viernes, 8 de enero de 2016

Un poco más sobre el aburrido tema de los académicos dominicanos

Quisiera referirme brevemente a algunos conceptos externados recientemente por el Dr. Odalís Pérez en su ensayo titulado «La condición de la palabra política en la República Dominicana», en el que se refiere al premio recientemente otorgado por la Academia Dominicana de la Lengua al jurista y político dominicano Marino Vinicio Castillo, presidente del partido de ultraderecha Fuerza Nacional Progresista. 

En vista de que el texto del Dr. Pérez (disponible aquí) ha tenido una amplia repercusión en las redes sociales, sería válido esperar, si se comprende la altísima postura ética que asume aquí el Dr. Pérez, que la suya no se convierta en otra “voz que clama en el desierto”, como ha sido la tendencia hasta ahora cada vez que se han suscitado en el pasado casos como este, y que se evite caer en el error de dar crédito a cualquier intento de confundir sus motivos con una simple diatriba politiquera en tiempos de campaña

Dice el dicho japonés que lo peor viene después de lo peor. Cabe preguntarse, sin embargo, qué puede ser peor para una sociedad que la más total confusión de sus valores simbólicos. Definitivamente, si antes estábamos crudos, ahora estamos podridos. Ah, pero eso sí, ahora cada quien quiere tener su propio pedacito de algún pergamino académico que certifique su podredumbre... Hace décadas que nuestra sociedad venía tocando fondo en numerosos aspectos pero, por lo menos en lo que concierne a los fundamentos éticos de nuestra configuración sociocultural, desde más de un punto de vista estamos peor que nunca. 

Tantas veces ha ido el cántaro a la fuente que al final ha terminado por romperse. Todos hemos sido testigos de la manera en que aquella vieja pileta con cuyas aguas antaño se ungían los pocos pero meritísimos sabios que andaban entre nosotros, la misma que otrora dispensaba casi con tacañería las escasísimas gotas de sus aguas consagradoras, ha venido a convertirse en poco menos que una batea de lavar la ropa sucia donde cualquiera mete la mano y la saca más sucia de lo que estaba. Las etapas del deterioro han sido las siguientes: primero el elitismo, luego la cualquierización, y finalmente el oportunismo amparado en la más abyecta confusión.

En efecto, que el director de la Academia Dominicana de la Lengua, Dr. Bruno Rosario Candelier, haciendo uso de sus fueros libérrimos, emplee la expresión "prócer de la palabra" para designar por medio de esta al Dr. Castillo (casi por antonomasia, de acuerdo con su valoración), no constituye per se ningún problema. De hecho, en otras épocas afortunadamente obliteradas de nuestra historia, la adjetivación heroica de burócratas y funcionarios acostumbró los ojos y oídos de nuestra sociedad a consumir epítetos dedicados a otros tantos personajes siniestros. Lo que todos deberíamos deplorar es que el Dr. Candelier no haya agregado a su rosario de piropos destinados al Dr. Castillo otras cuentas, como aquellas que aludían al no menos procérico "ínclito" o "perínclito varón", por solo citar una. Después de todo, hasta no hace mucho, el estilo, si es que la palabra alcanza para designar la cosa, era el hombre.

Lo repito para mayor claridad: que el Dr. Bruno tenga a bien considerar al Dr. Marino Vinicio un "prócer de la palabra" no tiene ninguna importancia, pues no hay que buscar el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joao Corominas para saber que el término "prócer" no presenta algún "matiz oculto" que lo convierta en algo que no sea un sinónimo de "ilustre". De hecho, don Pablo, el barbero de las Mercedes donde me llevaba mi papá en mis años de infancia, es para mí todo un "prócer de las tijeras"; Julito, el dueño del colmado "Julito El Simpático", allá en la empedrada y empinada calle Hostos de mi infancia, era un "prócer de la mortadela y el queso de freír", etc. Precisamente por eso, considero que tendremos suerte el día que cada uno de nosotros escoja el prócer de su preferencia y lo saque a pasear por las calles de nuestras ciudades. A lo mejor así se nos termina de acabar ese ansia de pergaminos, diplomas de reconocimiento, placas conmemorativas y premios. Sí: eso, premios, porque esta palabra sí merece que nos detengamos un poco a conocer su etimología:

«PREMIO, h. 1440. Tom. del lat. praemium 'recompensa', propte. 'botín, despojo'. El latinismo inglés premium (pronunciado prímium) ha dado prima 'pago ventajoso', med. S. XIX, pasando por el fr. prime, 1669.
    
Deriv. Premiar, h. 1440, lat. tardío praemiare».

Dudo mucho que a la mayoría de mis compatriotas contemporáneos les importe saber que la etimología de la palabra "premio" la convierte en sinónimo de "botín", o que la labor de las Academias de la Lengua es la de "limpiar, pulir y dar esplendor" a nuestra bella lengua castellana. Aun así, me gustaría mucho conocer las razones por las cuales el premio otorgado al Dr. Castillo por esa cada vez más desprestigiada institución parece haber suscitado tanta animadversión.  En efecto, mientras más lo pienso, menos me explico por qué ha causado tanta alharaca el hecho de que la ADL le haya dado un premio al Dr. Castillo y que su Director, el Dr. Rosario Candelier, lo haya justificado refiriéndose a él como un “prócer de la palabra” y un “prócer de la República”. Acostumbrados como estábamos a la cualquierización de los premios en nuestro país, casi no era necesario justificar esa premiación. Y sin embargo, al intentar justificarla, el Dr. Candelier reveló el verdadero fondo que motivó la selección del Dr. Castillo como destinatario del premio de la academia para el año 2015.

Ya casi nos habíamos acostumbrado a contemplar en silencio y casi con pena el ridículo de una institución llamada a ocupar la primera fila en todos los órdenes de la valoración del hacer lingüístico en cualquier país de habla castellana, pero que, en el nuestro, hace figura de antigualla ineficiente, de impostado mamotreto de ridiculeces provincianas o de espuria y aburrida mojiganga de falsas solemnidades, pues su función —totalmente ajena al devenir de la vida lingüística y sociocultural dominicana contemporánea— se limita a protagonizar algunos actos de puesta en circulación, casi siempre revestidos con la misma sospechosa pompa de las funerarias.

A lo que no debemos acostumbrarnos, no obstante, es a otorgarle vigencia o importancia a ese ridículo. Ya que ninguno de los miembros de esa Academia considera necesario apoyar al Dr. Pérez en la defensa de unos valores y una integridad de pensamiento que a todas luces parecen no comprender (antes, al contrario, muchos se limitan comentar por lo bajo su desacuerdo con la decisión del director de ese conglomerado, precipitándose de inmediato a precisar que no intervendrán “para no contribuir con el escándalo”), es necesario que comprendamos que ese silencio cómplice es la mejor explicación de eso a lo que solo podemos llamar la “farsa académica” dominicana.

Desde su fundación en 1927 y su puesta en funcionamiento en 1932, la aburrida comedia de la importancia académica se ha venido escribiendo con episodios de esa misma ralea. Lo que pasa, no obstante, es que ya no hay manera de continuar perpetuando el camelo: casi todas las togas tienen ya demasiadas troneras y parecen coladores; la mayoría de las sotanas ya se han vuelto transparentes, y exponen las vergüenzas de quienes insisten en querer seguir disfrazándose con ellas; a fuerza de tanto verlos cambiarse las numerosas prendas de su guardarropa, ya conocemos todas las chaquetas con las que aquellos que no son, como dice el pueblo, “ni chicha, ni limonada” pretenden seguir disimulando sus dobleces. La farsa é finita, y sin embargo, los payasos todavía no se han percatado de ello.

No, señoras y señores aspirantes a dueños de la historia y de la importancia en el plano de la cultura y la sociedad dominicanas: ya no es posible continuar haciendo cualquier cosa sin esperar que no pase nada. A nadie asustan ya sus viles ataques personales cada vez que se sienten agredidos. Por favor, dejen de creer que los insultos constituyen todavía una forma de defensa: acaben de crecer, abandonen sus numerosas imposturas y, si todavía aspiran a obtener el apoyo de esa misma sociedad a la que no se han cansado de engañar, atrévanse a ser ustedes mismos, de una buena vez.


lunes, 28 de septiembre de 2015

Qué malos que son los buenos, y qué buenos que son los malos...



A Rubén Lamarche


Baudelaire decía que Dios libra a aquellos a quienes ama de los "libros malos". Dios no debe amarme mucho, pues, a pesar de haber publicado en los 80 un librito titulado precisamente Poemas malos, no me libró de tener que vivir, treinta años después, en esta época de rebuznos en la que todos tenemos que aplaudir a los malos para que después no se diga que los malos somos nosotros. Claro está, la "maldad" a la que me refería en aquellos poemas míos de los 80 no era la misma que exhibe la inmadurez psicosexual de muchos poetas, quienes viven acusándose los unos a los otros de ser poetas "malos" (maldad estética), sino a la maldad ética-moral-religiosa, es decir, esa a la que se alude en el texto que se puede leer en Babelia y que postea el buen amigo Rubén Lamarche

Primero Paul Verlaine, después Georges Bataille y más tarde Pierre Seghers —para no hablar del marqués de Sade o de Isidore Ducasse—, son muchos los literatos que han intentado asociar ese segundo tipo de maldad a la "naturaleza maldita" de algunos seres humanos. Pero este "malditismo" nunca ha sido reconocible sino a través de ciertas figuras culturales convertidas en sus "síntomas" estereotipados: el poeta maldito es o un mago, o una bruja, o un adorador de Satanás, o un consumidor de narcóticos, o un alcohólico público, o un degenerado sexual etc. Y es que hay cierta atracción fatal por lo malo y por los malos que, en cada época, parece haber obnubilado a las masas. El héroe bueno, pacifista y pasivo siempre ha parecido menos "heroico" que el héroe vengador, violento y aguerrido. De los buenos casi nadie sabe casi nunca casi nada. De los malos, por el contrario, todos hacemos hasta lo imposible por conocer el pedigrí completo en todas y cada una de sus versiones.

Cierta mentecatería al uso de una parte considerable de la pequeña burguesía urbana contemporánea —esa que llena siete toneladas de iglesias de seis a nueve todos los días— no vacila incluso en "chopificar" a todo aquel que parezca hacer lo mismo que sus papás o sus hermanos y hermanas mayores, pero sin tapujos y sin ningún tipo de caché (siendo tal vez esto último lo más imperdonable de todo lo "malo"). Y es que los malos tienen también sus clases y tipos, como cualquier otra categoría social. Hay malos que son más malos si son pobres y feos que otros que son igual de malos, pero más agraciados por la naturaleza. Eso explicaría el auge de las cirugías estéticas, entre otros emblanquecimientos, levantamientos de busto o furtivas recapilarizaciones de ciertas calvas protervas...

El útil platonismo que consiste en confundir a todo lo "bello" con lo bueno no es más útil que el platanismo que consiste en confundir lo "feo" con lo malo. Lo mismo que los políticos, escritores y artistas no escapan de esta categorización. Pero que nadie se llame a engaño: semejante "platanismo" no es un invento dominicano, como lo demuestran las estadísticas de la discriminación laboral por razones estéticas en Europa. La sociedad vrtual en formato ultra HD todavía está en pañales y ya comienza a contaminar nuestras mentes.

El caso es que mi librito publicado hace 31 años dejó huellas profundas en mi imagen como escritor, pero principalmente entre gente que nunca han leído —y que, muy probablemente, nunca leerán— aquel dichoso librito. Nadie quiere leer poemas "malos", sobre todo si su propio autor los considera "malos", y mucho menos si, quienes afirman haberlos leído, aseguran que son verdaderamente "malos".

Y ciertamente, aquellos poemas míos son malos de maldad, como aquel titulado música que arranca diciendo:
«Ya tengo elegido el rincón en donde me hundiré   
a contemplar mi crimen: 
voy a matar tres madres cada noche, 
primero voy a seducirlas 
con mi canto más triste, primero 
voy a huir con ellas y sus palabras despeinadas, 
primero voy a desestamparles a besos los ojos,  
luego,si hay luego, 
si tengo... 
robaré las almendras donde duermen sus hijas, 
y sepultaré sus labios cantándoles dulcemente:  
oh poesía, déjate ser, prostiputa, 
déjate cargar y coger, déjate sembrar.  
Cada noche tres veces desencaracolaré mi prepucio: 
tres madres ajenas... 


Oh trepanación irrealizable, 
eres demasiado niña para poder amarme. 
Deberías ser madre y luego brindarme 
la sábana de tus muslos desnudos para cubrirme.  
Oh diosa falsa, inexistente y cruel, 
terror de lo que duda, préñate a ti misma, 
métete un espejo de espermas en tu vagina, 
dibújate un hijo con tu lápiz labial, 
haz lo que quieras, pero hazte madre 
para poder matarte tres veces cada noche, 
cuando un perro negro aúlle 
convidando al levante».
Solo un poeta verdaderamente malo podía escribir tan mal unos poemas cuyos temas eran el suicidio, la heroinomanía, el incesto, la lujuria, entre otras lindezas, y para colmo, publicarlos el mismo año en que el país estrenaba su "poeta nacional", nada menos que mi querido profesor de Estética de la UASD, el poeta Pedro Mir. Pero a pesar de toda la maldad que rezumaban aquellos poemastros, probablemente serán muy pocos los textos que pueda escribir en lo que me resta de vida que puedan acercarse en intensidad a la fuerza expresiva que logré acantonar en aquellas escasas cuartillas. 

Alguna vez comparé el hecho de vivir al de deslizarse completamente desnudo por un tobogán enteramente forrado con papel de lija. Si me perdonan este pésimo símil —lejanamente inspirado, dicho sea de paso, en el tango Cuesta abajo de Gardel—, creo que se comprenderá mejor por qué, aunque he seguido escribiendo artefactos en formato versificado, he intentado por todos los medios desligarme de la acusación de poeta con la que, cada tanto, algunos amigos pretenden obsequiarme. Poeta fui —si es que alguna vez lo fui— en el curso de aquellos años 80. Pero ese poeta murió en 1989. Muerto el poeta, de aquel "poeta malo" que una vez fui sólo queda el malo, como póstumo administrador o triste albacea del autor de este poema con el que se cerraba la primera edición de mis Poemas malos:


El nacimiento de un círculo  
Yo que hice profesión de golpes 
no supe nunca doblar un lamento: 
tenía urgencias criminales cada noche.  
Entre latas y garfios, 
odiando la piedad, 
me arrastraba, 
volviendo rojos a todos los cuerpos 
que escondieran su sangre.


El pez del odio reía en mí 
bajo sus barbas de sabio.  
No llegaba hora vestida 
a la que no odiara con venenos.  
Todo fue llenar de culpas lo que nadie tenía.  
Malo fui en la vida, 
poema en la muerte.
(c) g.c. manuel / Manuel García Cartagena, 2015 




sábado, 26 de septiembre de 2015

No hay mal que por bien no venga...

Leo por ahí que en España se suprimió la enseñanza de la filosofía en la escuela secundaria, y que el Japón se dispone a cerrar las facultades de humanidades para centrarse más en las técnicas. Luego recuerdo lo que decía Octavio Paz en El arco y la lira sobre la condición marginal del poeta y no dudo en decirme: «Qué bueno. Por fin. Ya era hora».

Ojalá algún lector juzgue elitista esto que diré, aunque por mi parte, confieso que me importa un bledo lo que puedan pensar. Ya era hora de que, en alguna parte, se comenzara a desmontar la infatuada creencia de que es "artista" cualquier burro que pueda sacarle un pito a una flauta con alguno de sus resoplidos; de que es un Jackson Pollock cualquier aburrido que se atreva a chorrear pintura, ya que de músico, poeta y loco, todos tenemos un poco, etc.

Cuando ser poeta deje de ser considerado "prestigioso" por tantos millones de imbéciles, podrá seguir siendo lo que nunca ha dejado de ser: esa cuerda floja que constituye el único camino capaz de conducirnos por encima del infernal abismo de la condición humana al otro lado del ser. 

En todas las épocas, los verdaderos poetas han sido y son seres marginales, como aquel Isidore Ducasse, a quien muchos, paradójicamente, consideran un profeta por haber escrito aquella frase según la cual: «La poesía será hecha por todos, no por uno». ¡Qué pena que no hayan continuado leyendo ese mismo pasaje de las Poésies de Lautréamont, pues, justo en el párrafo siguiente, lo que se lee tiene que ver con la relación entre la ciencia y la ignorancia. Copio y traduzco a continuación, para que quede constancia:
«La poesía debe ser hecha por todos. No por uno. ¡Pobre Hugo! ¡Pobre Racine! ¡Pobre Coppée! ¡Pobre Corneille! ¡Pobre Boileau! ¡Pobre Scarron! Tics, tics, y tics. 
Las ciencias tienen dos extremidades que se tocan. La primera es la ignorancia en que se encuentran los hombres al nacer. La segunda es la que alcanzan las grandes almas. Estas han recorrido lo que los hombres pueden saber, encuentran que lo saben todo, para hallarse en la misma ignorancia de la que habían partido. Se trata de una sabia ignorancia, que se sabe a sí misma. Aquellos que, habiendo salido de la primera ignorancia, no pudieron llegar a la otra, tienen algún matiz de aquella ciencia suficiente y se hacen los entendidos. Estos no molestan al mundo, no juzgan todo peor que los demás. El pueblo, los hábiles, componen el tren de una nación. Los demás, que la respetan, no son menos respetados.

(«La poésie doit être faite par tous. Non par un. Pauvre Hugo ! Pauvre Racine ! Pauvre Coppée ! Pauvre Corneille ! Pauvre Boileau ! Pauvre Scarron ! Tics, tics, et tics. 
Les sciences ont deux extrémités qui se touchent. La première est l’ignorance où se trouvent les hommes en naissant. La deuxième est celle qu’atteignent les grandes âmes. Elles ont parcouru ce que les hommes peuvent savoir, trouvent qu’ils savent tout, se rencontrent dans cette même ignorance d’où ils étaient partis. C’est une ignorance savante, qui se connaît. Ceux d’entre eux qui, étant sortis de la première ignorance, n’ont pu arriver à l’autre, ont quelque teinture de cette science suffisante, font les entendus. Ceux-là ne troublent pas le monde, ne jugent pas plus mal de tout que les autres. Le peuple, les habiles composent le train d’une nation. Les autres, qui la respectent, n’en sont pas moins respectés») 

¡Pobre Neruda! ¡Pobre Parra! ¡Pobre Paz! La primera víctima en la guerra contra la poesía fue el nombre del autor. El bosque se tragó a los árboles. El esfuerzo por desaparecer las individualidades poéticas condujo a intentar reducir cada una de sus búsquedas a una simple "receta". Surgieron así los "talleres" y los "colectivos" de escritura, donde se comenzó a pretender enseñar a soplar flautas en franca incompetencia contra la manera en que, tradicionalmente, se forman los poetas.

Esta manera tradicional a la que me refiero pasa primero por joderse, es decir: dejar de vivir por andar leyendo, cargándose, a la manera de un acumulador, de una neurosis que hará las veces de energón; luego sobrecogerse, o sea: luego de dejarse preñar por las neurosis, pagar el precio de semejante embarazo existencial, que no es otro que sucumbir en un estado parecido a la esquizofrenia; finalmente expresarse como mejor se pueda, esto es: por la vía de los materiales que estén más disponibles, pues sólo los idiotas confunden la poesía con las palabras que la expresan. Es así como se han hecho todos los poetas desde el principio, y no en "talleres".

Hace falta, sin embargo, muy poca ciencia para sólo ver "incoherencia" en la relación que mantienen los dos párrafos de Ducasse anteriormente citados. Lo que el poeta quería poner en evidencia era la ignorancia de esas "grandes almas" que eran los poetas considerados "grandes" en su época: Hugo, Racine, Coppée, Corneille, Boileau, Scarron. Lo que nos dice Lautréamont es que la ignorancia de los mortales comunes es la misma que la de esas "grandes almas", y que por tanto, no hay que andar por ahí engañando a los incautos y jugando a ser un "semidiós". Pero entre eso y la pretendida "democratización" de la escritura en que terminó resumiéndose la lectura que el siglo XX hizo de las Poesíes de Lautréamont hay más de un paso.

El caso es que, ahora que el diagnóstico de un exceso de baba ha conducido a los mismos plutocráticos sectores decisionarios de siempre (esos que nunca dan puntada sin hilo) a suprimir la enseñanza de las Humanidades tanto en la escuela secundaria como en la universidad, hay razones para esperar que, por una vez, el tiro les salga por la culata, y que por efecto de una insospechada carambola, quede la poesía restituida en el mismo lugar en el que —insisto— nunca ha dejado de estar, pero, eso sí, despojada de tanta alharaca, tanta bellaquería y necias oquedades.

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...