domingo, 21 de agosto de 2016

Sobre El turno de los malos


Nunca me ha gustado dedicar mi tiempo a alimentar polémicas en busca de “figureo”. Trato de vivir, como se dice, “en bajo perfil”, pues considero sospechosa, como Ambrose Bierce, toda forma de popularidad, y más en esta época. No critico a quienes se dejen “envenenar” por los “likes” de las redes sociales, pero eso no es lo mío: sencillamente, yo no vivo por ahí.
Hoy, sin embargo, es domingo, y aunque tengo que terminar un trabajo que comencé ayer, saco unos minutos para continuar “aclarando” cosas relacionadas con unas palabras mías que escribí en torno a un comentario que colocó Fernando Berroa en su muro de Facebook el cual, por lo visto, ha motivado una serie de reacciones de muy diversos órdenes.
Lo primero es que no distingo entre escritores “jóvenes” o “consagrados”. Cuando yo comencé a escribir, por ejemplo, los “jóvenes poetas” dominicanos pasaban de los 40 años, y muchos de ellos se dedicaban a intentar opacar la obra de mis compañeros de generación quienes, pura y simplemente, no existíamos para ellos, a tal punto que mi amigo Andrés L. Mateo empleó aquella fórmula de los “puñitos rosados” para referirse a nosotros en el prólogo de uno de sus libros, muy probablemente porque, como en mi caso ahora, jamás pensó que sería leído por aquellos que entonces éramos los “jóvenes”, es decir, los integrantes de la generación de los 80.
Como se sabe, entre todos hemos terminado componiendo una sociedad iletrada en la que cada vez se lee menos, a tal punto que hay “críticos” que se dan el lujo de comentar libros y autores que no han leído, y hasta son aplaudidos y defendidos por personas que tampoco han leído lo que ellos han escrito. Lo que hay que saber es que ese fenómeno no es un producto de la época actual, sino que, hasta donde yo recuerde, siempre fue así.  Es famosa, por ejemplo, la frase del poeta Héctor Incháustegui Cabral, quien afirmaba que en este país “ni la censura lee”, refiriéndose a la situación de la lectura durante la era de Trujillo. Cambian las caras de los actores, pero la pieza sigue siendo más o menos la misma.
Vivo más que consciente del hecho de que la ley natural (biológica) nos empuja a unos hacia abajo y a otros hacia arriba. Pero por más que haya envejecido desde los 80 a esta parte, todavía no he olvidado aquella época en que mi generación cantaba “Time is on my side”, de los Rolling Stones casi en son de guerra contra los numerosos “viejos” que pretendían opacarnos. Cada generación cree que su deber es “cambiar la vida y reinventar el mundo”, como decía Rimbaud, y hasta parece normal que así sea. Y como sucede siempre, en cada generación hay personas que comprenden que la mejor manera de “cambiar el mundo” consiste en asociarse con aquellos que hacen las mismas cosas que se quieren cambiar, precisamente para hacer “más de lo mismo”. Esto no debe sorprender a nadie, ya que, de todas las formas de la inteligencia, la creatividad ha sido siempre la menos “democrática”, y también la que implica mayores riesgos.
No obstante, tan absurdo y cavernario es pretender opacar a los jóvenes y obligarlos a esperar que “les llegue su turno”, como le oí decir en una ocasión a cierto personaje de nuestras letras, como pretender que la juventud es una especie de “passe-partout” que impone un “tratamiento especial” para los jóvenes. “No se debe ver la vida como uno es”, decía el poeta Paul Éluard: cuando se es joven, se suele cometer el error de creer que los demás nos consideran “menos” o “más” en función de la cantidad de años que hayamos acumulado. La única verdad en ese sentido es que a casi nadie le importará nunca cuántos años tú tienes, sino lo que hayas hecho durante ese tiempo.
Y esto último fue lo que vi en la novela de Fernando Berroa titulada El turno de los malos. Esta novela me sorprendió y me llenó de esperanza. Se trata de un texto que funciona como un verdadero manifiesto generacional: está escrita a la manera de los códices medievales, a partir de claves que disimulan la identidad de una gran cantidad de miembros de nuestra escena cultural dominicana. De este modo, Berroa le devuelve a nuestra sociedad, precisamente como lo haría un espejo, la imagen de lo único que como sociedad hemos podido construir como sentido de la vida cultural: el espectáculo de un inmenso chisme colectivo que lo fagocita todo únicamente para tergiversarlo.
En esas condiciones, es natural que la crítica (y no solo la literaria) que se produce actualmente en la República Dominicana funcione también como una manifestación del chisme. Lo que debemos comprender es que nuestra sociedad apenas comienza a estrenarse en los caminos de la democracia, y que, apenas en 1965, nuestro país libró una guerra para defender un orden constitucional que entonces era apenas un ideal, y que, solo una década después, quedaría confundido lapidariamente con un “pedazo de papel” en un famoso discurso de Joaquín Balaguer. La crítica literaria es una institución, pero lo que hay que saber es que en ningun país del mundo las instituciones se copian, ni se imponen, ni se improvisan, sino que se hacen “a partir de lo que hay”, como decía Cornelius Castoriadis. Por esa razón, pedirle a nuestra sociedad que sea capaz de tener una crítica literaria distinta a la que su mismo ordenamiento sociocultural la ha empujado espontáneamente a producir es, sencillamente, pedirle demasiado.

A vivir se aprende viviendo, como se aprende a nadar nadando. Quienes viven como víctimas de sus propias vidas, probablemente han sido víctimas, voluntarias o no, en algún momento, pues lo que todos debemos saber es que, a veces, hasta los paranoicos tienen razones valederas para ser paranoicos. Es por eso que no hay y nunca habrá “una” sola manera de vivir “bien”. La buena vida se hace de la misma manera que se hace un buen sancocho: con buenos ingredientes.

Manuel García-Cartagena
21 de agosto de 2016

viernes, 11 de marzo de 2016

Odalís Pérez y la condición de la palabra política en la República Dominicana

En esta entrada quisiera referirme brevemente a algunos conceptos externados recientemente por el Dr. Odalís Pérez en su ensayo titulado «La condición de la palabra política en la República Dominicana», en el que se refiere al premio recientemente otorgado por la Academia Dominicana de la Lengua al jurista y político dominicano Marino Vinicio Castillo, presidente del partido de ultraderecha Fuerza Nacional Progresista. 

En vista de que el texto del Dr. Pérez ha tenido una amplia repercusión en las redes sociales, me gustaría centrarme de manera exclusiva en mi tema. Quienes no lo hayan leído, pueden acceder a él haciendo clic aquí, toda vez que, antes de que aparezcan los consabidos agentes disuasivos repartiendo motivos para “dejar eso así” y los otros agentes opinantes que siempre andan apostando al “gallo” de su elección (pues, en sus cabezas, el mundo es una gallera y nuestro país es un circo), conviene que toda persona interesada de alguna manera en el devenir de las instituciones sociales y culturales dominicanas lea en frío este ensayo de Odalís Pérez. Solo así sería válido esperar, si se comprende la altísima postura ética que asume aquí el Dr. Pérez, que la suya no sea otra “voz que clama en el desierto”, y se evitará caer en el error de dar crédito a cualquier intento de confundir sus motivos con una simple diatriba politiquera en tiempos de campaña


Dice el dicho japonés que lo peor viene después de lo peor. Cabe preguntarse, sin embargo, qué puede ser peor para una sociedad que la más total confusión de sus valores simbólicos. Definitivamente, si antes estábamos crudos, ahora estamos podridos. Ah, pero eso sí, con un pergamino académico que lo certifica... Nuestra sociedad ha tocado fondo en numerosos aspectos y, por lo menos en lo que concierne a los fundamentos éticos de nuestra configuración sociocultural, desde más de un punto de vista estamos peor que nunca. 

Tantas veces va el cántaro a la fuente que al final termina por romperse. Desde los últimos años del siglo XX a esta parte, todos hemos sido testigos de la manera en que aquella vieja pileta con cuyas aguas antaño se ungían los pocos pero meritísimos sabios que andaban entre nosotros, la misma que otrora dispensaba casi con tacañería las escasísimas gotas de sus aguas consagradoras, ha venido a convertirse en poco menos que una batea de lavar la ropa sucia donde cualquiera mete la mano y la saca más sucia de lo que estaba. 

Que el director de la Academia Dominicana de la Lengua, Dr. Bruno Rosario Candelier, haciendo uso de sus fueros libérrimos, emplee la expresión "prócer de la palabra" para designar (casi por antonomasia, de acuerdo con su valoración) al Dr. Castillo, no constituye per se ningún problema. De hecho, en otras épocas afortunadamente obliteradas de nuestra historia, la adjetivación heroica de burócratas y funcionarios acostumbró los ojos y oídos de nuestra sociedad a consumir epítetos dedicados a otros tantos personajes siniestros. Lo que todos deberíamos deplorar es que el Dr. Candelier no haya agregado a su rosario de piropos destinados al Dr. Castillo otras cuentas, como aquellas que aludían al no menos procérico "ínclito" o "perínclito varón", por solo citar una. Después de todo, hasta no hace mucho, el estilo, si es que la palabra alcanza para designar la cosa, era el hombre.

Lo repito para mayor claridad: que el Dr. Bruno tenga a bien considerar al Dr. Marino Vinicio un "prócer de la palabra" no tiene ninguna importancia, pues no hay que buscar el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joao Corominas para saber que el término "prócer" no presenta algún "matiz oculto" que lo convierta en algo que no sea un sinónimo de "ilustre". De hecho, don Pablo, el barbero de las Mercedes donde me llevaba mi papá en mis años de infancia, es para mí todo un "prócer de las tijeras"; Julito, el dueño del colmado "Julito El Simpático", allá en la empedrada y empinada calle Hostos de mi infancia, era un "prócer del salchichón", etc. Es más, don Georgilio Mella Chavier, mi profesor de Historia y de Literatura en el Colegio Dominicano De La Salle, es para mí un "prócer de la palabra", pero no por eso considero necesario salir por ahí pidiendo un premio póstumo para honrar su memoria. A pesar de eso, considero que tendremos suerte el día que cada uno de nosotros coja su prócer y lo saque de paseo por las calles de nuestras ciudades. A lo mejor así se nos termina de acabar ese ansia de pergaminos, diplomas de reconocimiento, placas conmemorativas y premios. Sí: eso, premios, porque esta palabra sí merece que nos detengamos un poco a conocer su etimología:

«PREMIO, h. 1440. Tom. del lat. praemium 'recompensa', propte. 'botín, despojo'. El latinismo inglés premium (pronunciado prímium) ha dado prima 'pago ventajoso', med. S. XIX, pasando por el fr. prime, 1669.    Deriv. Premiar, h. 1440, lat. tardío praemiare».


Dudo mucho que a la mayoría de mis compatriotas contemporáneos les importe saber que la etimología de la palabra "premio" la convierte en sinónimo de "botín", o que la labor de las Academias de la Lengua es la de "limpiar, pulir y dar esplendor" a nuestra bella lengua castellana. Aun así, estoy seguro de que a muchos les interesará conocer las razones por las cuales el premio otorgado por esa cada vez más desprestigiada institución solo reviste de valor para quienes disfrutan de las cosas espurias, adulteradas, remedadas, falseadas o falsificadas.  

Hasta la fecha hemos estado acostumbrados a contemplar casi con pena el ridículo de una institución que, en nuestro país, hace figura de antigualla ineficiente, cuya función —totalmente ausente de la vida sociocultural contemporánea— se limita a protagonizar algunos actos de puesta en circulación casi siempre revestidos con la misma sospechosa pompa de las funerarias.

En efecto, aplicado al Dr. Marino Vinicio Castillo, lo de “prócer de la República” enuncia un juicio implícito cuyo desglose y ponderación correspondería pedirle al propio Dr. Bruno Rosario Candelier. Sobre este particular, citaré el siguiente fragmento del parte de prensa publicado por el Listín Diario en su edición del jueves 17 de diciembre de 2015 (disponible aquí):

«Al hacer entrega de la placa de reconocimiento, el presidente de la Academia Dominicana de la Lengua, doctor Bruno Rosario Candelier, expresó lo siguiente: “No se imagina usted la satisfacción que me produce entregarle este reconocimiento en nombre de la Academia Dominicana de la Lengua, justamente a usted, por el hecho de que la idea que yo tengo de lo que es un Prócer de la República, lo encarna usted; la idea que yo tengo de lo que es un Prócer de la Palabra, la encarna usted; y eso usted lo ha demostrado en múltiples ocasiones en sus intervenciones radiales y en la televisión; en su programa la Respuesta, en sus artículos, en sus intervenciones como orador; es decir, usted ha hecho uso de la palabra realmente de un modo ejemplar. Esta Academia, cuyo lema es ‘La lengua es la Patria’ valora y pondera todo lo que encarna una dimensión patriótica y usted ha sido un ejemplo admirable para nuestro país”» (el énfasis es mío, M.G.C.). 



janmādy asya yatah

Esta tarde, buscando ponerme en mi postura preferida —esa en que no soy nadie, tan solo un cuerpo que permanece—, mis ojos se toparon con uno de los paquetes donde guardo mis viejos manuscritos; mis manos lo abrieron casi involuntariamente, como si algo que yo mismo había guardado allí hace décadas me estuviese llamando desde el fondo de una de aquellas cuartillas que solía emplear para escribir en mi vieja Olivetti Línea 66 que alguien me robó, como tantas otras cosas.
Sin saber exactamente cuál de todos aquellos textos que allí había era el que me llamaba, me puse a hojearlos todos y a recordar todas las pasiones y oscuros estremecimientos que durante años me habitaron como una rara electricidad. Durante las últimas dos horas, he estado leyendo, una tras otra, muchas de aquellas cuartillas, y poco a poco he terminado arrepintiéndome de haber publicado hace poco, bajo el pretencioso título de Manicomio de papel (versión integral) una colección de aquellos textos que escribí en los difíciles años ochenta, pues acabo de descubrir no menos de cien textos que tienen todo el derecho de figurar junto a los demás.
Uno de esos textos es el que copio aquí abajo. Su título está extraído del Śrimad-Bhāgavatam, uno de los libros que leí con fruición en aquellos años en que anduve buscando mi camino.

janmādy asya yatah

«La verdad absoluta es el comienzo de toda creación».
Śrimad-Bhāgavatam

Ya nadie pregunta a Brahma
por Kāla, el eterno.
La ciudad es cada vez más cadáver,
cada vez más pesada sobre sí misma.

El mismo Brahma, el Primero,
ha perdido la salud y ganado el olvido.

Solo a veces,
una joven (¿hija de Kāla?),
como pariendo destellos,
abre su ventana para verse al espejo.

Ante su imagen infiel, Brahma bosteza.
¿Quién era? ¿Dónde sucedió? ¿Quién lo hizo?
Ya nadie le pregunta
por el origen de las causas.

La culpa es de Kāla, de todos y de nadie.
Él es el dueño de los espejos y las imágenes.
Él es lo joven, lo viejo, lo muerto y lo naciente.
Él es el tiempo, mutante e inmutable.

Kāla borda arrugas en rostros de barro.
Kāla levanta ciudades sobre el polvo de otras ciudades.

Ya nadie pregunta quién es Kāla
Brahma lo supo siempre (¿habrá que preguntarle?)
Kāla es el tiempo de crear el tiempo.
Kāla no es nadie.

g.c. manuel, 1981

He llegado a la edad de casi 55 años con los nervios convertidos en compota. Soy verdaderamente yo, y no Rubén Darío, quien debería decir que “cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer”. No lo digo, sin embargo, pues no es ese un asunto sobre el cual conviene andar por ahí dejando que se crea que uno presume de algo. Últimamente, una de las cosas que más me hacen llorar es la súbita (instantánea e impertinente) constatación de la finitud como el estado propio de la consciencia. Cada vez que creemos comprender algo, en realidad materializamos nuestra propia conciencia. La verdadera comprensión no está al alcance de los individuos, sino de la especie. Aquello que realmente “comprende” es la mente colectiva. Como individuos, poco importa cuán “vasto” o “potente” consideremos nuestro intelecto, solo podemos acceder a una ínfima porción de esa mente.  Cada una de las siguientes preguntas, por ejemplo, podrían responderse de infinitas maneras, sin que ninguna de ellas agote las posibilidades de obtener cada vez nuevas respuestas:
¿Se ha ido realmente el tiempo que pasó?
¿Es acaso el olvido el arca que nos salvará de ese perpetuo naufragio al que llamamos vida?
¿Estamos conectados para siempre con esa multitud de posibles seres que fuimos, necesariamente, para luego pasar a ser estos otros seres que somos?

Durante numerosos años de sangre y lágrimas fui aprendiendo a disfrutar de la humildad como el estado normal de mi materia mental. Esta tarde, con su voz de papel, este poema ha venido a recordármelo, y esta es mi manera de agradecerle al azar por esta nueva lección.

viernes, 8 de enero de 2016

Un poco más sobre el aburrido tema de los académicos dominicanos

Quisiera referirme brevemente a algunos conceptos externados recientemente por el Dr. Odalís Pérez en su ensayo titulado «La condición de la palabra política en la República Dominicana», en el que se refiere al premio recientemente otorgado por la Academia Dominicana de la Lengua al jurista y político dominicano Marino Vinicio Castillo, presidente del partido de ultraderecha Fuerza Nacional Progresista. 

En vista de que el texto del Dr. Pérez (disponible aquí) ha tenido una amplia repercusión en las redes sociales, sería válido esperar, si se comprende la altísima postura ética que asume aquí el Dr. Pérez, que la suya no se convierta en otra “voz que clama en el desierto”, como ha sido la tendencia hasta ahora cada vez que se han suscitado en el pasado casos como este, y que se evite caer en el error de dar crédito a cualquier intento de confundir sus motivos con una simple diatriba politiquera en tiempos de campaña

Dice el dicho japonés que lo peor viene después de lo peor. Cabe preguntarse, sin embargo, qué puede ser peor para una sociedad que la más total confusión de sus valores simbólicos. Definitivamente, si antes estábamos crudos, ahora estamos podridos. Ah, pero eso sí, ahora cada quien quiere tener su propio pedacito de algún pergamino académico que certifique su podredumbre... Hace décadas que nuestra sociedad venía tocando fondo en numerosos aspectos pero, por lo menos en lo que concierne a los fundamentos éticos de nuestra configuración sociocultural, desde más de un punto de vista estamos peor que nunca. 

Tantas veces ha ido el cántaro a la fuente que al final ha terminado por romperse. Todos hemos sido testigos de la manera en que aquella vieja pileta con cuyas aguas antaño se ungían los pocos pero meritísimos sabios que andaban entre nosotros, la misma que otrora dispensaba casi con tacañería las escasísimas gotas de sus aguas consagradoras, ha venido a convertirse en poco menos que una batea de lavar la ropa sucia donde cualquiera mete la mano y la saca más sucia de lo que estaba. Las etapas del deterioro han sido las siguientes: primero el elitismo, luego la cualquierización, y finalmente el oportunismo amparado en la más abyecta confusión.

En efecto, que el director de la Academia Dominicana de la Lengua, Dr. Bruno Rosario Candelier, haciendo uso de sus fueros libérrimos, emplee la expresión "prócer de la palabra" para designar por medio de esta al Dr. Castillo (casi por antonomasia, de acuerdo con su valoración), no constituye per se ningún problema. De hecho, en otras épocas afortunadamente obliteradas de nuestra historia, la adjetivación heroica de burócratas y funcionarios acostumbró los ojos y oídos de nuestra sociedad a consumir epítetos dedicados a otros tantos personajes siniestros. Lo que todos deberíamos deplorar es que el Dr. Candelier no haya agregado a su rosario de piropos destinados al Dr. Castillo otras cuentas, como aquellas que aludían al no menos procérico "ínclito" o "perínclito varón", por solo citar una. Después de todo, hasta no hace mucho, el estilo, si es que la palabra alcanza para designar la cosa, era el hombre.

Lo repito para mayor claridad: que el Dr. Bruno tenga a bien considerar al Dr. Marino Vinicio un "prócer de la palabra" no tiene ninguna importancia, pues no hay que buscar el Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joao Corominas para saber que el término "prócer" no presenta algún "matiz oculto" que lo convierta en algo que no sea un sinónimo de "ilustre". De hecho, don Pablo, el barbero de las Mercedes donde me llevaba mi papá en mis años de infancia, es para mí todo un "prócer de las tijeras"; Julito, el dueño del colmado "Julito El Simpático", allá en la empedrada y empinada calle Hostos de mi infancia, era un "prócer de la mortadela y el queso de freír", etc. Precisamente por eso, considero que tendremos suerte el día que cada uno de nosotros escoja el prócer de su preferencia y lo saque a pasear por las calles de nuestras ciudades. A lo mejor así se nos termina de acabar ese ansia de pergaminos, diplomas de reconocimiento, placas conmemorativas y premios. Sí: eso, premios, porque esta palabra sí merece que nos detengamos un poco a conocer su etimología:

«PREMIO, h. 1440. Tom. del lat. praemium 'recompensa', propte. 'botín, despojo'. El latinismo inglés premium (pronunciado prímium) ha dado prima 'pago ventajoso', med. S. XIX, pasando por el fr. prime, 1669.
    
Deriv. Premiar, h. 1440, lat. tardío praemiare».

Dudo mucho que a la mayoría de mis compatriotas contemporáneos les importe saber que la etimología de la palabra "premio" la convierte en sinónimo de "botín", o que la labor de las Academias de la Lengua es la de "limpiar, pulir y dar esplendor" a nuestra bella lengua castellana. Aun así, me gustaría mucho conocer las razones por las cuales el premio otorgado al Dr. Castillo por esa cada vez más desprestigiada institución parece haber suscitado tanta animadversión.  En efecto, mientras más lo pienso, menos me explico por qué ha causado tanta alharaca el hecho de que la ADL le haya dado un premio al Dr. Castillo y que su Director, el Dr. Rosario Candelier, lo haya justificado refiriéndose a él como un “prócer de la palabra” y un “prócer de la República”. Acostumbrados como estábamos a la cualquierización de los premios en nuestro país, casi no era necesario justificar esa premiación. Y sin embargo, al intentar justificarla, el Dr. Candelier reveló el verdadero fondo que motivó la selección del Dr. Castillo como destinatario del premio de la academia para el año 2015.

Ya casi nos habíamos acostumbrado a contemplar en silencio y casi con pena el ridículo de una institución llamada a ocupar la primera fila en todos los órdenes de la valoración del hacer lingüístico en cualquier país de habla castellana, pero que, en el nuestro, hace figura de antigualla ineficiente, de impostado mamotreto de ridiculeces provincianas o de espuria y aburrida mojiganga de falsas solemnidades, pues su función —totalmente ajena al devenir de la vida lingüística y sociocultural dominicana contemporánea— se limita a protagonizar algunos actos de puesta en circulación, casi siempre revestidos con la misma sospechosa pompa de las funerarias.

A lo que no debemos acostumbrarnos, no obstante, es a otorgarle vigencia o importancia a ese ridículo. Ya que ninguno de los miembros de esa Academia considera necesario apoyar al Dr. Pérez en la defensa de unos valores y una integridad de pensamiento que a todas luces parecen no comprender (antes, al contrario, muchos se limitan comentar por lo bajo su desacuerdo con la decisión del director de ese conglomerado, precipitándose de inmediato a precisar que no intervendrán “para no contribuir con el escándalo”), es necesario que comprendamos que ese silencio cómplice es la mejor explicación de eso a lo que solo podemos llamar la “farsa académica” dominicana.

Desde su fundación en 1927 y su puesta en funcionamiento en 1932, la aburrida comedia de la importancia académica se ha venido escribiendo con episodios de esa misma ralea. Lo que pasa, no obstante, es que ya no hay manera de continuar perpetuando el camelo: casi todas las togas tienen ya demasiadas troneras y parecen coladores; la mayoría de las sotanas ya se han vuelto transparentes, y exponen las vergüenzas de quienes insisten en querer seguir disfrazándose con ellas; a fuerza de tanto verlos cambiarse las numerosas prendas de su guardarropa, ya conocemos todas las chaquetas con las que aquellos que no son, como dice el pueblo, “ni chicha, ni limonada” pretenden seguir disimulando sus dobleces. La farsa é finita, y sin embargo, los payasos todavía no se han percatado de ello.

No, señoras y señores aspirantes a dueños de la historia y de la importancia en el plano de la cultura y la sociedad dominicanas: ya no es posible continuar haciendo cualquier cosa sin esperar que no pase nada. A nadie asustan ya sus viles ataques personales cada vez que se sienten agredidos. Por favor, dejen de creer que los insultos constituyen todavía una forma de defensa: acaben de crecer, abandonen sus numerosas imposturas y, si todavía aspiran a obtener el apoyo de esa misma sociedad a la que no se han cansado de engañar, atrévanse a ser ustedes mismos, de una buena vez.


Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...