor del teatro durante los
siglos clásicos (del siglo XVII al XVIII), pero sobre todo, a partir de la
redacción de los primeros ensayos de Poética basados en Aristóteles, como el de
Nicolas de Boileau, cuando comienza a distinguirse formalmente entre poemas y
canciones. Se esboza así una primera distinción genérica entre el “poema
cantado” y el “poema escrito” carente de todo tipo de fundamentación histórica
pero que será validada por las mismas instituciones que posteriormente (al
final del siglo XVIII) reducirían drásticamente la enseñanza de las letras en
los centros de enseñanza.
No es posible enfrentar de manera pasiva el impresionante
despliegue de estolidez que ha sucitado la premiación de Bob Dylan por la
Academia Sueca: la cobarde pasividad del pensamiento es una de las causas que
nos han traído a estos extremos. Saber que de poco vale el esfuerzo personal
ante semejante vendaval de oprobio, y peor aún, saber que el verdadero motor de
dicho vendaval es la intensa campaña de reprogramación
cultural ejecutada desde los distintos aparatos estatales debe ser,
precisamente, lo que nos empuje a desmarcarnos de la inmensa mayoría que se
siente estimulada por este nuevo avance de la Nada.
Sabemos que la poesía no necesita que nadie la defienda.
Sabemos también que la más alta poesía la suelen escribir voces condenadas a
permanecer en el anonimato, de esas que nunca alcanzarán un titular en las
últimas páginas de ningún periódico. Pero también sabemos, gracias a Jean-Paul
Sartre, que la única arma de un combatiente es su propia humanidad, y es por
eso, no por Dylan ni por un premio que, dadas las lamentables circunstancias
que he mencionado, no hará que muchos de aquellos que nunca se sintieron
atraídos por conocer la letra de sus canciones se interese por descubrirlas,
que debemos estar conscientes de lo que realmente implica esta premiación.
Con la asignación del Nobel a Dylan no se está premiando a un
poeta: se le está poniendo una nueva cereza al bizcocho de la descontextualización.
Entiéndase bien: no me cabe la menor duda de que Dylan es un excelente poeta
que merece desde hace décadas cualquier premio literario por su trabajo,
incluyendo al Nobel. Lo que quiero decir es que el hecho de haber escogido
precisamente este momento de la historia contemporánea para otorgarle el Nobel
me parece que debe obligarnos a reflexionar más seriamente acerca del verdadero
sentido de esta premiación, en lugar de reaccionar como si se tratara de un
concurso de belleza. En este momento de la historia en el que tantas cosas
parecen haber perdido su sentido al mismo tiempo, otorgarle un premio como el
Nobel de Literatura a un poeta como Dylan solo puede recordarnos aquello que
tantas veces nos hemos negado a considerar como cierto: que sin una auténtica
educación literaria siempre será posible confundir un poema con la etiqueta de
un purgante, que no hay más trascendencia en un poema de Virgilio que en una
factura por cobrar, que una declaración de impuestos no tiene menos derecho a
figurar en una rigurosa antología de las mejores obras de ficción que una
novela de Phillip Roth o de Paul Auster, y que una oración a la Santa Chancleta
puede ser un texto tan literario como el anuncio de un estimulante sexual. O si
no, pregúntenles a quienes nos vienen diseñando nuestros nuevos currícula de
enseñanza.
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