viernes, 14 de octubre de 2016

¿Con qué debemos comernos el Nobel de Dylan?

Las redes sociales de todo el mundo, por lo menos en los tres idiomas en que leo con mayor fluidez, se han saturado de “opiniones” a favor o en contra a partir del momento en que el mundo se enteró de la noticia de que la Academia Sueca le había otorgado el premio Nobel al gran Bob Dylan, con quien mi generación (nací en 1961) aprendió, entre otras cosas, a maldecir, a enamorarse, a rabiar contra los poderosos, a ver y creer en la lluvia como un acto revolucionario y, sobre todo, a saber que no existe ninguna diferencia entre un poeta y alguien que canta por las calles acompañado de una pandereta.
Todavía recuerdo los años en que, ilusionado por la idea de la literatura que consagraban los libros y repetían algunos profesores, también yo llegué a creer que existía algo así como una “gran” literatura que se oponía, evidentemente, a aquello que, a falta de otro nombre mejor, se designaba como “subliteratura”, y que trazando entre ambas una raya de Pizarro se arreglaba el problema. En efecto, de ahí a identificar aquella “subliteratura” con la noción anglosajona de “best-seller” solo había un paso que, en el peor de los casos, podría salvar el honor mancillado de quienes nunca fueran tocados por la “gracia” del gran público.
Y en efecto, hasta el famoso (y excelente) libro de David Viñas Piquer titulado El enigma best seller. Fenómenos extraños en el campo literario (2009), pocas personas se atrevieron a poner en relación el concepto de literatura con el de mercado. Lo cual no quiere decir que tal cosa no se sabía. Claro que se sabía. Desde los primeros trabajos sociológicos de Pierre Bourdieu se sabía. Desde que los estudios de Itamar Even Zohar sobre el sistema literario comenzaron a ser discutidos y entendidos, se sabía. Solo que nadie se atrevía a ponerle semejante cascabel a ese gato.
Y era normal que así fuera en aquella época en que todavía no se había producido el “tsunami” bibliográfico que terminó convenciendo a la mayoría de la gente de que exactamente cualquiera podía ser considerado un escritor, e incluso un “gran” escritor. Como un cáncer fuera de control, y contraviniendo los principios más elementales de la economía, el sector editorial no solo se las arregló para matar su propia versión de la gallina de los huevos de oro, sino que también las universidades apagaron sus calderas y dejaron que se les oxidara la bicicleta de pensar.
Es probable, en efecto, que quien haya logrado hacer que las editoriales se tragaran el cuento de que multiplicar geométricamente la oferta bibliográfica era la mejor vía de revertir el efecto de una demanda de libros cada vez más reducida ni siquiera se detuvo a reflexionar un momento sobre las desastrosas consecuencias que acarrearía sobre el campo literario una decisión como esa, la cual solo se podría comparar con eso a lo que llamo, con el debido respeto de la comunidad judía, el efecto anti-Hitler: multiplicar al infinito lo mismo que se desea aniquilar produce el mismo efecto que un exterminio masivo.
Y sí: la invasión de los “demasiados libros” (cf. Gabriel Zaid) no solo nos parece ahora una realidad inevitable, sino que, al parecer, nadie se atreve a establecer una relación entre este fenómeno y ese “fin de la literatura” que tantas veces se viene cacareando luego de la concesión del premio Nobel a Dylan aunque se trate, evidentemente, de uno de los peores peligros que amenazan actualmente al arte literario. Y claro, a ese respecto, nadie en las universidades ni en las academias ha dicho “esta boca es mía”. Unas universidades que, dicho sea de paso, todavía insisten en ocultar (como si no fuese un secreto a voces) que sus departamentos de Humanidades también se han sometido al pragmatismo neoliberal y, desde mediados de la década de los 90, imponen “reajustes” en toda Europa avalándose en ordenanzas ministeriales mandadas a hacer a la medida y alegando un “retraso” en materia de innovaciones tecnológicas para disimular el verdadero destino de los fondos internacionales y los numerosos recortes presupuestales que afectan cualquier investigación sobre temas puramente “literarios”, con el único propósito de escurrir mejor el bulto.
En los países latinoamericanos, la avanzadilla de este proceso de deslegitimización de los estudios literarios fueron los distintos procesos de “reforma curricular” que, de manera sintomática, tuvieron lugar simultáneamente en la mayoría de nuestros países a partir de la misma década de 1990. No es nada casual que prácticamente la totalidad de dichas reformas hayan estado inspiradas en el nuevo credo pragmático que tiende a confundir la literatura (escrita así en minúscula, pues ese término ya no designa la antigua materia que se impartía con ese nombre) con una simple categoría tipológica.
Para lograr este propósito, en todas partes de Latinoamérica se ha excluido sistemática y estratégicamente de las camarillas ministeriales a toda persona con formación universitaria en el área de Letras y se ha reclutado a una serie de personajes oriundos de alguno de los nuevos programas sucedáneos y vagamente “posmodernos”, llámense estos “Lingüística aplicada”, “Lingüística textual”, “Estudios Culturales”, etc. Así, en el curso de los tres lustros que ya lleva acumulados el siglo XXI, al menos cuatro promociones de bachilleres han sido formados en la nueva lógica que aspira a borrar de los programas de enseñanza toda noción literaria de la literatura.
Por absurdo que parezca, no es la primera vez en la historia que se verifica el intento de cambiar de paradigma reformando las bases el sistema educativo. Algo parecido se hizo en Europa en el siglo XVIII ante el avance de la revolución industrial impulsado por la corriente de pensamiento positivista. Como nos lo recuerda Dominique Juliá, también en ese siglo se impusieron una serie de: «[…] reformas encaminadas a sacudir el pesado yugo de las humanidades clásicas para abrir la enseñanza secundaria a las disciplinas científicas» [1]. Interesa citar aquí a Juliá, quien recuerda que:
«[…] el Testamento político de Richelieu, texto citado a menudo, que desarrolla una argumentación reiterada invariablemente en el curso de los siglos XVII y XVIII: las letras “no se deben enseñar a todos indiferentemente”; un Estado se haría pronto “monstruoso” si todos los sujetos que lo habitan fueran sabios; y sobre todo, un número excesivo de colegios supondría la ruina de la agricultura y llenaría el país “de trapaceros más idóneos para arruinar a las familias y perturbarla tranquilidad pública que para procurar algún bien a los Estados” (op. cit., p. 71».
Nadie debe sorprenderse, pues, de que las consecuencias de aquellas reformas hayan sido igualmente nefastas para la Literatura: el abandono de las viejas tradiciones escoltó y acompañó el olvido de las antiguas formas y valores, después de lo cual varios siglos de glorioso pasado quedaron sellados por el avance de aquella impetuosa tormenta ideológica conocida como el Romanticismo.
Ese, y no otro, es el triste escenario contra el cual se proyecta este falso dilema en el que mucha gente carente de in-formación que le permita juzgar el valor de una propuesta estética como la de Dylan (aunque sea para rechazarla con argumentos válidos) nos abruma con sus muy respetables “opiniones” sobre este o cualquier otro tema relacionado con eso que hoy muy pocos pueden saber, es decir, que la idea de Literatura que hoy se quiere descartar es la que impuso el Romanticismo, pero que nada, ni el neoliberalismo, ni el premio Nobel, ni la saturación cualquierizante de “cosas” con formato de libros logrará borrar de los seres humanos la necesidad antropológica de acceder a nuevas representaciones de lo real, ya sea por la vía de la ficción o por la vía de la emoción estética que proporciona la palabra poética.
Solo desde la ignorancia respecto a la historia de las formas literarias se puede alegar que un cantante no puede ser reconocido como poeta, e incluso como gran poeta. Baste con recordar aquí que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche dedicó a ese tema uno de sus textos fundamentales: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, obra en la que deslinda las dos principales corrientes que impulsaron el desarrollo de la poesía junto con el de la música en la antigua Grecia: la dionisíaca, heredera de la gran tradición órfica, orgiástica y excesiva, y la apolínea, caracterizada por una búsqueda esencial de la mesura y el dominio de la técnica expresiva. La música ha estado asociada a la poesía desde la antigüedad hasta nuestros días. De hecho, fue solo con la invención de la imprenta (siglo XV) que se hizo necesario dominar el hábito de la lectura silenciosa: antes de esta “novedad” tecnológica, lo normal era que el lector recitara en voz alta, a menudo siguiendo una línea melódica para facilitar su memorización, aquello que leía. Bien contados, hay, pues, en la historia de la Literatura, más siglos durante los cuales la música y la poesía estuvieron inseparablemente unidas que los transcurridos desde el siglo XV hasta esta fecha.
Píndaro, uno de los más famosos poetas líricos de la antigua Grecia nacido hacia el 518 a. C., componía y cantaba sus odas acompañado de la lira, instrumento asociado en la mitología griega al mismo dios Apolo. En la antigua Grecia se llamaba aedos (del griego ἀοιδός, aoidós, «cantor») a unos artistas que cantaban epopeyas acompañándose de un instrumento musical. En otras tradiciones antiguas, como la hebrea, se cantaban salmos en los cultos del templo y en las sinagogas después de la diáspora. No es por casualidad si uno de los primeros textos escritos en lengua española se llama precisamente el Cantar de Mio Cid: este texto, igual que muchos otros escritos en otras lenguas romances (cf. La Chanson de Roland, del siglo XI), era cantado por menestreles y juglares de la misma manera en que aquel muy femenino género de la chanson de toile integraba textos que las mujeres cantaban mientras trabajaban en el telar, siendo esta una práctica muy popular en el siglo XIII francés.
Entre el año 1000 y 1350, surgen los troubadours en la zona del sur de Francia conocida como el Languedoc en honor al conjunto de variantes dialectales que se hablaban en esa zona: la lengua d’Oc, también llamado occitano o lengua provenzal. Los troubadours eran por lo general personajes de alto rango social que componían la música y escribían la letra de sus canciones en la lengua occitana en la misma época en que surge en ese país el amor cortés. Una vez compuestas, las canciones de los troubadours eran luego interpretadas en distintos lugares por los ménestrels (juglares). Se conservan los nombres de 450 troubadours y más de 2,500 canciones [2].
En la segunda mitad del siglo XII, surgen a su vez en el norte de Francia, donde se hablaba otro conjunto de dialectos conocidos como lengua d’oïl (el término oïl derivaría luego en el actual oui francés), los trouvères, quienes también eran músicos-poetas. Estos adaptaron las canciones corteses de los troubadours y agregaron nuevas formas (laïs = lamentos, romances = relatos sobre las acciones de héroes y grandes personajes, pastoral = poemas de amor en los que un caballero corteja a una pastora que generalmente no accede a sus requiebros), rondeau = rondas o canciones que se podían cantar a coro, etc.
Es con la decadencia de la poesía a favor del teatro durante los siglos clásicos (del siglo XVII al XVIII), pero sobre todo, a partir de la redacción de los primeros ensayos de Poética basados en Aristóteles, como el de Nicolas de Boileau, cuando comienza a distinguirse formalmente entre poemas y canciones. Se esboza así una primera distinción genérica entre el “poema cantado” y el “poema escrito” carente de todo tipo de fundamentación histórica pero que será validada por las mismas instituciones que posteriormente (al final del siglo XVIII) reducirían drásticamente la enseñanza de las letras en los centros de enseñanza.
No es posible enfrentar de manera pasiva el impresionante despliegue de estolidez que ha sucitado la premiación de Bob Dylan por la Academia Sueca: la cobarde pasividad del pensamiento es una de las causas que nos han traído a estos extremos. Saber que de poco vale el esfuerzo personal ante semejante vendaval de oprobio, y peor aún, saber que el verdadero motor de dicho vendaval es la intensa campaña de reprogramación cultural ejecutada desde los distintos aparatos estatales debe ser, precisamente, lo que nos empuje a desmarcarnos de la inmensa mayoría que se siente estimulada por este nuevo avance de la Nada.
Sabemos que la poesía no necesita que nadie la defienda. Sabemos también que la más alta poesía la suelen escribir voces condenadas a permanecer en el anonimato, de esas que nunca alcanzarán un titular en las últimas páginas de ningún periódico. Pero también sabemos, gracias a Jean-Paul Sartre, que la única arma de un combatiente es su propia humanidad, y es por eso, no por Dylan ni por un premio que, dadas las lamentables circunstancias que he mencionado, no hará que muchos de aquellos que nunca se sintieron atraídos por conocer la letra de sus canciones se interese por descubrirlas, que debemos estar conscientes de lo que realmente implica esta premiación.
Con la asignación del Nobel a Dylan no se está premiando a un poeta: se le está poniendo una nueva cereza al bizcocho de la descontextualización. Entiéndase bien: no me cabe la menor duda de que Dylan es un excelente poeta que merece desde hace décadas cualquier premio literario por su trabajo, incluyendo al Nobel. Lo que quiero decir es que el hecho de haber escogido precisamente este momento de la historia contemporánea para otorgarle el Nobel me parece que debe obligarnos a reflexionar más seriamente acerca del verdadero sentido de esta premiación, en lugar de reaccionar como si se tratara de un concurso de belleza. En este momento de la historia en el que tantas cosas parecen haber perdido su sentido al mismo tiempo, otorgarle un premio como el Nobel de Literatura a un poeta como Dylan solo puede recordarnos aquello que tantas veces nos hemos negado a considerar como cierto: que sin una auténtica educación literaria siempre será posible confundir un poema con la etiqueta de un purgante, que no hay más trascendencia en un poema de Virgilio que en una factura por cobrar, que una declaración de impuestos no tiene menos derecho a figurar en una rigurosa antología de las mejores obras de ficción que una novela de Phillip Roth o de Paul Auster, y que una oración a la Santa Chancleta puede ser un texto tan literario como el anuncio de un estimulante sexual. O si no, pregúntenles a quienes nos vienen diseñando nuestros nuevos currícula de enseñanza.


¿Con qué debemos comernos el Nobel de Dylan?

Las redes sociales de todo el mundo, por lo menos en los tres idiomas en que leo con mayor fluidez, se han saturado de “opiniones” a favor o en contra a partir del momento en que el mundo se enteró de la noticia de que la Academia Sueca le había otorgado el premio Nobel al gran Bob Dylan, con quien mi generación (nací en 1961) aprendió, entre otras cosas, a maldecir, a enamorarse, a rabiar contra los poderosos, a ver y creer en la lluvia como un acto revolucionario y, sobre todo, a saber que no existe ninguna diferencia entre un poeta y alguien que canta por las calles acompañado de una pandereta.
Todavía recuerdo los años en que, ilusionado por la idea de la literatura que consagraban los libros y repetían algunos profesores, también yo llegué a creer que existía algo así como una “gran” literatura que se oponía, evidentemente, a aquello que, a falta de otro nombre mejor, se designaba como “subliteratura”, y que trazando entre ambas una raya de Pizarro se arreglaba el problema. En efecto, de ahí a identificar aquella “subliteratura” con la noción anglosajona de “best-seller” solo había un paso que, en el peor de los casos, podría salvar el honor mancillado de quienes nunca fueran tocados por la “gracia” del gran público.
Y en efecto, hasta el famoso (y excelente) libro de David Viñas Piquer titulado El enigma best seller. Fenómenos extraños en el campo literario (2009), pocas personas se atrevieron a poner en relación el concepto de literatura con el de mercado. Lo cual no quiere decir que tal cosa no se sabía. Claro que se sabía. Desde los primeros trabajos sociológicos de Pierre Bourdieu se sabía. Desde que los estudios de Itamar Even Zohar sobre el sistema literario comenzaron a ser discutidos y entendidos, se sabía. Solo que nadie se atrevía a ponerle semejante cascabel a ese gato.
Y era normal que así fuera en aquella época en que todavía no se había producido el “tsunami” bibliográfico que terminó convenciendo a la mayoría de la gente de que exactamente cualquiera podía ser considerado un escritor, e incluso un “gran” escritor. Como un cáncer fuera de control, y contraviniendo los principios más elementales de la economía, el sector editorial no solo se las arregló para matar su propia versión de la gallina de los huevos de oro, sino que también las universidades apagaron sus calderas y dejaron que se les oxidara la bicicleta de pensar.
Es probable, en efecto, que quien haya logrado hacer que las editoriales se tragaran el cuento de que multiplicar geométricamente la oferta bibliográfica era la mejor vía de revertir el efecto de una demanda de libros cada vez más reducida ni siquiera se detuvo a reflexionar un momento sobre las desastrosas consecuencias que acarrearía sobre el campo literario una decisión como esa, la cual solo se podría comparar con eso a lo que llamo, con el debido respeto de la comunidad judía, el efecto anti-Hitler: multiplicar al infinito lo mismo que se desea aniquilar produce el mismo efecto que un exterminio masivo.
Y sí: la invasión de los “demasiados libros” (cf. Gabriel Zaid) no solo nos parece ahora una realidad inevitable, sino que, al parecer, nadie se atreve a establecer una relación entre este fenómeno y ese “fin de la literatura” que tantas veces se viene cacareando luego de la concesión del premio Nobel a Dylan aunque se trate, evidentemente, de uno de los peores peligros que amenazan actualmente al arte literario. Y claro, a ese respecto, nadie en las universidades ni en las academias ha dicho “esta boca es mía”. Unas universidades que, dicho sea de paso, todavía insisten en ocultar (como si no fuese un secreto a voces) que sus departamentos de Humanidades también se han sometido al pragmatismo neoliberal y, desde mediados de la década de los 90, imponen “reajustes” en toda Europa avalándose en ordenanzas ministeriales mandadas a hacer a la medida y alegando un “retraso” en materia de innovaciones tecnológicas para disimular el verdadero destino de los fondos internacionales y los numerosos recortes presupuestales que afectan cualquier investigación sobre temas puramente “literarios”, con el único propósito de escurrir mejor el bulto.
En los países latinoamericanos, la avanzadilla de este proceso de deslegitimización de los estudios literarios fueron los distintos procesos de “reforma curricular” que, de manera sintomática, tuvieron lugar simultáneamente en la mayoría de nuestros países a partir de la misma década de 1990. No es nada casual que prácticamente la totalidad de dichas reformas hayan estado inspiradas en el nuevo credo pragmático que tiende a confundir la literatura (escrita así en minúscula, pues ese término ya no designa la antigua materia que se impartía con ese nombre) con una simple categoría tipológica.
Para lograr este propósito, en todas partes de Latinoamérica se ha excluido sistemática y estratégicamente de las camarillas ministeriales a toda persona con formación universitaria en el área de Letras y se ha reclutado a una serie de personajes oriundos de alguno de los nuevos programas sucedáneos y vagamente “posmodernos”, llámense estos “Lingüística aplicada”, “Lingüística textual”, “Estudios Culturales”, etc. Así, en el curso de los tres lustros que ya lleva acumulados el siglo XXI, al menos cuatro promociones de bachilleres han sido formados en la nueva lógica que aspira a borrar de los programas de enseñanza toda noción literaria de la literatura.
Por absurdo que parezca, no es la primera vez en la historia que se verifica el intento de cambiar de paradigma reformando las bases el sistema educativo. Algo parecido se hizo en Europa en el siglo XVIII ante el avance de la revolución industrial impulsado por la corriente de pensamiento positivista. Como nos lo recuerda Dominique Juliá, también en ese siglo se impusieron una serie de: «[…] reformas encaminadas a sacudir el pesado yugo de las humanidades clásicas para abrir la enseñanza secundaria a las disciplinas científicas» [1]. Interesa citar aquí a Juliá, quien recuerda que:
«[…] el Testamento político de Richelieu, texto citado a menudo, que desarrolla una argumentación reiterada invariablemente en el curso de los siglos XVII y XVIII: las letras “no se deben enseñar a todos indiferentemente”; un Estado se haría pronto “monstruoso” si todos los sujetos que lo habitan fueran sabios; y sobre todo, un número excesivo de colegios supondría la ruina de la agricultura y llenaría el país “de trapaceros más idóneos para arruinar a las familias y perturbar la tranquilidad pública que para procurar algún bien a los Estados” (op. cit., p. 71».
Nadie debe sorprenderse, pues, de que las consecuencias de aquellas reformas hayan sido igualmente nefastas para la Literatura: el abandono de las viejas tradiciones escoltó y acompañó el olvido de las antiguas formas y valores, después de lo cual varios siglos de glorioso pasado quedaron sellados por el avance de aquella impetuosa tormenta ideológica conocida como el Romanticismo.
Ese, y no otro, es el triste escenario contra el cual se proyecta este falso dilema en el que mucha gente carente de in-formación que le permita juzgar el valor de una propuesta estética como la de Dylan (aunque sea para rechazarla con argumentos válidos) nos abruma con sus muy respetables “opiniones” sobre este o cualquier otro tema relacionado con eso que hoy muy pocos pueden saber, es decir, que la idea de Literatura que hoy se quiere descartar es la que impuso el Romanticismo, pero que nada, ni el neoliberalismo, ni el premio Nobel, ni la saturación cualquierizante de “cosas” con formato de libros logrará borrar de los seres humanos la necesidad antropológica de acceder a nuevas representaciones de lo real, ya sea por la vía de la ficción o por la vía de la emoción estética que proporciona la palabra poética.
Solo desde la ignorancia respecto a la historia de las formas literarias se puede alegar que un cantante no puede ser reconocido como poeta, e incluso como gran poeta. Baste con recordar aquí que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche dedicó a ese tema uno de sus textos fundamentales: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, obra en la que deslinda las dos principales corrientes que impulsaron el desarrollo de la poesía junto con el de la música en la antigua Grecia: la dionisíaca, heredera de la gran tradición órfica, orgiástica y excesiva, y la apolínea, caracterizada por una búsqueda esencial de la mesura y el dominio de la técnica expresiva. La música ha estado asociada a la poesía desde la antigüedad hasta nuestros días. De hecho, fue solo con la invención de la imprenta (siglo XV) que se hizo necesario dominar el hábito de la lectura silenciosa: antes de esta “novedad” tecnológica, lo normal era que el lector recitara en voz alta, a menudo siguiendo una línea melódica para facilitar su memorización, aquello que leía. Bien contados, hay, pues, en la historia de la Literatura, más siglos durante los cuales la música y la poesía estuvieron inseparablemente unidas que los transcurridos desde el siglo XV hasta esta fecha.
Píndaro, uno de los más famosos poetas líricos de la antigua Grecia nacido hacia el 518 a. C., componía y cantaba sus odas acompañado de la lira, instrumento asociado en la mitología griega al mismo dios Apolo. En la antigua Grecia se llamaba aedos (del griego ἀοιδός, aoidós, «cantor») a unos artistas que cantaban epopeyas acompañándose de un instrumento musical. En otras tradiciones antiguas, como la hebrea, se cantaban salmos en los cultos del templo y en las sinagogas después de la diáspora. No es por casualidad si uno de los primeros textos escritos en lengua española se llama precisamente el Cantar de Mio Cid: este texto, igual que muchos otros escritos en otras lenguas romances (cf. La Chanson de Roland, del siglo XI), era cantado por menestreles y juglares de la misma manera en que aquel muy femenino género de la chanson de toile integraba textos que las mujeres cantaban mientras trabajaban en el telar, siendo esta una práctica muy popular en el siglo XIII francés.
Entre entre el año 1000 y 1350, surgen los troubadours en la zona del sur de Francia conocida como el Languedoc en honor al conjunto de variantes dialectales que se hablaban en esa zona: la lengua d’Oc, también llamado occitano o lengua provenzal. Los troubadours eran por lo general personajes de alto rango social que componían la música y escribían la letra de sus canciones en la lengua occitana en la misma época en que surge en ese país el amor cortés. Una vez compuestas, las canciones de los troubadours eran luego interpretadas en distintos lugares por los ménestrels (juglares). Se conservan los nombres de 450 troubadours y más de 2,500 canciones [2].
En la segunda mitad del siglo XII, surgen a su vez en el norte de Francia, donde se hablaba otro conjunto de dialectos conocidos como lengua d’oïl (el término oïl derivaría luego en el actual oui francés), los trouvères, quienes también eran músicos-poetas. Estos adaptaron las canciones corteses de los troubadours y agregaron nuevas formas (laïs = lamentos, romances = relatos sobre las acciones de héroes y grandes personajes, pastoral = poemas de amor en los que un caballero corteja a una pastora que generalmente no accede a sus requiebros), rondeau = rondas o canciones que se podían cantar a coro, etc.
Es con la decadencia de la poesía a favor del teatro durante los siglos clásicos (del siglo XVII al XVIII), pero sobre todo, a partir de la redacción de los primeros ensayos de Poética basados en Aristóteles, como el de Nicolas de Boileau, cuando comienza a distinguirse formalmente entre poemas y canciones. Se esboza así una primera distinción genérica entre el “poema cantado” y el “poema escrito” carente de todo tipo de fundamentación histórica pero que será validada por las mismas instituciones que posteriormente (al final del siglo XVIII) reducirían drásticamente la enseñanza de las letras en los centros de enseñanza.
No es posible enfrentar de manera pasiva el impresionante despliegue de estolidez que ha sucitado la premiación de Bob Dylan por la Academia Sueca: la cobarde pasividad del pensamiento es una de las causas que nos han traído a estos extremos. Saber que de poco vale el esfuerzo personal ante semejante vendaval de oprobio, y peor aún, saber que el verdadero motor de dicho vendaval es la intensa campaña de reprogramación cultural ejecutada desde los distintos aparatos estatales debe ser, precisamente, lo que nos empuje a desmarcarnos de la inmensa mayoría que se siente estimulada por este nuevo avance de la Nada.
Sabemos que la poesía no necesita que nadie la defienda. Sabemos también que la más alta poesía la suelen escribir voces condenadas a permanecer en el anonimato, de esas que nunca alcanzarán un titular en las últimas páginas de ningún periódico. Pero también sabemos, gracias a Jean-Paul Sartre, que la única arma de un combatiente es su propia humanidad, y es por eso, no por Dylan ni por un premio que, dadas las lamentables circunstancias que he mencionado, no hará que muchos de aquellos que nunca se sintieron atraídos por conocer la letra de sus canciones se interese por descubrirlas, que debemos estar conscientes de lo que realmente implica esta premiación.
Con la asignación del Nobel a Dylan no se está premiando a un poeta: se le está poniendo una nueva cereza al bizcocho de la descontextualización. Entiéndase bien: no me cabe la menor duda de que Dylan es un excelente poeta que merece desde hace décadas cualquier premio literario por su trabajo, incluyendo al Nobel. Lo que quiero decir es que el hecho de haber escogido precisamente este momento de la historia contemporánea para otorgarle el Nobel me parece que debe obligarnos a reflexionar más seriamente acerca del verdadero sentido de esta premiación, en lugar de reaccionar como si se tratara de un concurso de belleza. En este momento de la historia en el que tantas cosas parecen haber perdido su sentido al mismo tiempo, otorgarle un premio como el Nobel de Literatura a un poeta como Dylan solo puede recordarnos aquello que tantas veces nos hemos negado a considerar como cierto: que sin una auténtica educación literaria siempre será posible confundir un poema con la etiqueta de un purgante, que no hay más trascendencia en un poema de Virgilio que en una factura por cobrar, que una declaración de impuestos no tiene menos derecho a figurar en una rigurosa antología de las mejores obras de ficción que una novela de Phillip Roth o de Paul Auster, y que una oración a la Santa Chancleta puede ser un texto tan literario como el anuncio de un estimulante sexual. O si no, pregúntenles a quienes nos vienen diseñando nuestros nuevos currícula de enseñanza.


domingo, 21 de agosto de 2016

Sobre El turno de los malos


Nunca me ha gustado dedicar mi tiempo a alimentar polémicas en busca de “figureo”. Trato de vivir, como se dice, “en bajo perfil”, pues considero sospechosa, como Ambrose Bierce, toda forma de popularidad, y más en esta época. No critico a quienes se dejen “envenenar” por los “likes” de las redes sociales, pero eso no es lo mío: sencillamente, yo no vivo por ahí.
Hoy, sin embargo, es domingo, y aunque tengo que terminar un trabajo que comencé ayer, saco unos minutos para continuar “aclarando” cosas relacionadas con unas palabras mías que escribí en torno a un comentario que colocó Fernando Berroa en su muro de Facebook el cual, por lo visto, ha motivado una serie de reacciones de muy diversos órdenes.
Lo primero es que no distingo entre escritores “jóvenes” o “consagrados”. Cuando yo comencé a escribir, por ejemplo, los “jóvenes poetas” dominicanos pasaban de los 40 años, y muchos de ellos se dedicaban a intentar opacar la obra de mis compañeros de generación quienes, pura y simplemente, no existíamos para ellos, a tal punto que mi amigo Andrés L. Mateo empleó aquella fórmula de los “puñitos rosados” para referirse a nosotros en el prólogo de uno de sus libros, muy probablemente porque, como en mi caso ahora, jamás pensó que sería leído por aquellos que entonces éramos los “jóvenes”, es decir, los integrantes de la generación de los 80.
Como se sabe, entre todos hemos terminado componiendo una sociedad iletrada en la que cada vez se lee menos, a tal punto que hay “críticos” que se dan el lujo de comentar libros y autores que no han leído, y hasta son aplaudidos y defendidos por personas que tampoco han leído lo que ellos han escrito. Lo que hay que saber es que ese fenómeno no es un producto de la época actual, sino que, hasta donde yo recuerde, siempre fue así.  Es famosa, por ejemplo, la frase del poeta Héctor Incháustegui Cabral, quien afirmaba que en este país “ni la censura lee”, refiriéndose a la situación de la lectura durante la era de Trujillo. Cambian las caras de los actores, pero la pieza sigue siendo más o menos la misma.
Vivo más que consciente del hecho de que la ley natural (biológica) nos empuja a unos hacia abajo y a otros hacia arriba. Pero por más que haya envejecido desde los 80 a esta parte, todavía no he olvidado aquella época en que mi generación cantaba “Time is on my side”, de los Rolling Stones casi en son de guerra contra los numerosos “viejos” que pretendían opacarnos. Cada generación cree que su deber es “cambiar la vida y reinventar el mundo”, como decía Rimbaud, y hasta parece normal que así sea. Y como sucede siempre, en cada generación hay personas que comprenden que la mejor manera de “cambiar el mundo” consiste en asociarse con aquellos que hacen las mismas cosas que se quieren cambiar, precisamente para hacer “más de lo mismo”. Esto no debe sorprender a nadie, ya que, de todas las formas de la inteligencia, la creatividad ha sido siempre la menos “democrática”, y también la que implica mayores riesgos.
No obstante, tan absurdo y cavernario es pretender opacar a los jóvenes y obligarlos a esperar que “les llegue su turno”, como le oí decir en una ocasión a cierto personaje de nuestras letras, como pretender que la juventud es una especie de “passe-partout” que impone un “tratamiento especial” para los jóvenes. “No se debe ver la vida como uno es”, decía el poeta Paul Éluard: cuando se es joven, se suele cometer el error de creer que los demás nos consideran “menos” o “más” en función de la cantidad de años que hayamos acumulado. La única verdad en ese sentido es que a casi nadie le importará nunca cuántos años tú tienes, sino lo que hayas hecho durante ese tiempo.
Y esto último fue lo que vi en la novela de Fernando Berroa titulada El turno de los malos. Esta novela me sorprendió y me llenó de esperanza. Se trata de un texto que funciona como un verdadero manifiesto generacional: está escrita a la manera de los códices medievales, a partir de claves que disimulan la identidad de una gran cantidad de miembros de nuestra escena cultural dominicana. De este modo, Berroa le devuelve a nuestra sociedad, precisamente como lo haría un espejo, la imagen de lo único que como sociedad hemos podido construir como sentido de la vida cultural: el espectáculo de un inmenso chisme colectivo que lo fagocita todo únicamente para tergiversarlo.
En esas condiciones, es natural que la crítica (y no solo la literaria) que se produce actualmente en la República Dominicana funcione también como una manifestación del chisme. Lo que debemos comprender es que nuestra sociedad apenas comienza a estrenarse en los caminos de la democracia, y que, apenas en 1965, nuestro país libró una guerra para defender un orden constitucional que entonces era apenas un ideal, y que, solo una década después, quedaría confundido lapidariamente con un “pedazo de papel” en un famoso discurso de Joaquín Balaguer. La crítica literaria es una institución, pero lo que hay que saber es que en ningun país del mundo las instituciones se copian, ni se imponen, ni se improvisan, sino que se hacen “a partir de lo que hay”, como decía Cornelius Castoriadis. Por esa razón, pedirle a nuestra sociedad que sea capaz de tener una crítica literaria distinta a la que su mismo ordenamiento sociocultural la ha empujado espontáneamente a producir es, sencillamente, pedirle demasiado.

A vivir se aprende viviendo, como se aprende a nadar nadando. Quienes viven como víctimas de sus propias vidas, probablemente han sido víctimas, voluntarias o no, en algún momento, pues lo que todos debemos saber es que, a veces, hasta los paranoicos tienen razones valederas para ser paranoicos. Es por eso que no hay y nunca habrá “una” sola manera de vivir “bien”. La buena vida se hace de la misma manera que se hace un buen sancocho: con buenos ingredientes.

Manuel García-Cartagena
21 de agosto de 2016

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...