lunes, 22 de abril de 2013

Primera de las últimas leyes de la termodinámica telepática


Puedes pensar: después de todo, hay trenes más veloces que también se estrellan contra su propio ocaso.

Para todo lo demás, sobre todo si es abril y ya no necesitas fuego para encender toda la inmensa dicha que te produce el hecho de ya no ser quien una vez soñó con escribir esto, hay millones de parásitos esperando que pases para quitarte de encima esas feas libras de vida que te sobran.

Te vas borrando: eso es respirable. Tal vez, si fuera cierto, quedaría el temblor a dos pulgadas de la playa más remota como en una fotografía de tu propia existencia. Pero no lo es: apenas nada sobre la nada enorme, tal vez un punto o cualquier otro signo de buena fe.

¿Seguirás así, mientras llueve dentro de tu camisa azul, dejándote mirar por raros espejos que ni se saben tu nombre ni les importa lo que llevas de un lado para otro de tu vida? Puedes crujir:

las leyes se han hecho para tener que soportarlas. La primera de las últimas leyes, sobre todo, es la más incómoda:

ENUNCIADO:

todo lo que gira por dentro de sí mismo experimenta un vuelco de intensidad proporcional al calor que genera en su fricción entrópica.

COMENTARIO:

Toda idea fija tiende a dejar marcas en el pensamiento ondulante. La comunicación telepática es por definición transcorpórea: atraviesa el tiempo y puede sufrir retrasos inexplicables e imposibles de medir en unidades convencionales. En el pasado, por ejemplo, alguien pudo haber pensado esto que aquí escribo con  insuficiencia de medios.

Tener que soportar esta ley nos hace inmunes al miedo de solo ser un yo. Y no hay que hacer ningún esfuerzo por cumplirla:

las verdaderas leyes siempre se cumplen a sí mismas a través de nosotros.







viernes, 1 de abril de 2011

soy tan feliz que me desmorono

parece que va a llover esta noche: un cubalibre lleva a otro marlboro. tom waits se desgrana desde un suelo tan frío que a uno le dan ganas de llevárslo un mes a la playa de güibia,

pero soy tan feliz que ya ni me reconozco

hice exactamente lo que habría hecho si hubiera sido otro en lugar de yo: me he dejado llevar de la mano por la muejr más buena del mundo, quien ya me ha hecho una niña preciosa y a quien amo con la misma velocidad con que cualquiera puede comerse diez kilómetros de uno de los cables de acero que sostienen el puente duarte.

he dejado de escribir y de creer que podría escribir, si quisiera, cualquier cosa mejor que todo lo que he escrito hasta ahora; me estoy dejando crecer un cansancio más grande que el mar: envejezco como un tiro de máuser a una esquina de los cincuenta; resbalo por una pendiente sin dientes pero llena de pendejadas,

en fin

creo que me desmorono mejor en este amortiguado yo en el que me he convertido.

viernes, 13 de febrero de 2009

¿Dando vueltas en círculo?


Otra vez me encuentro parado ante la misma encrucijada, y compruebo que he estado en este mismo sitio tantas veces en el pasado que ya no necesito mirar hacia atrás para saber que lo que me espera es igual a lo que ya antes he visto:

Las palabras se acometen, unas a otras; las miradas se congelan y se cubren de una pátina parecida a la del papel encerado; las voces suben y bajan alternativamente de tono; los gestos se crispan y, poco a poco, se va activando la colección completa de guiños y mímicas cinematográficas  por medio de las cuales siempre creemos decir más —cuando en realidad solo podemos decir menos— que lo que sería necesario que nos dijéramos para poder, llegado el caso, comunicarnos.

Como tantas otras veces, la lógica me obliga a pensar que nada prueba que esta vez todo será igual a las anteriores ocasiones, y continúo avanzando. 

A tientas, sigo moviéndome en un territorio ajeno. Sé bien que debo mirar bien dónde piso, puesto que el camino por el que marcho desaparece inmediatamente a mis espaldas a cada paso que doy. 

Mis pies son mis palabras, torpes, mal pensadas y peor dichas. Aquello que las mueve no es ni siquiera mi voz, ni mi intención, ni mi deseo, sino eso que surge del mismo hecho de encontrarme avanzando por un camino que apenas conozco, pero que sólo puede llamarse "Tú".

De vez en cuando tropiezo o me duele un callo. Entonces callo, y el camino se ausenta. Es decir, permanece en su sitio, pero, por alguna razón que no siempre conozco, me impide continuar avanzando. En esos momentos, la parte mala de mi imaginación se apodera de mis palabras, me tuerce uno que otro verbo, corrompe el sentido de mis más puros adjetivos, me desordena la alegría y me desubica el ánimo. Hasta que, de repente, todo vuelve a la normalidad: el camino se hace presente, y puedo proseguir mi viaje.

Por lo menos, así sucede hasta que, otra vez, me encuentro parado ante la misma encrucijada, y compruebo que he estado en este mismo sitio tantas veces en el pasado que ya no necesito mirar hacia atrás para saber que lo que me espera es igual a lo que ya antes he visto...

O casi.



jueves, 29 de enero de 2009

Noticias de un nadante


Solo de vez en cuando, me permito nadar en el mar de la nada. Por lo común, busco evitarlo, pues sé bien que, si nadas en la nada, te arriesgas a que no te ocurra definitivamente nada, y eso es igual que dejar de vivir, o casi.

El ejemplo ya es clásico: aquí en Santo Domingo, donde me hago creer que vivo desde hace algunos años, la nada ya nos ha dejado sin universidades, sin escuelas, sin servicios públicos, sin energía eléctrica, sin editoras, sin control de precios, sin protección y sin defensa ante los abusos que cada día cometemos contra nosotros mismos los nueve millones de habitantes (mal contados, como debe ser) desprovistos de cualquier asomo de amor propio que poblamos este pedazo de isla caribeña y que, a veces, nos resignamos a seguir llamándonos "dominicanos", aunque solo una ínfima porción de nuestra población llega a hacerse pagar debidamente por ello.

Esa nada que baja en forma de gas la Máximo Gómez, y que, cuando se mete por la Correa y Cidrón ya se ha convertido en un denso riachuelo de sudores corriendo por las cunetas de la Zona Universitaria, donde adquiere tonalidades parduscas o rojizas, según el día y la hora, antes de seguir su curso hasta la avenida Abraham Lincoln, de donde no tarda en dirigirse a Bella Vista por la avenida Rómulo Betancourt, o por la Sarasota hasta la Núñez de Cáceres, y que al llegar a Las Praderas ya tiene todos los rasgos característicos de los torrentes, aunque en el fondo sigue siendo la misma nada: vómito de incontables indefiniciones, inefable muermo de querer no ser eso que sigue siendo a pesar de tantas evasivas como cabezas alcance a perforar...

Sí: la nada nos horada las horas con su taladro de vacío. Por las tardes, cuando cae el sol de los muertos, se la puede ver tomando el fresco en cualquier banco del parque Colón, como si en verdad nadara, o mejor dicho: como si nada.

Y es que a nadie aquí le importa realmente nada que todo y nada sean entre nosotros la misma cosa. Es más, cada quien a su manera, trabaja con empeño, día a día, para igualarse a la nada, para agrandar a la nada uniéndose a ella, pues, en el fondo, cada uno de nosotros está íntimamente convencido de la validez de esa inmejorable lección de nihilismo que nos han legado como herencia nuestros quinientos años de vivir entre mentiras ajenas, y que solo entre los jóvenes de la última generación ha alcanzado su expresión más prístina: el "na é na", el "nada es nada" en el que se mueve cada uno de esos nadantes ocasionales que, como yo, ya han perdido hasta el deseo de creer que hay vida fuera de esta nada.

jueves, 17 de julio de 2008

¿hay golpes muy fuertes en la vida? yo tampoco sé...

No es mucho el tiempo que ha pasado desde la última vez que colgué un texto en este espacio, pero es como si cada uno de los cambios que han venido transformándome desde adentro me hubiera quitado una esquirla hoy, una lasca mañana, ayer un trozo de nariz, antier alguno de mis brazos...

He cambiado tanto en los últimos tres meses que me pregunto si todavía soy «aquel que ayer no más decía el verso azul y la canción profana», émulo secreto de alguno de mis Mí Mismos, enfermo de palabras ajenas, solitario consumidor de toda suerte de condumios neuróticos, bueno para las noches de luna llena, malo para soportar pendejadas... fuesen estas propias o ajenas.

Cada cambio que damos en la vida nos arranca un pedazo de ese ser que una vez quisimos ser y que nunca fuimos, ya que los cambios, cuando verdaderamente merecen ser llamados así, siempre se oponen a todos nuestros proyectos, es decir, no decimos: "quiero cambiar", y luego cambiamos, sino que es la vida la que nos cambia a su manera, de golpe o gradualmente. No entender esto es caer en ese tipo de locura tan típica de los nuevos ricos modernistas que consiste en creerse el «arquitecto de su propio destino», y soñar con que un día nos eligirán el «self-made-man» o la «self-made-woman» del año, y andar por la vida creyendo que nos llevamos el mundo por delante sin siquiera darnos cuenta de que hace rato que el mundo nos ha dejado atrás, bien atrás...

Esos sueños de poder son menos resistentes que una burbuja de jabón o de chicle en este mundo que solo puede compararse con un desierto lleno de cactus. Total, solo quienes se confiesan débiles son capaces de soñar con ser poderosos algún día.

En lo que a mí respecta, me limpio las manos con lejía antes de escribir en este teclado lo siguiente:

Si a poderosa vamos,
poderosa es la Señora Vida,
también conocida como Madame La Vie.

Ella nos golpea cuando quiere.
Ninguno de nosotros puede golpearla.

17 de julio de 2008

sábado, 19 de abril de 2008

Se fue

Estar, ser, ¿qué te digo? Puedes pasarte la vida tratando de entender la diferencia. Nuestra lengua inventó el existencialismo, es decir, la separación entre las dos manifestaciones del ser: la esencia (el ser) y la existencia (el estar). Sólo por eso, el español es la más humana de las lenguas, allí donde las hubiere.

Eso me recuerda una mujer. Sí, así de absurdo como suena.

Ella era alguien que se suicidaría algún día. Así la conocí y así la recordaré. Incapaz de reconocerse humana, se negaba a aceptar que hubiera alguien en este mundo que pudiera tener algo así como una vida personal aparte de la que ella, en su indulgencia suprema, le atribuía.

Era tan bella (sobre todo de noche) que atravesaba en todas sus formas el gas de la distancia, impune como el delito de haber nacido. Y cuando se le ocurría hablar, había que enterrarse en la propia piel de cualquiera de nosotros mismos y quedarse esperando hasta que pasara aquella increíble tormenta de palabras...

Como todos los seres perfectos, ella detestaba el error ajeno y la expresión de cualquier idea que comenzara con «dime...»

El diálogo con ella era más bien un diáblogo, pues solo de blog a blog podía uno hacerse una idea de la terrible distancia que nos separaba de su inconmensurable altura.

Como Dios, ella se fue un día y nunca más volvió. Solo a veces, al masticar al viento algunas sílabas cerradas junto a otras más abiertas, su más íntimo recuerdo se atreve a brotar, como un místico repollo, en medio de una conversación en la que uno habla de funtivos, de shifters, o de mecanismos de correferencia...

Al irse ella también, me dejó su ausencia como una nube gris a la que no exorcizan ni siquiera mis incontables cigarrillos...

Junio 17, 2008

jueves, 10 de abril de 2008

¿Decir adiós, adiós?


¿Es la vida un camino de una sola vía hacia la muerte? Si así es, ¿qué sentido tiene esa larga lista de adioses que se van acumulando a medida que avanzamos hacia la meta final, la cual, aunque sólo en algunos casos, suele también estar antecedida de una más o menos tediosa, más o menos triste y casi siempre patética lista de despedidas?

Uno de los orígenes de esa institución antropológica que en castellano recibe el nombre de despedida es el ritual funerario por medio del cual los pueblos antiguos buscaban propiciar el favor de sus dioses para hacer que el tránsito de sus seres queridos hacia el más allá resultara menos penoso. No en balde, en el pensamiento mítico, la idea de la muerte aparece asociada en la mayoría de las culturas antiguas con la de un viaje. "Irse" del mundo sin decir adiós, o sin permitir que los vivos "despidan" a sus muertos es uno de los tabúes fundamentales del pensamiento mágico-religioso. En uno de sus sentidos más generalizados, dicho tabú consiste en considerar a quienes mueren sin ser despedidos como agentes o vehículos de toda clase de infortunios. La despedida aparece así como lo que es: un ritual que propicia tanto la tranquilidad de quien “se aleja” como la de quienes “se quedan”.

La inevitabilidad de la muerte, es decir, de la separación, hace que el acto de despedirse acumule una suerte de mana o poder mítico: los chamanes y sacerdotes iniciados en los rituales propiciatorios se convierten de este modo en los administradores de la despedida ajena, en tanto que a ellos se les reconocía o se les atribuía cierto poder para facilitarles el tránsito a los difuntos.

Es probable que este sea también el origen de la práctica de intercambiar regalos con las personas que van a iniciar un viaje prolongado: regalar un recuerdo (un souvenir) es un remedo del antiguo rito funerario que consistía en enterrar a los difuntos con aquellas pertenencias de este mundo que pudieran funcionar como vínculos entre este plano y el o los otros.

Considerada desde este punto de vista, la palabra adiós (vae, en latín, de donde procede el actual vale) recupera su antiguo origen ritual: cada vez que decimos "adiós" a alguien, actualizamos el viejo rito que consistía en desprenderse del mana de aquellos que se alejan deseándoles al mismo tiempo buena suerte en su viaje, en su separación…

Paralelamente con este funcionamiento de la despedida como “bendición”, también existen rituales antiguos de rechazo o alejamiento de aquellos a quienes se les quiere condenar al destierro. Como se puede comprender fácilmente, en este caso se trata de otra variedad de despedida que “maldice” el recuerdo de aquellos a quienes se consideraron en vida personas non gratas.

En ambos casos, sin embargo, es la creencia mítica en el poder de la palabra el factor determinante, y solamente la intención de quienes se despiden puede permitir diferenciarlos...

Cartagena y yo

  Por Manuel García Cartagena   Escena 1 Una tarde a principios de los 80 —con un poco de esfuerzo podría incluso recordar el año—, el...